En una sociedad democrática debería ser posible compaginar la libertad de expresión con el respeto debido a los demás, de modo especial cuando la religión está por medio
En la sociedad de la información y de las redes sociales resulta difícil llamar la atención. El exceso de mensajes y de estímulos invita a la estridencia si uno aspira a destacar. Supongo que este es uno de los factores que explican la trayectoria del artista responsable de la exposición blasfema. Según ha declarado él mismo en alguna entrevista, su madre era una prostituta y drogadicta, quedó embarazada y lo abandonó después de nacer en una clínica de Madrid vinculada a la mendicidad y la prostitución. Adoptado a los siete años, describe su infancia como “una mezcla de maltratos, abusos sexuales y diferentes problemáticas”, que culminarían en un intento de suicidio a los dieciséis. No voy a hacer de psiquiatra, pero está claro que una biografía así explica muchas cosas. En cualquier caso, no lo juzgo como persona. Más bien me daría pena, si no fuera por su habilidad para convertir el escándalo en negocio y autopromoción.
El recurso del arte contemporáneo a la provocación y al insulto tiene más de un siglo de historia. Se entiende que los “creativos” incidan en esa dinámica si les proporciona notoriedad y dinero. “Escandalizar al burgués” se convierte así en un negocio rentable en todas las coyunturas económicas. No voy a entrar en disquisiciones estéticas, y me fijaré más bien en la sociedad que permite o incluso alienta ese tipo de manifestaciones.
Se observa en nuestro país una tendencia a adobar la fiesta y el arte con elementos anticristianos. Con aire cansino asistiremos en la celebración de fin de año o de los próximos carnavales a la proliferación de varones disfrazados de cura o de monja. Algo similar ocurre en sanfermines. Es lógico que las pancartas de las peñas recojan aspectos de la actualidad con un tono satírico y burlón, y sería mucho pedir que el buen gusto fuera el criterio determinante, pero en una sociedad democrática debería ser posible compaginar la libertad de expresión con el respeto debido a los demás, de modo especial cuando la religión está por medio.
En una sociedad moderna y pluralista, donde cada uno puede vivir y buscar la felicidad a su manera −este era el ideal de Federico de Prusia, rey ilustrado por excelencia−, no habría mucho que objetar a manifestaciones de paganismo. Se habla mucho de nuestra sociedad “poscristiana”, pero sorprende esa fijación por lo cristiano cuando se quiere dar rienda suelta a la imaginación o a la espontaneidad. Va a resultar que ser pagano coherente es mucho más difícil de lo que parece a simple vista. Ateísmo significa una vida sin Dios, y lo que encontramos aquí es más bien cristofobia, odio a Jesucristo y a todo lo cristiano.
Se podría analizar la raíz psicológica y antropológica de ese rechazo. Hay mucho estudiado sobre la necesidad de la fiesta para la persona y la sociedad, y se conoce la raíz religiosa de toda celebración. En el fondo, los hombres rinden así homenaje al Creador y se alegran y agradecen los dones recibidos, empezando por la propia vida (no deja de ser ridícula la pretensión, que veremos en las semanas próximas, de vivir las fiestas navideñas sin aludir al nacimiento de Cristo). Se entiende que un tipo humano como el moderno, supuestamente emancipado de la tutela religiosa, sienta la necesidad de matar al padre. “No hay Dios porque, de haberlo, yo no soportaría no serlo”, decía Nietzsche con su habitual clarividencia. Léon Bloy expresaba lo mismo con otras palabras: “¿Por qué la Iglesia es tan odiada? Porque es la conciencia del género humano”.
Muchos de nuestros poscristianos parecen tener una verdadera obsesión con la Iglesia católica. Después de haber ido detrás de los curas con el cirio en la mano sienten ahora el irresistible impulso de hacerlo con el garrote. Dan la impresión de que no pueden vivir lejos del cura. En el fondo, siguen siendo tan clericales como antes, a pesar del cambio de bando.
Nos vendría bien un poco más del paganismo verdaderamente ilustrado, que respeta y deja vivir. La sociedad moderna, amiga del pluralismo, acepta como un avance que cada uno piense y viva como desee. Como a la vez queremos mantener la cohesión social, pues juntos somos más fuertes y prósperos, acudimos a procedimientos como fuentes de legitimación: el mercado en la economía, la democracia en política, el parlamento y los jueces en la justicia. Corresponde al gobierno la misión de velar por su correcto funcionamiento, garantía de paz y libertad. Lamento que tanto el Ayuntamiento de Pamplona como el Parlamento de Navarra y la Presidenta del Gobierno no hayan estado a la altura en este caso. Han dejado escapar una magnífica oportunidad para mostrar que, efectivamente, gobiernan para todos.
Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.