Artículo del Prelado del Opus Dei, con motivo del 40 aniversario de la marcha al Cielo de san Josemaría Escrivá de Balaguer
La nueva encíclica del Santo Padre Francisco enlaza con las páginas iniciales de la Sagrada Escritura: Dios formó al ser humano −hombre y mujer− y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara (Génesis 2, 15). Luego hizo desfilar a todos los animales y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba (Génesis 2, 19). Era un acto de amor por parte de Dios, un modo de expresar su confianza en cada ser humano, a quienes encomendaba la tarea de desarrollar las potencialidades que Él mismo había puesto en las criaturas.
Cada uno de nosotros es guardián y custodio de la creación. Como nos recuerda el Papa, Dios colocó al ser humano en ese jardín no sólo para cuidar lo existente, sino para que produzca frutos con su tarea de labranza, con su trabajo: “la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo creado −afirma Francisco− es la forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para ayudar a brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas” (Laudato si’, 124).
Si la humanidad se esfuerza en acoger el designio creador, cualquier tarea humana noble podrá convertirse en instrumento para el progreso del mundo y la dignificación de la persona.
La clave está en trabajar acabadamente bien, con el deseo de servir a los demás, por amor a Dios y al prójimo. Ciertamente intervienen otras motivaciones como la necesidad de mantenerse y mantener a la propia familia, el afán generoso de ayudar a personas necesitadas, el deseo de adquirir perfección humana en una actividad concreta, etc.; pero la llamada del Papa nos recuerda que la meta es aún más elevada: colaborar en cierto modo con Dios en la redención de la humanidad.
Justamente ahora se celebra el 40 aniversario del fallecimiento de san Josemaría Escrivá de Balaguer, este santo sacerdote −fundador del Opus Dei− que proclamó al mundo entero el valor evangélico del trabajo realizado por amor. Soy testigo de cómo san Josemaría procuró vivir su predicación sobre el trabajo en primera persona, hasta el final de su caminar terreno.
“El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio”, escribía en un volumen titulado Es Cristo que pasa. Por eso −añadía− “el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas”.
El trabajo, según se oriente, tiene la capacidad de destruir o de conferir dignidad a las personas, de cuidar o desfigurar la naturaleza, de prestar u omitir el servicio debido a nuestro prójimo.
Bien comprende el valor de dignificación del trabajo quien sufre el desempleo y experimenta la angustia de la falta de ingresos económicos. Por este motivo, las personas que padecen el desempleo son una intención constante en las oraciones y preocupaciones del cristiano. Como afirma el Papa, ayudar a los pobres o a los desempleados con dinero “debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias”. El gran objetivo, en cambio, “debería ser permitirles una vida digna a través del trabajo” (Laudato si’, 128). Del mismo modo, la encíclica nos recuerda que “dejar de invertir en las personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad” (id.).
Benedicto XVI definió al cristiano como “un corazón que ve”. En el trabajo, la eficacia económica será sin duda un criterio, pero no el único: el cristiano pone el corazón en su trabajo porque así lo hizo Cristo, y se empeña por hacer de esa dedicación un servicio a los otros, que es también alabanza al Creador. Sólo el trabajo entendido como servicio, el trabajo que pone en el centro al hombre, el trabajo que se realiza por amor a Dios, es capaz de abrir horizontes para la felicidad terrena y eterna de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, en El Mundo.