Durante la audiencia general de este miércoles el Papa habló del dolor en las familias cuando fallece un ser querido
Explicó que es especialmente doloroso cuando los padres pierden a un hijo o los hijos muy pequeños a los padres. Dijo que es normal que no parezca natural y pidió que no se oculten las lágrimas.
Al mismo tiempo, aseguró que el amor es más fuerte que la muerte y explicó que los seres queridos están en las manos de Dios que volverá a dárselos a sus familiares, como hizo Jesús con el hijo de la viuda de Naím.
Vídeo: El Papa habla durante la audiencia general de cómo afrontar el fallecimiento de un familiar
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy deseo reflexionar sobre el luto en familia por la pérdida de alguno de sus miembros. Por más que la muerte forme parte de la vida cotidiana, nunca nos parece algo natural. Provoca un dolor desgarrador y un desconcierto que no sabemos explicar, y a veces hasta echamos la culpa a Dios. Sin embargo, con la gracia divina, muchas familias muestran que la muerte no tiene la última palabra. La fe y el amor que nos unen a quienes amamos impiden que la partida de este mundo se lo lleve todo, que nos envenene la vida y nos haga caer en el vacío.
En esta fe podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por todas. Y la esperanza nos asegura que nuestros difuntos están en las manos fuertes y buenas de Dios. Así, la experiencia del luto puede ayudar a estrechar aún más los lazos familiares, a unirnos en dolor con otras familias y en la esperanza.
Sin negar el derecho al llanto, el sentir la ausencia de uno de nosotros nos permite también percibir más concreto y cercano el sacrificio de Cristo, que murió, resucitó y fue glorificado por el Padre, y su irrevocable promesa de llevar consigo a todos los suyos a la vida eterna. El amor de Dios es más fuerte que muerte.
En el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente inspiración del episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr. Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre −en este caso una viuda que ha perdido a su único hijo− y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.
La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin excepción alguna. Forma parte de la vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parece natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las relaciones que dan sentido a la misma familia. La pérdida de un hijo o de una hija es como si se parase el tiempo: se abre una vorágine que se traga el pasado e incluso el futuro. La muerte que se lleva a un hijo pequeño o joven es una bofetada a las promesas, dones y sacrificios de amor gozosamente entregados a la vida que hemos hecho nacer.
Muchas veces vienen a Misa en Santa Marta padres con la foto de un hijo o una hija, y me dicen: Se ha ido, se ha ido. Y su mirada es tan dolorosa. La muerte toca, y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia se queda como paralizada, muda. Y algo parecido padece también el niño que se queda solo por la pérdida de un padre o de ambos. Esa pregunta: ¿Dónde está papá? ¿Dónde está mamá?” −“¡Están en el cielo!” −“¿Y por qué no los veo? Esta pregunta encubre una angustia en el corazón del niño que se queda solo. El vacío de abandono que se abre dentro de él es mucho más angustioso porque ni siquiera tiene la experiencia suficiente para “dar un nombre” a lo que ha pasado. ¿Cuándo vuelve papá? ¿Cuándo vuelve mamá? ¿Qué responder cuando el niño sufre? Así es la muerte en la familia.
En esos casos, la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al que no sabemos dar explicación alguna. Y a veces se llega incluso a echar la culpa a Dios. Cuánta gente −yo los comprendo− se enfada con Dios, y blasfema: ¿Por qué me ha quitado a mi hijo, a mi hija? ¡Dios no está, Dios no existe! ¿Por qué me ha hecho esto? Tantas veces hemos oído esto. Y esa rabia es solo un poco del gran dolor que sale del corazón; la pérdida de un hijo o una hija, del padre o la madre, es un gran dolor. Esto pasa continuamente en las familias.
En estos casos −he dicho−, la muerte es como un agujero. Pero la muerte física tiene cómplices que son incluso peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e inermes de esas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda normalidad con la que, en ciertos momentos y lugares, los casos que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡Que el Señor nos libre de acostumbrarnos a esto!
En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión dada en Jesús, tantas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra: esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia de luto −incluso terrible− encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a los que amamos, impide ya ahora, que la muerte se lo lleve todo. La oscuridad de la muerte ha de afrentarse con un trabajo de amor más intenso. ¡Dios mío, dispersa mis tinieblas!, es la invocación de la liturgia de la noche. A la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le confió, podemos quitar a la muerte su aguijón, como decía el apóstol Pablo (1Cor 15,55); podemos impedirle que nos envenene la vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro.
En esta fe, podemos consolarnos uno al otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por todas. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por eso, el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos protegerá hasta el día en que toda lágrima será enjugada, cuando ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni afán (Ap 21,4).
Si nos dejamos sostener por la fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los lazos familiares, una nueva apertura al dolor de las demás familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, eso nos da la fe. Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hemos oído (cfr. Lc 7,11-15). Después de que Jesús devuelve la vida a este joven, hijo de la madre viuda, dice el Evangelio: Jesús lo devolvió a su madre. ¡Y esa es nuestra esperanza! Todos los seres queridos que se han ido, el Señor nos los devolverá y nos encontraremos junto a ellos. ¡Esta esperanza no defrauda! Recordemos bien este gesto de Jesús: Y Jesús lo devolvió a su madre. ¡Así hará el Señor con todos los seres queridos de nuestra familia!
Esa fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, así como de los falsos consuelos del mundo, de modo que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de distinto género, cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna (Benedicto XVI, Ángelus, 2-XI-2008). Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de modo más concreto el sentido de la fe respecto a la experiencia familiar del luto.
No se debe negar el derecho al llanto −debemos llorar en el luto−: también Jesús se echó a llorar y quedó profundamente turbado por el grave luto de una familia a la que quería (Jn 11,33-37). Podemos más bien aprender del testimonio sencillo y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo paso de la muerte, también el seguro paso del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos.
El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. ¡De ese amor, precisamente de ese amor, debemos hacernos cómplices trabajadores con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: Jesús lo devolvió a su madre, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte sea definitivamente derrotada en nosotros. Fue derrotada por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos devolverá en familia a todos!
Mañana, como sabéis, será publicada la Encíclica sobre el cuidado de la casa común que es la creación. Esta casa nuestra se está arruinando y eso afecta a todos, especialmente a los más pobres. La mía es una llamada a la responsabilidad, basada en la tarea que Dios dio al ser humano en la creación: cultivar y proteger el jardín donde lo puso (cfr. Gen 2,15). Invito a todos a acoger con ánimo abierto este Documento, que se sitúa en la línea de la Doctrina social de la Iglesia.
El sábado que viene se celebra la Jornada Mundial del Refugiado, promovida por las Naciones Unidas. Pidamos por tantos hermanos y hermanas que buscan refugio lejos de su tierra, que buscan una casa donde poder vivir sin temor, porque sean siempre respetados en su dignidad. Animo la labor de cuantos les llevan una ayuda y espero que la comunidad internacional actúe de manera acorde y eficaz para prevenir las causas de las migraciones forzadas. Y os invito a todos a pedir perdón por las personas e instituciones que cierran la puerta a esta gente que busca una familia, que quiere ser protegida.
Traducción de Luis Montoya.
Fuentes: romereports.com y vatican.va.
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