Quizá recuperar la operatividad de este concepto del acervo cultural cristiano, podría constituir fuente de inspiración para renovar el temple ético de la actividad política
Las últimas elecciones municipales en España han dado protagonismo a la palabra pacto por encima de cualquier otro concepto político.
El 13 de junio termina el plazo legal para que las diversas formaciones cierren sus acuerdos que ya se van concretando con una lentitud manifiesta.
La palabra gobernabilidad ocupa quizá el segundo puesto en el podio que construyen los grupos votados en una atmósfera que, bajo discursos abundantes en las declaraciones de principios y condiciones sine qua non, esconden la antigua política de cuotas de poder, el acoso y derribo y al final la atmósfera dialéctica irreconciliable de las más rancias ideologías que resucitan discursos demagógicos cansinos.
¿Imaginan los lectores que alguno de los líderes proclamase: ¡Lleguemos a un acuerdo por el bien común!? Si al menos en el pódium de esta "Olimpiada" confusa se le concediera el bronce a tal innovador concepto del pensamiento social cristiano…
Llevo años rastreando los textos de los programas políticos y el término "bien común", me lo dice hasta Google: ¡no existe!… Parece fagocitado por algún virus que se extendió ya en el siglo pasado entre la clase política, esa que no levanta cabeza, quizá porque le falte este eficaz anticuerpo y vitamina que catalizaría abundantes energías dormidas por una búsqueda desenfrenada del poder, la notoriedad o el enriquecimiento a toda costa (con cargo, tantas veces, al erario público).
Una experiencia personal, que he comentado en otros foros acude a mi recuerdo durante las últimas semanas. Con motivo de las fiestas de una ciudad, cada quince de agosto concelebro la Misa en la Basílica dedicada a la Virgen María junto al Obispo de la Diócesis y algunos sacerdotes. Constituye una tradición de buen entendimiento en aquella villa la presencia prácticamente completa del consistorio municipal. Habitualmente, los concejales pasan por la sacristía a saludar al Obispo y a los sacerdotes antes y después de la celebración eucarística.
Ante la cordialidad del encuentro hace años comenté a un grupo de ediles el asombro que me produce la omisión del concepto "bien común" en los discursos de los políticos y la actualidad, que a mi entender sigue teniendo este término constante en la tradición filosófica.
Uno de ellos, viejo conocido, mirándome con gesto de complicidad, me respondió:
─ Tiene razón. Pero…. ¿sabe qué ocurre?
─ No…, aunque lo imagino (dije).
Y añadió:
─ Pues verá: Lo que pasa es que el "bien común", sigue siendo el menos común de los bienes…
Sin duda en los discursos de los representantes políticos otros términos: "políticas sociales", "demandas de la ciudadanía", "acciones de inclusión", "apuestas por la diversidad", "innovaciones para el progreso", "negociaciones satisfactorias para todos/as"…, resultan más acordes en la semántica del marketing del voto que afirmar: "esta ley se dirige al crecimiento de la persona" o "favorece la excelencia de los jóvenes fomentando sus valores y virtudes".
Por otra parte, la terca o tenaz insistencia de la Iglesia en mantener la palabra "bien común" y sus sucesivas profundizaciones en este imprescindible concepto del pensamiento cristiano indican que sigue siendo clave de arco para proteger los bienes esenciales de la persona humana y de la entera sociedad en una época de llamativa desvertebración ética.
Quizá convenga volver sobre aquella definición del Catecismo de la Iglesia Católica que aunaba las dimensiones metafísicas y personalistas y reza así: «Por bien común, es preciso entender “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección”» (GS 26, 1; cf GS 74, 1). «El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1906) Y se añade: «la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias» (Idem. nn: 1906-1910).
Podríamos concluir, entonces, que, quizá recuperar la operatividad de este concepto del acervo cultural cristiano, podría constituir fuente de inspiración para renovar el temple ético de la actividad política.
He de reconocer que entre mis objetivos académicos para el alumnado en la universidad, explicar el bien común, ocupa uno de los primeros puestos en las clases de Antropología. En los últimos años, a pesar de su escepticismo respecto a la política, detecto en los jóvenes buena sintonía con lo que éste bien significa.
Comparto el viejo sueño de Luther King, aquél que proclamó un 20 de agosto de 1963 durante la marcha por la libertad sobre Washington: «¡Hoy yo tengo un sueño! Esta es nuestra esperanza. Con esta fe podremos labrar de la montaña de la desesperación, una piedra de esperanza. Con esta fe podremos transformar el sonido discordante de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad».
Pienso que soñar sobre el bien común en "clave sinfónica" y difundir este ideal, especialmente entre los jóvenes, para hacerlo políticamente operativo constituye un reto fascinante y fuente de inspiración que puede regenerar en profundidad la vida pública.
Rafael María Hernández Urigüen, Capellán y docente en ISSA y TECNUN, Universidad de Navarra.
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