Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
El Salmo 88 recuerda la elección de David como rey de Israel, después de que el Señor rechazara a Saúl por no haberle obedecido. En la Primera Lectura (1S 16,1-13) el Señor envía a Samuel a ungir rey a uno de los hijos de Jesé, el Betlemita. La unción indica la elección de Dios y se usa también hoy para consagrar a los sacerdotes y a los obispos, y también todos los cristianos en el Bautismo somos ungidos con el oleo. Dios invita a Samuel a no fijarse en el aspecto físico porque «no se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón». Los hermanos de David combatían contra los filisteos para defender el reino de Israel, y tenían méritos, pero el Señor eligió al último de ellos. Un chico inquieto, que cuando podía iba a ver cómo luchaban sus hermanos, pero le enviaban a apacentar el rebaño. Entonces buscaron a David, que era rubio y de buena presencia, y el Señor dijo a Samuel que lo ungiera y entonces «el Espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante».
Esto nos hace preguntarnos cómo el Señor elige a un chico normal, que quizá hacía chiquilladas, como todos los chicos, que no era especialmente piadoso, ni rezaba todos los días, y tenía siete hermanos valientes con más méritos que él. Sin embargo, fue elegido el más pequeño, el más limitado, el que no tenía ni títulos, ni nada, ni siquiera había peleado en la guerra. Lo que nos hace ver la gratuidad de la elección de Dios. Cuando Dios elige, muestra su libertad y su gratuidad. Pensemos en todos los que estamos aquí: ¿Cómo es posible que el Señor nos haya elegido? “Bueno, es que somos de una familia cristiana, de una cultura cristiana…”. No. Muchos de familia cristiana y de cultura cristiana rechazan el Señor, no quieren. ¿Cómo es que estamos aquí, elegidos por el Señor? Gratuitamente, sin ningún mérito. El Señor nos ha elegido gratuitamente. No hemos pagado nada para ser cristianos. Los sacerdotes y los obispos no hemos pagado nada para ser sacerdotes y obispos –al menos eso pienso, ¿no? Porque hay, sí, los que quieren subir en la supuesta carrera eclesiástica, que se comportan de modo simoníaco, buscando influencias para ir acá, allá… los trepas. No, eso no es cristiano. Ser cristiano, estar bautizados, ser ordenados sacerdotes y obispos es pura gratuidad. Los dones del Señor no se compran.
La unción del Espíritu Santo es gratuita. ¿Y qué podemos hacer nosotros? Ser santos, y la santidad cristiana es conservar el don, nada más, comportándose de tal manera que el Señor sea siempre el que hace el don y yo no tenga ningún mérito. En la vida ordinaria, en las empresas, en el trabajo, muchas veces para tener un puesto más alto se habla con un funcionario, se habla con un gobernante, se habla con ese de allá: “anda, dile al jefe que me ascienda…”. No es don; eso es trepar. Ser cristianos, sacerdotes, obispos es solo un don. Y así se entiende nuestra actitud de humildad, lo que debemos hacer: sin mérito alguno. Solo debemos conservar ese don, que no se pierda. Todos somos ungidos por la elección del Señor; debemos conservar esa unción que nos ha hecho cristianos, nos ha hecho sacerdotes y obispos. Eso es la santidad. Las otras cosas no sirven. La humildad de conservar el don. ¿Cuál es el gran don de Dios? ¡El Espíritu Santo! Cuando el Señor nos eligió, nos dio el Espíritu Santo. Y eso es pura gracia, es pura gracia. Sin mérito nuestro.
David fue tomado detrás del rebaño, de entre su pueblo. Si los cristianos olvidamos al pueblo de Dios, incluso al pueblo no creyente, si los sacerdotes olvidamos a nuestro rebaño, si los obispos olvidamos esto y nos sentimos más importantes que los demás, renegamos del don de Dios. Es como decir al Espíritu Santo: “Tú vete tranquilo a la Trinidad, descansa, que yo me apaño solo”. Y eso no es cristiano. Eso no es conservar el don. Pidamos hoy al Señor, pensando en David, que nos dé la gracia de agradecer el don que nos ha dado, de ser conscientes de ese don tan grande, tan hermoso, y de conservarlo –esa gratuidad, ese don– con nuestra fidelidad.