Para servir mejor a las necesidades de la labor evangelizadora, dos normas promulgadas este año han adaptado los estudios de derecho canónico. En particular, se ha encomendado a las instituciones académicas la formación de los agentes de pastoral familiar
La decisión de san Juan XXIII de proceder a la reforma del derecho canónico rápidamente se comprendió en términos de adaptarlo a las profundas novedades eclesiológicas aprobadas por el concilio Vaticano II; pero no solo. El Papa san Pablo VI pidió un novus habitus mentis, una renovada mentalidad, como requisito imprescindible para llevar a cabo satisfactoriamente dicha reforma. Nueva mentalidad que quedó programáticamente plasmada en los Principios directivos para la reforma del Código de Derecho Canónico, publicados en 1969. Entre ellos, el carácter “pastoral” del nuevo Código ocupa un lugar destacado.
Exigir al derecho canónico que sea “pastoral”, significa, en primer lugar, reconocerle su carta de ciudadanía en la misión de la Iglesia, que no es otra que “la salvación de las almas”. A ello debe concurrir y concurre el derecho canónico según su especificidad propia.
Pero significa también contemporáneamente, exigirle que sea estrictamente “jurídico”; es decir, que se ocupe de aquello que le corresponde dentro del amplio espectro de las tareas que la Iglesia realiza para acercar a los hombres a la salvación. Concretamente, la de ayudar a que en la comunidad cristiana se vivan realmente aquellas relaciones basadas en la justicia que son propias de la estructura recibida de su Fundador y desarrollada y precisada a lo largo de los siglos. En este sentido, abogar por un derecho canónico “pastoral”, es sinónimo de abogar por un derecho canónico “que cumpla su función específica”. Pastoralidad y juridicidad no se contraponen, sino que se reclaman mutuamente.
El Código de Derecho Canónico, promulgado por san Juan Pablo II en 1983, puede enorgullecerse de haber cumplido esta petición. Tan pastorales, es decir, favorecedoras de “la salvación de las almas”, son sus normas, como las distintas figuras que permiten no aplicarlas en determinados casos, por motivos pastorales (es decir, por favorecer, en este caso, la salvación “de cada alma”). Así, el Código aparece como una sabia articulación de normativa general y de posibilidad de no aplicarla en casos concretos, siempre con la idéntica finalidad salvífica. Sería una visión distorsionada del Código considerarlo “pastoral” únicamente porque permite en ciertos casos la relajación de las normas, pues supondría negar que la normativa general sirviese a la edificación de la Iglesia y de los fieles. Tan pastoral es el urgir el cumplimiento de una norma como dispensar de su cumplimiento. Todo dependerá del caso concreto, de lo que sea más justo en cada circunstancia determinada.
Un derecho canónico “pastoral” significa también que lo sea cuando las circunstancias cambian. Porque la evolución de la sociedad en la que la Iglesia vive y de Ella misma, supone que las normas deban adaptarse para tutelar adecuadamente los grandes bienes eclesiales −la Palabra de Dios, los sacramentos, la comunión− y para garantizar que todos puedan acceder a ellos y vivir en ellos y de ellos. Se entiende así que la pastoralidad del derecho exige su apertura a la reforma. Y se comprende que el Código de 1983 haya tenido que ser ya parcialmente reformado: de otro modo, no podría cumplir su función esencial en la Iglesia; dejaría de ser “pastoral”.
Finalmente, un derecho canónico “pastoral” no exige tan solo una elaboración y reforma “pastoral” de la normativa, sino también una formación adecuada de quienes deben observarla y aplicarla. Hacen falta canonistas con “sensibilidad pastoral”; es decir, conscientes de la importancia de su servicio específico para el bien de la Iglesia y de los fieles. También aquí se puede decir que el primer y más importante ingrediente de la “sensibilidad pastoral” del canonista es precisamente su competencia en derecho canónico, su adecuada preparación.
Si la necesidad de garantizar la pastoralidad del derecho canónico lo está llevando a sucesivas reformas, la misma razón se encuentra en las también sucesivas reformas en los estudios del derecho canónico. A la afirmación programática del decreto conciliar Optatam totius (n. 16), que pedía que se estudiara teniendo en cuenta el misterio de la Iglesia, ha seguido la constitución apostólica Sapientia Christiana de san Juan Pablo II en 1979 y −ya después de la promulgación del Código− el decreto Novo Codice de la Congregación para la Educación Católica de 2002.
La rápida transformación del contexto cultural en el que la Iglesia está llamada a realizar su misión y la necesidad de estar más cerca de las familias heridas, han aconsejado al Papa Francisco a renovar los estudios de derecho canónico con la promulgación de dos nuevos documentos a lo largo del último año.
El 8 de diciembre de 2017, el Papa Francisco promulgó la constitución apostólica Veritatis gaudium, sobre las universidades y facultades eclesiásticas, con la que se propone una mayor adecuación de éstas a la labor evangelizadora de la Iglesia.
Se trata, según el Papa, de prepararse para realizar la labor evangelizadora en un momento de transformaciones radicales: “puesto que hoy no vivimos sólo una época de cambios sino un verdadero cambio de época, que está marcado por una crisis antropológica y socio-ambiental de ámbito global… Se trata, en definitiva, de cambiar el modelo de desarrollo global y redefinir el progreso: ‘El problema es que no disponemos todavía de la cultura necesaria para enfrentar esta crisis’” (Veritatis gaudium, 3).
Ante este panorama, las instituciones dedicadas a la enseñanza de las ciencias sagradas deben ser conscientes de su cometido específico e irrenunciable. Para que puedan cumplirlo, el Papa señala una serie de criterios generales, que deben inspirar el quehacer de las universidades eclesiásticas y el método de enseñanza e investigación de todas las ciencias sagradas.
El primer criterio recuerda el carácter prioritario del kerygma y la necesidad de una reflexión científica que no se desgaje del suelo propio de la vida espiritual; el segundo afirma la metodología del diálogo; el tercero, la importancia de la interdisciplinariedad y, el cuarto, la necesidad de crear “redes” entre las distintas instituciones académicas (cfr. Veritatis gaudium, 4).
No resulta difícil intuir la fecundidad de estos criterios para el estudio y la investigación en derecho canónico; también para la formación de auténticos canonistas, capaces de aplicar pastoralmente las normas promulgadas para el bien de las almas.
El primero de los criterios resulta particularmente significativo para evitar dos tentaciones en las que puede incurrir el derecho canónico. La primera es la tentación de la “profanidad”, la de considerarse un ordenamiento jurídico más, sin reconocer la especificidad de la Iglesia, tanto de su carácter mistérico cuanto de su finalidad sobrenatural. La segunda es la de entender su servicio en términos sociológicos, tan en boga en la ciencia secular actual. Como si la tarea del derecho fuera adecuar las leyes a la demanda social, que evoluciona en su percepción de los valores y de los bienes a tutelar. Recordar la prioridad del kerygma es para el canonista una invitación a recordar que el señorío de Cristo sobre su Iglesia y, por tanto, su carácter diaconal respecto a una realidad no dictada por la sociología, sino por la inteligencia de la Revelación, tal y como el Magisterio la explica autorizadamente.
El segundo de los criterios −el del diálogo− obliga a abandonar el “espíritu de escuela”, que anquilosa la enseñanza y exime de abrir la mente a las ideas de otros canonistas. Que impide, por tanto, ese “caminar juntos” que es, además, el único modo de progresar en el conocimiento de la verdad y −en el caso del derecho canónico− de encontrar caminos para tutelar mejor los grandes bienes eclesiales.
El tercero, si se lograra aplicar, sería un antídoto eficaz contra los efectos secundarios de la especialización, siempre presentes en distintos ámbitos: piénsese en las dificultades para armonizar historia y derecho vigente en el seno de una facultad de derecho canónico, o las escasas reuniones de estudio entre canonistas y teólogos o entre canonistas y eclesiasticistas. Y, a la vez, piénsese en las enormes ventajas que se adivinan si dicha interdisciplinarierad se diera realmente. Ventajas pastorales, en la medida en que redundarían en un derecho mejor fundado y mejor considerado en ámbitos extraeclesiales.
Por último, el cuarto criterio puede leerse en clave de “necesidad”, pero también en clave de “oportunidad”. De “necesidad” en la medida en que la escasez de profesores en comparación con las instituciones académicas existentes obliga de hecho a compartir recursos y a crear redes “de socorro mutuo”. Pero, también “de oportunidad”, en la medida en que los avances tecnológicos, permiten cada vez con mayor facilidad la creación de grupos de trabajo internacionales, con el enriquecimiento que supone para todos la realización de proyectos comunes por personas que aportan distintas competencias y sensibilidades.
Al carácter inspirador de estos criterios confía el Papa la real renovación de los estudios en las distintas ciencias sagradas, así como su capacidad para abrir nuevos caminos. Se trata, en efecto, de dos dimensiones complementarias del quehacer de toda institución académica: “De hecho, estos estudios no deben sólo ofrecer lugares e itinerarios para la formación cualificada de los presbíteros, de las personas consagradas y de laicos comprometidos, sino que constituyen una especie de laboratorio cultural providencial, en el que la Iglesia se ejercita en la interpretación de la performance de la realidad que brota del acontecimiento de Jesucristo y que se alimenta de los dones de Sabiduría y de Ciencia, con los que el Espíritu Santo enriquece en diversas formas a todo el Pueblo de Dios: desde el sensus fidei fidelium hasta el magisterio de los Pastores, desde el carisma de los profetas hasta el de los doctores y teólogos” (Veritatis gaudium, 3).
Por lo que se refiere a la capacidad de abrir nuevos caminos, también las facultades de derecho canónico están llamadas a ser una suerte de “laboratorio cultural” específico. Lo serán en la medida en que, por citar tan solo algunos ejemplos entre otros, sepan proponer soluciones a los desafíos que plantea la movilidad de los fieles para su correcta atención pastoral; o garanticen una mejor selección de los candidatos al ministerio ordenado en una sociedad más secularizada y con jóvenes con historias difíciles, que les han dejado huella; o mejoren los procesos de naturaleza penal, para que se armonicen más adecuadamente la presunción de inocencia, el derecho de defensa y la protección eficaz de los más débiles y de la santidad del ministerio sacerdotal.
Por último, en cuanto a los itinerarios de formación cualificada en derecho canónico, la Veritatis gaudium repropone cuanto se había determinado en el decreto Novo Codice de 2002. Aunque los años transcurridos desde la promulgación de este Decreto hacían posible una reflexión crítica sobre sus resultados y, por consiguiente, plantear algunas reformas, no se ha considerado prudente por el momento modificar los planes de estudio para la obtención de la licenciatura y del doctorado en derecho canónico. En cualquier caso, los cuatro criterios enunciados están llamados a renovar los planteamientos de dicha enseñanza, según cuanto se ha explicado más arriba.
Una de las urgencias pastorales ante las que el Papa Francisco se ha mostrado más solícito es el de las familias heridas por la crisis o la ruptura matrimonial. La exhortación apostólica Amoris Laetitia ha invitado a todos en la Iglesia a acompañar a estas familias, para que nunca se encuentren solas en el camino y puedan acercarse a la luz que da el evangelio de Jesucristo y a su fuerza sanadora. A la vez, el Papa ha querido reformar el proceso de declaración de nulidad matrimonial, haciéndolo más accesible a todos los fieles, que tienen el derecho de que la Iglesia se pronuncie sobre la realidad de su matrimonio (motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus, 15-VIII-2015). No es necesario insistir en que “más accesible” no significa “menos seguro”, puesto que el proceso de nulidad es, por su propia naturaleza, declarativo: al ser el matrimonio indisoluble, se trata de verificar, con los medios adecuados, si dicho matrimonio se produjo o no.
El acompañamiento impulsado en la Amoris Laetitia y la reforma del proceso de declaración de nulidad tienen ambos naturaleza “pastoral”: buscan que la Iglesia procure con mayor cercanía y eficacia la salvación de las almas. Por ello, se considera, con razón, que el hecho de solicitar la nulidad del matrimonio es ya un acontecimiento pastoral, una ocasión para mostrar a las personas heridas por su fracaso matrimonial la belleza del evangelio, la solicitud de la Iglesia y la posibilidad de sanar dichas heridas, independientemente del resultado del proceso de nulidad. En efecto, el proceso de nulidad debe considerarse “pastoral”, no por su resultado concreto −afirmativo o negativo respecto a la nulidad del matrimonio juzgado− sino “en sí mismo”: en la medida en que permite a los esposos conocer la verdad sobre su matrimonio y, por lo tanto, construir su vida posterior según la verdad de su vida. A unos y a otros habrá que enseñarles la confianza en Dios, que nunca niega su gracia, que siempre abre horizontes a quienes buscan ser fieles a su Alianza.
Con todo lo dicho, se entiende que la Congregación para la Educación Católica haya encomendado a las Instituciones Académicas que imparten Derecho Canónico, la tarea de formar a los distintos agentes de pastoral que están llamados a acompañar a las familias que atraviesan esta dolorosa situación. Este es el objeto de la Instrucción Los estudios de Derecho Canónico a la luz de la reforma del proceso matrimonial, de 29 de abril de 2018, aprobada por el Papa dos días antes.
En primer lugar, merece la pena subrayar que la preparación de dichos agentes de pastoral se encomienda a las Instituciones Académicas, manteniendo de este modo el estrecho nexo que existe entre “competencia profesional” y “pastoral”. En la misma línea, se entiende que la licenciatura en derecho canónico siga siendo requisito imprescindible para ocupar los oficios señalados en el Código (vicario judicial, vicario judicial adjunto, juez, promotor de justicia y defensor del vínculo). La posibilidad contemplada de dispensa de este requisito debe pues valorarse “pastoralmente”, es decir, no olvidando que la competencia profesional es requisito imprescindible para la acción pastoral.
Por otra parte, parece claro que en la ayuda a las familias heridas no solo toman parte los oficios señalados en el párrafo anterior. El motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus ha establecido nuevas figuras. A las que se añaden otras que forman parte de la pastoral ordinaria de la Iglesia, como el párroco o los responsables de la pastoral familiar tanto a nivel parroquial como diocesano o de estructuras intermedias. El denominador común de todas ellas es la necesidad de formación, y el numerador diverso es que no todos requieren necesariamente la misma.
Esta pluralidad de situaciones es la que ha llevado a encomendar a las Instituciones Académicas que enseñan derecho canónico la elaboración de itinerarios formativos diversos, que se adapten a las necesidades reales y concretas de los distintos agentes de pastoral. Para facilitar dicha tarea, la Instrucción divide a dichos agentes en tres niveles y ofrece indicaciones precisas sobre las necesidades mínimas de cada uno de ellos. A la vez, deja un notable margen de libertad para que cada Institución realice un auténtico discernimiento pastoral a la hora de plantear sus programas.
De esta manera, la pastoral familiar, en su dimensión de acompañamiento a las que atraviesan situaciones de ruptura, queda reforzada por una formación que capacitará a sus agentes a realizar su servicio con mayor competencia; es decir, con un acercamiento al problema que, siendo también más auténticamente jurídico, sea más pastoral.
Salus animarum suprema lex. La salvación de las almas es la suprema ley de la Iglesia, la finalidad de todo el ordenamiento canónico, que contribuye a ella desde su ámbito específico.
Para ello no basta que las leyes promulgadas persigan dicho fin o que su cumplimiento pueda ser relajado cuando el bien de una persona o de una comunidad lo exija. Resulta necesario que dichas leyes sean conocidas y aplicadas por personas formadas con dicha sensibilidad. Formar auténticos canonistas es condición indispensable para que el derecho canónico pueda cumplir su finalidad, que es siempre de naturaleza pastoral.
Se comprende, pues, que el Papa Francisco se haya preocupado por reformar los estudios de derecho canónico junto a los de las restantes ciencias sagradas, para que se inspiren siempre en criterios que les permitan cumplir mejor su función. También que haya aprobado su diversificación, para garantizar la mejor preparación de cuantos están llamados a colaborar en el acompañamiento de las familias heridas. Nuevo signo de que un acercamiento pastoral a los problemas exige siempre una profunda formación, una sólida capacitación.
Nicolás Álvarez de las Asturias
Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid)
Fuente: Revista Palabra.
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