Cientos de alumnos de la Pontificia Universidad Urbaniana, escucharon con atención el mensaje que el Sumo Pontífice Emérito, Benedicto XVI, les envió con ocasión de la inauguración de un aula magna que lleva su nombre y en el que recordó que los cristianos anuncian a Jesucristo por el deber de transmitir la alegría de la buena noticia, no para ganar miembros para la Iglesia.
El Prefecto de la Casa Pontificia y secretario personal del Papa Ratzinger, Arzobispo Georg Gaenswein, compartió el mensaje en la nueva “Aula Magna Benedicto XVI” de la Urbaniana.
Esta es la tercera vez que se conoce una declaración del Sumo Pontífice Emérito luego de su renuncia al pontificado, pero es la primera vez que el texto se lee en público. Las dos primeras ocasiones fueron la carta que envió a un periodista del diario italiano La Repubblica y la entrevista que concedió para un libro sobre San Juan Pablo II.
Quisiera en primer lugar expresar mi cordial agradecimiento al Rector Magnífico y a las autoridades académicas de la Pontificia Universidad Urbaniana, a los Oficiales Mayores, y a los Representantes de los Estudiantes por su propuesta de darle mi nombre al Aula Magna reformada. Quisiera agradecer de modo particular al Gran Canciller de la Universidad, el Cardenal Fernando Filoni, por haber aprobado esa iniciativa. Es motivo de gran alegría para mí poder estar así siempre presente en el trabajo de la Pontificia Universidad Urbaniana.
Durante las diversas visitas que pude hacer como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre me impresionó la atmósfera de universalidad que se respira en esta universidad, en la que jóvenes provenientes prácticamente de todos los países de la tierra se preparan para el servicio al Evangelio en el mundo de hoy. También hoy veo interiormente ante mí, en esta aula, una comunidad formada por muchos jóvenes que nos hacen sentir de modo vivo la estupenda realidad de la Iglesia Católica.
Católica: esta definición de la Iglesia, que pertenece a la profesión de fe desde los tiempos más antiguos, lleva en sí algo de Pentecostés. Nos recuerda que la Iglesia de Jesucristo nunca miró a un solo pueblo o a una sola cultura, sino que, desde el principio, estaba destinada a toda la humanidad. Las últimas palabras que Jesús dijo a sus discípulos fueron: Haced discípulos míos a todos los pueblos (Mt 28,19). Y el día de Pentecostés los Apóstoles hablaron en todas las lenguas, manifestando así, por la fuerza del Espíritu Santo, toda la amplitud de su fe.
Desde entonces la Iglesia ha crecido realmente en todos los continentes. Vuestra presencia, queridos estudiantes, refleja el rostro universal de la Iglesia. El profeta Zacarías anunció un reino mesiánico que iría de mar a mar y sería un reino de paz (cfr. Zc 9,9). Y, de hecho, donde se celebre la Eucaristía y los hombres, a partir del Señor, se convierten entre sí en un solo cuerpo, está presente algo de aquella paz que Jesucristo había prometido dar a sus discípulos. Vosotros, queridos amigos, sed cooperadores de esta paz que, en un mundo desgarrado y violento, se hace cada vez más urgente edificar y proteger. Por eso es tan importante el trabajo de vuestra universidad, en la que queréis aprender a conocer más de cerca a Jesucristo para poder convertiros en sus testigos.
El Señor Resucitado encargó a sus Apóstoles y, a través de ellos, a los discípulos de todos los tiempos, que llevaran su palabra hasta los confines de la tierra y que hicieran a los hombres sus discípulos. El Concilio Vaticano II, retomando en el decreto Ad Gentes, una tradición constante, sacó a la luz las profundas razones de esa tarea misionera y la confió con fuerza renovada a la Iglesia de hoy.
¿Pero todavía sirve? —se preguntan muchos hoy, dentro y fuera de la Iglesia— ¿De verdad la misión sigue siendo actual? ¿No sería más apropiado encontrarse en el diálogo entre las religiones y servir juntos a la causa de la paz en el mundo? La contra-pregunta es: ¿El diálogo puede sustituir a la misión? En efecto, hoy muchos tienen la idea de que las religiones deberían respetarse mutuamente y, en el diálogo entre ellas, convertirse en una fuerza común de paz. En este modo de pensar, en la mayoría de las veces, se da por supuesto que las distintas religiones son una variante de la única y misma realidad, que religión es el género común, que asume formas diferentes según las distintas culturas, pero que, en todo caso, expresa una misma realidad. La cuestión de la verdad, la que en el origen movió a los cristianos más que a nadie, aquí se pone entre paréntesis. Se presupone que la auténtica verdad sobre Dios, en última instancia, es inalcanzable y que, como mucho, se puede hacer presente lo que es inefable solo mediante una serie de símbolos. Esta renuncia a la verdad parece real y útil para lograr la paz entre las religiones del mundo. Y, sin embargo, ¡es letal para la fe! Porque la fe pierde su carácter vinculante y su seriedad, si todo se reduce a símbolos —en el fondo intercambiables— capaces solo de remitir desde lejos al inaccesible misterio divino.
Queridos amigos, veis que la cuestión de la misión nos pone no solo ante las preguntas fundamentales de la fe, sino también ante la pregunta de qué es el hombre. En esta breve intervención, evidentemente no pretendo analizar exhaustivamente esta problemática que hoy nos afecta a todos. Quisiera, de todos modos, mencionar la dirección que debería tomar nuestro pensamiento. Y lo hago desde dos puntos de partida.
1. La opinión común es que las religiones están, por así decirlo, una junto a otra, como los continentes y los países de un atlas. Pero eso no es exacto. Las religiones están en movimiento a nivel histórico, igual que están en movimiento los pueblos y las culturas. Hay religiones en espera. Las religiones tribales son de ese tipo: tienen su momento histórico y sin embargo están a la espera de un encuentro más grande que les lleve a la plenitud.
Nosotros, como cristianos, estamos convencidos de que, en silencio, están esperando el encuentro con Jesucristo, la luz que viene de Él, la única que puede conducirles completamente a su verdad. Y Cristo las espera. El encuentro con Él no es la irrupción de un extraño que destruye su propia cultura y su historia. Es, en cambio, la entrada en algo más grande, hacia lo que están en camino. Por eso, ese encuentro es siempre, al mismo tiempo, purificación y maduración. Además, el encuentro es siempre recíproco. Cristo espera su historia, su sabiduría, su visión de las cosas.
Hoy vemos cada vez más nítidamente también otro aspecto: mientras en los países de su gran historia, el cristianismo en tantos aspectos se ha convertido en algo cansado y algunas ramas del gran árbol crecido del grano de mostaza del Evangelio se han secado y caen en tierra, del encuentro con Cristo de las religiones en espera surge nueva vida. Donde antes solo había cansancio, se manifiestan y traen alegría las nuevas dimensiones de la fe.
2. La religión en sí no es un fenómeno unitario. En ella siempre hay que distinguir muchas dimensiones. Por un lado, está la grandeza de trascender, más allá del mundo, hacia Dios eterno. Pero, por otro lado, encuentran en ella elementos surgidos de la historia de los hombres y de su práctica de la religión. Ahí se pueden encontrar, sin duda, cosas hermosas y nobles, pero también bajas y destructivas, cuando el egoísmo del hombre se apodera de la religión y, en vez de estar abierta, la transforma en encerramiento propio.
Por eso, la religión nunca es simplemente un fenómeno positivo o negativo: en ella los dos aspectos están mezclados. En sus inicios, la misión cristina percibió de modo muy fuerte sobre todo los elementos negativos de las religiones paganas que encontraba. Por esa razón, el anuncio cristiano fue en un primer momento extremadamente crítico con las religiones. Solo superando sus tradiciones, que en parte consideraba también demoníacas, la fe pudo realizar su fuerza renovadora. Sobre la base de elementos de este tipo, el teólogo evangélico Karl Barth contrapuso religión y fe, juzgando la primera de modo absolutamente negativo como comportamiento arbitrario del hombre que intenta, a partir de sí mismo, apoderarse de Dios. Dietrich Bonhoeffer retomó esa postura pronunciándose a favor de un cristianismo sin religión. Se trata sin duda de una visión unilateral que no puede ser aceptada. Sin embargo, es correcto afirmar que cada religión, para permanecer en su sitio, a la vez también debe ser siempre crítica de la religión. Claramente esto vale, desde sus orígenes y por su naturaleza, para la fe cristiana que, por un lado mira con gran respeto la profunda espera y la profunda riqueza de las religiones, pero, por otro lado, también ve de modo crítico lo que es negativo. Y no hace falta decir que la fe cristiana debe desarrollar cada vez más dicha fuerza crítica incluso respecto a su propia historia religiosa. Para nosotros los cristianos, Jesucristo es el Logos de Dios, la luz que nos ayuda a distinguir entre la naturaleza de la religión y su distorsión.
3. En nuestro tiempo se hace cada vez más fuerte la voz de los que quieren convencernos de que la religión como tal está superada. Solo la razón crítica debería orientar el actuar del hombre. Tras semejantes concepciones está la convicción de que, con el pensamiento positivista, la razón en toda su pureza haya definitivamente adquirido el dominio. En realidad, también ese modo de pensar y vivir está históricamente condicionado y unido a determinadas culturas históricas. Considerarlo como el único válido disminuiría al hombre, quitándole dimensiones esenciales de su existencia. El hombre se hace más pequeño, no más grande, cuando no hay espacio para un ethos que, por su naturaleza auténtica, remite más allá del pragmatismo, cuando ya no hay sitio para dirigir la mirada a Dios. El lugar propio de la razón positivista está en los grandes campos de acción de la técnica y de la economía, pero no agota todo lo humano. Nos corresponde a nosotros abrir cada vez más las puertas que, más allá de la mera técnica y el puro pragmatismo, conducen a toda la grandeza de nuestra existencia, al encuentro con Dios vivo.
1. Estas reflexiones —quizá un poco difíciles— deberían mostrar que también hoy, de modo totalmente distinto, sigue siendo razonable la tarea de comunicar a los demás el Evangelio de Jesucristo. Pero hay un segundo modo, más sencillo, para justificar hoy esa tarea. La alegría exige ser comunicada. El amor exige ser comunicado. La verdad exige ser comunicada. Quien ha recibido una gran alegría, no puede guardársela para sí, tiene que transmitirla. Y lo mismo vale para el don del amor, para el don del reconocimiento de la verdad que se manifiesta.
Cuando Andrés encontró a Cristo, no pudo hacer otra cosa que decirle a su hermano: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1,41). Y Felipe, que tuvo el mismo encuentro, no pudo hacer otra cosa que decir a Natanael que había encontrado a aquél sobre quien habían escrito Moisés y los profetas (Jn 1,45). Anunciamos a Jesucristo no para procurar a nuestra comunidad el mayor número posible de miembros; y mucho menos por el poder. Hablamos de Él porque sentimos el deber de transmitir la alegría que nos ha sido dada. Seremos anunciadores creíbles de Jesucristo cuando lo hayamos encontrado de verdad en lo hondo de nuestro ser, cuando, a través del encuentro con Él, se nos dé la gran experiencia de la verdad, del amor y de la alegría.
2. Forma parte de la naturaleza de la religión la profunda tensión entre la ofrenda mística a Dios, en la que nos entregamos totalmente a Él, y la responsabilidad por el prójimo y por el mundo creado por Él. Marta y María son siempre inseparables, aunque, de vez en cuando, el acento pueda recaer en una o en la otra. El punto de encuentro entre los dos polos es el amor con el cual tocamos al mismo tiempo a Dios y a sus criaturas. Hemos conocido y creído al amor (1Jn 4,16): esta frase expresa la auténtica naturaleza del cristianismo. El amor, que se realiza y se refleja de modo multiforme en los santos de todos los tiempos, es la auténtica prueba de la verdad del cristianismo.
Benedicto XVI
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