Jamás en la tierra se había oído, ni se oirá, un diálogo tan breve, y tan penetrado de sentido y de inmensidad: el encuentro del Hijo de Dios en la cruz con el hombre pecador, que clama por su misericordia
Hay hechos que son noticia un día; otros acontecimientos lo son durante unos meses, una temporada de tiempo más o menos larga; algunos quedan en la memoria de los hombres de los pueblos, años y años, siglos, y después, desaparecen también.
Sólo un hecho histórico, en la larga trayectoria del hombre sobre la tierra, será noticia hasta que el tiempo deje paso a la eternidad, y la historia del hombre concluya su caminar, que lo acabará.
Este hecho es la Muerte y la Resurrección de Jesucristo; y es noticia también en estos días, en este año.
Cada uno recibe las noticias a su manera, con su inteligencia, con su corazón, con sus sentimientos. En aquellos momentos dos hombres estaban ante la Cruz de Cristo; contemplaron a Cristo en el Calvario, y siguieron con la mirada todos los movimientos del Crucificado. Vivieron esos momentos de muy diferente manera. Desde entonces, y sin quererlo, ellos han sido y son ejemplos vivos de cómo reaccionan muchos hombres y mujeres, al contemplar la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.
Uno estaba muy cerca del Crucificado; respiraba al unísono con Él; llegaba casi a sentir el palpitar de su corazón; y abrió bien los ojos en el anhelo de no perder ni un detalle de los últimos minutos del hombre que estaba muriendo ante él.
“¿Quién morirá antes, Él o yo?”, habrá pensado.
Es Dimas, el buen ladrón.
Algo alejado del lugar donde están alzadas las tres cruces, otro hombre no apartó la mirada de la Cruz central. En silencio, esperó que sucediera algo extraordinario. Que el Crucificado bajase de la Cruz y se deshiciera de sus enemigos a golpes de fuerza.
Es Judas, el apóstol traidor.
El Calvario comienza a llenarse de oscuridad. Se desvanecen los últimos gritos y los clamores, los llantos y los lamentos de la multitud. Cada uno, caminando sin rumbo, desorientado, regresa a su casa.
El buen ladrón increpa y mandó callar a su compañero, que con sus gritos le impide vivir con atención los últimos minutos del Señor. La oscuridad se convierte, dentro de su corazón, en luz esplendorosa. Y en el rostro abatido por el cansancio, el dolor de la corona de espinas, el hambre y la fatiga, Dimas descubre la sonrisa de Cristo.
En el silencio, la oscuridad se va convirtiendo en tinieblas, en tinieblas abismales, en el corazón del hombre que, en la lejanía, mantiene fija su mirada en el hombre clavado en la Cruz, sin moverse, sin descender de ella.
Judas, “uno de los Doce” consuma su traición. Su corazón comienza a ahogarse, embotado en el odio. Cristo se obstina en no desprenderse de la Cruz; ya quedará crucificado hasta el fin del mundo entre dos ladrones. Encerrado en su rabia, Judas cierra su corazón, cierra su boca, para siempre.
Dimas, fija su mirada en Quien está a punto de exhalar el último suspiro, y eleva su espíritu a las alturas de la Cruz, a las alturas de Dios.
─“Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”.
─“Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Jamás en la tierra se había oído, ni se oirá, un diálogo tan breve, y tan penetrado de sentido y de inmensidad. El encuentro del Hijo de Dios en la cruz con el hombre pecador, que clama por su misericordia.
Judas, sin atreverse ya a alzar la voz, musita entre dientes su protesta, su rebelión, su miseria:
─ Si eres el hijo de Dios, desciende de la cruz, y todos creerán en Ti.
Sus palabras se pierden entre el rumor de las últimas voces de mando. La cohorte ha de estar preparada para el momento de la muerte de los crucificados: quebrar las piernas es el certificado de defunción.
El Señor entrega su espíritu al Padre. La sonrisa redentora de su rostro cierra las palabras finales: “Todo está consumado”.
La luz del Cielo se abre en los ojos del buen ladrón. Los ángeles le acogen en las puertas del Paraíso, y lo presentan a Dios.
La oscuridad petrifica el corazón solitario y aislado de Judas, encerrado en su soledad, en su infierno. Sus ojos se transforman en tinieblas, ante la dura mirada del diablo. Se suicida. ¿Quitará alguien jamás la piedra que cierra la entrada a su tumba?
La Cruz se desploma, vencida, en el sepulcro. El alba espera ya, en silencio anhelante, la Resurrección.
Dimas y Judas, dos maneras de mirar a Cristo. ¿Es posible la indiferencia ante el Crucificado? El Calvario seguirá siendo noticia siempre, aunque algunos quieran arrancarse los ojos para no ver las tres Cruces.
Ernesto Juliá Díaz
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