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“Pienso que las cosas están cambiando, y nosotros tenemos una influencia positiva. Cuando la familia es luminosa, cuando la familia anima, cuando la familia favorece”
Presentamos una entrevista a Mons. Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York y Presidente de la Conferencia de los Obispos de Estados Unidos, sobre la cuestión vocacional en la Iglesia actual.
* * *
Excelencia, tal vez el mejor modo para comenzar es una pregunta de fondo: ¿cuál es la comprensión de la Iglesia sobre la vocación?
Hay un sentido genérico y un sentido preciso. Y no creo que podamos hablar del sentido preciso si antes no comprendemos el genérico. Nosotros creemos —forma parte de la visión global de la Iglesia— que Dios tiene un proyecto para cada uno de nosotros. Él nos invita a vivir una existencia que nos remita a Él. Nos llama para esto. La palabra latina para llamada es vocatio. Por eso, en un sentido general, el entero significado del discipulado, de la Divina Providencia, de que Dios tiene un proyecto para nosotros, se deriva de lo que se podría llamar el sentido genérico de la vocación.
Y de algún modo, ésta es la pregunta más decisiva a la que se debe responder: ¿cómo quiere Dios que yo entregue mi vida? De modo general, sabemos que Dios quiere que tengamos una vida que nos conduzca a Él.
Un sentido particular de vocación es la manera particular a través de la cual Dios quiere que la vivamos. He aquí entonces el sacerdocio, la vida consagrada, la vida religiosa, la vida conyugal y la vida secular consagrada.
Pienso siempre que perdemos el tren si no hablamos del matrimonio como vocación. Quiero decir: ésta es la crisis más grande en la Iglesia actualmente, si me lo pregunta. Cuando sólo la mitad de nuestros católicos se casan no nos asombremos si tenemos una crisis en los números de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa.
Justamente el otro día, una joven pareja de novios me dijo que habían pedido a su párroco —y él quiso que viniesen a pedirlo a su Arzobispo— si estaba bien, para su boda en la iglesia, postrarse ambos en el suelo y cantar juntos la Letanía de los Santos. He pensado: «Wow, ¿por qué no?».
Ahora bien, aquella joven pareja: hablamos de tener un sentido de la vocación; ellos sellan su vocación. Nosotros decimos a las parejas que se casan: «Esto que vosotros dos estáis haciendo es decir que queréis ir juntos al Cielo. Queréis ayudaros uno al otro para alcanzar vuestro destino eterno. Y, obviamente, queréis hacerlo a través de la vocación al matrimonio».
¿Por qué es tan difícil para nosotros descubrir la voluntad de Dios y saber cómo vivir de acuerdo a esa voluntad?
Bueno, porque, pienso, como nos recordaría santo Tomás de Aquino, que el impulso más natural y constitutivo que todos tenemos en nuestra vida es ser felices. Nosotros nacemos queriendo ser felices. Y sabemos, por la Revelación de Dios, que el único modo para ser realmente felices en esta vida y en la otra es hacer la voluntad de Dios. Dios desea ardientemente nuestra felicidad y nos ha enseñado el camino para ser felices. Por eso, en el seguimiento de su proyecto, en el discernimiento de su voluntad, en la obediencia a su ley, nosotros alcanzaremos la felicidad en esta vida y en la otra.
Muchos creen que la Iglesia dice “no” a todo, pero nosotros no decimos “no”, la Iglesia es un gran “sí”. Sí a todo aquello que nos hace felices en esta vida y en la otra. Y nosotros sabemos por una larga experiencia —y el Señor sabe que la Santa Madre Iglesia es sabia y ha aprendido a lo largo del camino— que si tú vas contra la voluntad de Dios, finalmente no serás feliz. Con el pasar de los años, nos damos cuenta cada vez más de esto, ¿no? Es aquello que dicen los Salmos, la literatura sapiencial del Antiguo Testamento. Sacude la cabeza y dice que de aquel modo se va al encuentro del desastre.
¿Cómo ve el rol de la familia para el discernimiento de una vocación?
Sé cuán triste es hablar con un joven de su deseo de ser sacerdote, ponerse a dialogar y ver que tiene un verdadero interés, que tiene ingenio, conocimiento, entusiasmo y sinceridad, y en un cierto momento le pregunto: «¿Puedo seguir dialogando contigo? ¿Llamarte alguna vez por teléfono?». Y a veces —me parte el corazón— el joven responde: «No llame a casa porque mis padres se van a enojar si saben que estoy pensando en ser sacerdote».
Es lo que podríamos definir la parte negativa de la familia. Puedo admitir que haya una explicación benévola a esta reacción, porque los padres en el fondo quieren sólo que sus hijos sean felices, y piensan que los sacerdotes no lo son. Y si creen que los sacerdotes son ácidos y lamentosos, no quieren que sus hijos sean así. Por eso digo siempre a los sacerdotes: «Debemos ser hombres de alegría, de otra manera, ¿qué padre querrá que su hijo se haga sacerdote?».
Pienso que las cosas están cambiando, y nosotros tenemos una influencia positiva. Cuando la familia es luminosa, cuando la familia anima, cuando la familia favorece. A menudo escribo o hablo de una “cultura de las vocaciones”. Lo que entiendo por “cultura de las vocaciones” es que cuando los padres crecen en una cultura que anima a hacer la voluntad de Dios y que alienta a quien desea hacerse sacerdote, no hay duda de que se hacen sacerdotes. Yo he crecido en esta cultura. Cuando dije a mis maestros en la escuela: «Pienso en ser sacerdote», se iluminaron e hicieron lo posible por animarme. Y también mi párroco. Y mis familiares. Y los vecinos. Y la parroquia. Recuerdo que un día —habré tenido 9 o 10 años— había ido a cortarme el cabello, y el peluquero me preguntó: «¿Qué quieres ser cuando seas grande?». Y yo respondí: «Quiero ser sacerdote». El peluquero no era ni siquiera católico, pero me dijo: «Oye, ¿no es fantástico?». Ésta es la cultura de las vocaciones de la que tiene necesidad la Iglesia.
Temo que, por un cierto tiempo, hemos tenido una cultura que ha desanimado las vocaciones. Y a veces de esto han formado parte también las familias. Quedo siempre maravillado, cada vez que celebro la ordenación de un sacerdote, de cómo a menudo ésta se transforma en la ocasión de una recuperación para la fe de la familia que se había alejado. Y a veces tenemos hoy en la Iglesia jóvenes ordenados que son neo-conversos. Fueron educados por católicos de modo no muy entusiasta, habían abandonado la fe, en general en la época de la escuela superior y en la universidad, y luego reencuentran la fe y la abrazan hacia los 20 años, y de aquí surge la vocación. Para la familia, mientras tanto, la fe está en el olvido, en su mayoría no son contrarios sino indiferentes. Y muy a menudo, cuando me encuentro con los seminaristas, me dicen: «Mi familia está un poco turbada con mi opción», o «mi familia no sabe cómo manejar esto», o «mi familia sigue tratando de hacerme cambiar de idea». Pero con bastante frecuencia la ordenación es una ocasión de unidad familiar y la familia vuelve a la práctica de la fe y están alegres por la opción de su hijo, sobre todo cuando ven una cultura de las vocaciones en el seminario; cuando ven feliz al propio hijo; cuando ven buenas personas en torno a él que comparten sus valores y el sentido de aquella llamada. Y éste es un milagro que ocurre.
Se usa a veces la expresión de que estamos viviendo una nueva primavera de las vocaciones. ¿Usted está de acuerdo?
Bueno, lo vemos en la Iglesia universal. Lo vemos en África; lo vemos en Asia; lo vemos en partes de América central y de Europa oriental. Lo vemos en diversos movimientos. Creo que debemos ser realistas. Pienso que estamos todavía en los comienzos de marzo, por lo que es un poco pronto para decir que es primavera. La Iglesia vive sabiendo siempre que la primavera llega. Pero debemos ser realistas.
Creo que la verdadera respuesta es lo que hemos dicho al comienzo: la renovación de un significado de vocación en el más amplio sentido dado por la Iglesia. Pero, de algún modo, no implica aquel mínimo denominador común de predicar que “todos tienen una vocación”. Digo siempre a mis sacerdotes que cuando deben predicar sobre las vocaciones al sacerdocio, lo deben hacer de modo directo, no apologético —no diluyéndolo, diciendo «no quiero desvalorizar las otras vocaciones», o «qué bello sería ordenar hombres casados», cosas de ese estilo. Finalmente, la gente está confundida: ¿cómo se hace para dar un mensaje fuerte sobre las vocaciones sacerdotales?
Debemos hablar de las vocaciones sacerdotales de modo directo e inmediato. Sí. Pero, al mismo tiempo, no debemos olvidar nunca en nuestra predicación ordinaria desarrollar un sentido de la Providencia de Dios, que Dios tiene un proyecto sobre todos nosotros, que la cuestión más importante en la vida, como nos recuerda san Ignacio de Loyola, es que todo lo que hacemos esté ordenado a nuestra salvación eterna. Tenemos la Providencia, tenemos nuestro destino eterno y desarrollamos un sentido de nuestro ser administradores.
Por administradores quiero hacer referencia a que Dios nos ha dado todo, incluso el próximo respiro que hacemos, como don abundante y totalmente inmerecido. Por eso queremos vivir una respuesta de humilde gratitud y ejercer un cuidado adecuado de aquellos dones, para que sean usados para alcanzar tanto el destino eterno como el amor y el servicio hacia el prójimo. Si nosotros conseguimos estas tres cosas… sentido de la Providencia, sentido de nuestra salvación eterna y sentido de ser administradores, estas son las tres virtudes bíblicas de las cuales estoy convencido que surgirán las vocaciones. Con ellas se debe siempre unir nuestra predicación. Y es esto lo que nos llevará a la primavera.
¿Qué consejo daría a un joven que piensa en el sacerdocio?
En primer lugar, sentido del discipulado. Se comienza cultivando una relación con Jesucristo. Queremos conocer a Jesús, le hablamos, le decimos que tenemos necesidad de Él, que lo amamos, que sin Él no podemos hacer nada. Le decimos que Él es nuestro Señor y Salvador, pero le decimos también que lo consideramos nuestro mejor amigo. Le decimos que queremos pasar el resto de nuestra vida, aquí y en la eternidad, con Él. Le pedimos su gracia y misericordia y virtud. Leemos su Evangelio. Estamos frente a Él en su presencia eucarística. Deseamos con todo el corazón recibirlo en la santa Comunión, deseamos con todo el corazón escuchar la certeza de su misericordia en el sacramento de la Reconciliación; deseamos con todo el corazón compartir todo esto con buenos amigos en una comunidad sana; deseamos con todo el corazón encontrarlo en el rostro de los pobres, en nuestros actos de servicio. El Papa Benedicto XVI nos lo ha enseñado a todos en su homilía inaugural: «Yo os llamo a la santidad, que es la amistad con Jesús».
Si un joven me dice: «Pienso realmente en convertirme en sacerdote, por eso haría bien en trabajar sobre mi vida espiritual», yo creo que será recompensado. Trabaja sobre tu vida espiritual, pon lo mejor de ti para rezar, participa frecuentemente en la Misa, ama recibir a nuestro Señor en la santa Comunión y pasar tiempo visitándolo, ama las Sagradas Escrituras, sumérgete en la vida de los santos, busca conocer mejor tu fe católica, cultiva amistad con aquellos que comparten tus valores, ama a la Iglesia y a tu parroquia, involúcrate en obras de servicio. Todas estas cosas intensifican una vida de amistad con Jesús, que significa santidad. Si hacemos todo esto, si desarrollamos la santidad, si desarrollamos el discipulado, entonces la llamada al sacerdocio vendrá.
(*) Entrevista de Matthew E. Bunson
Fuente: Diócesis de Porto-Santa Rufina
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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