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Discurso de Mons. Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, a la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, de la que es Presidente, el pasado 15 de noviembre.
El texto original en inglés se puede leer aquí
* * *
«¡El amor a Jesucristo y a Su Iglesia debe ser la pasión de nuestras vidas!».
Mis hermanos en el episcopado: Es con esta exhortación estupendamente sencilla del Beato Papa Juan Pablo II que comienzo mis reflexiones esta mañana.
«¡El amor a Jesucristo y a Su Iglesia debe ser la pasión de nuestras vidas!».
Ustedes y yo tenemos como deber sagrado, surgido de nuestra íntima unión sacramental con Jesús, el Buen Pastor, el amar, querer, cuidar, proteger, unir en la verdad, el amor y la fe… pastorear… Su Iglesia.
Ustedes y yo creemos con todo nuestro corazón y alma que Cristo y Su Iglesia son uno.
Esa verdad nos ha sido transmitida desde nuestros predecesores, los apóstoles, especialmente San Pablo, que aprendió aquella ecuación en el camino a Damasco y que nos enseña con tanta ternura que la Iglesia es la esposa de Cristo, que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, que Cristo y Su Iglesia son uno.
Esta verdad ha sido defendida por los obispos que nos precedieron, algunas veces e incluso también hoy, al precio de “cárcel, fuego y espada”.
Esa verdad —que Él, Cristo, y ella, Su Iglesia, son uno— humedece nuestros ojos y pone un nudo en nuestras gargantas mientras susurramos con De Lubac: «Porque, ¿qué podría conocer yo de Él, sin ella?».
Cada año volvemos a esta sede primada de John Carroll para reunirnos como hermanos en el servicio a Él y a ella. Analizamos proyectos, seguimos la agenda, votamos por documentos, renovamos prioridades y escuchamos informes.
Pero, una cosa que no podemos olvidar, una lección que ya sabíamos antes de que saliéramos del avión, tren o coche, es que “¡el amor a Jesucristo y a Su Iglesia debe ser la pasión de nuestras vidas!” Casi no teníamos que venir a esta venerable arquidiócesis para aprenderlo.
Quizá, hermanos, nuestro reto pastoral más apremiante el día de hoy es reclamar esa verdad, restaurar el brillo, la credibilidad, la belleza de la Iglesia “siempre antigua, siempre nueva”, renovándola como el rostro de Jesús, así como Él es el rostro de Dios. Quizá nuestra prioridad pastoral más apremiante es dirigir a nuestra gente para ver, encontrar, escuchar y abrazar de nuevo a Jesús en y a través de Su Iglesia.
Porque, como nos dicen las estadísticas escalofriantes que no podemos ignorar, cada vez hay menos de nuestra amada gente —y ni se diga aquellos que están fuera de la casa de la fe— que está convencida de que Jesús y Su Iglesia son uno. Como se pregunta el P. Ronald Rolheiser, podemos estar viviendo en una era post-eclesial, donde la gente parece preferir
un Rey pero no el reino,
un pastor pero no el rebaño,
creer sin pertenecer,
una familia espiritual con Dios como mi padre, mientras yo sea el único hijo,
“espiritualidad” sin religión,
fe sin los fieles,
Cristo sin Su Iglesia.
Así se desvían de ella, se enfadan con la Iglesia, se vuelven flojos, se unen a otras iglesias, o simplemente la dejan completamente.
Si esto no nos causa estremecimiento a nosotros pastores, no sé entonces que lo hará.
Las razones son múltiples y bien ensayadas, y las tenemos que tomar en serio.
Somos rápidos para añadir que hay también muchas buenas noticias en la Iglesia, con pruebas abundantes de que la mayoría del Pueblo de Dios se mantiene firme en la sabiduría revelada de que Cristo y su Iglesia son uno. Hay noticias particularmente esperanzadoras de que los jóvenes, los nuevos conversos y los nuevos ingresos aún están magnetizados por esa verdad. Esta realidad fue patente para muchos de nosotros hace tres meses en Madrid, o hace seis meses en la Vigilia Pascual, o diariamente en la fe maravillosamente profunda y radiante de los inmigrantes católicos que aún son un don muy bienvenido —aunque sean tristemente maltratados— para la Iglesia y para la tierra que amamos.
Pero permanece un reto apremiante para nosotros renovar el atractivo de la Iglesia y la convicción católica de que Cristo y Su Iglesia son uno.
El próximo año, que esperamos con entusiasmo como un Año de Fe, marca medio siglo desde la apertura del Concilio Vaticano II, que nos mostró como la Iglesia llama al mundo a ir hacia adelante, no hacia atrás.
Con frecuencia, nuestro mundo nos quiere hacer creer que la cultura está a años luz adelante de una Iglesia lánguida y moribunda.
Pero claro, nos damos cuenta de que la realidad es lo opuesto: la Iglesia invita al mundo a un lugar fresco, original, no a uno rancio o anticuado. Siempre es un riesgo para el mundo escuchar a la Iglesia, porque ella provoca al mundo a “remar mar adentro”, a promover y proteger la inviolable dignidad de la persona humana y de la vida humana; a reconocer la verdad acerca de la vida arraigada en la razón y en la naturaleza; a proteger el matrimonio y la familia; a abrazar a quienes sufren y padecen; a preferir el servicio al egoísmo; a nunca sofocar la libertad para saciar la sed profunda de lo divino que, como bien lo sabían los poetas, filósofos y campesinos de la tierra, nos hace genuinamente humanos.
La Iglesia ama al mundo de Dios como lo amó su único Hijo engendrado. Ella dice sí a todo lo que es bueno, decente, honorable y ennoblecedor en el mundo, y sólo dice no cuando el mundo mismo niega la dignidad de la persona humana… y, como nos recuerda el P. Robert Barron, «¡decir ‘no’ a un ‘no’ resulta un ‘sí’!».
Invitar a nuestra amada gente, y al mismo mundo, a mirar a Jesús y a su Iglesia como uno, es, por supuesto, la tarea de la Nueva Evangelización. Sin duda, el Papa Benedicto nos hablará de esto durante nuestras próximas visitas ad limina, y también anticipamos con entusiasmo el sínodo del otoño próximo sobre la Nueva Evangelización. Jesús llamó primero a pescadores y luego los transformó en pastores. La Nueva Evangelización nos lleva a recuperar el papel de pescadores. Quizá deberíamos empezar a llevar cañas de pescar en vez de báculos.
Dos observaciones sencillas podrían ser oportunas mientras nosotros, como sucesores de los apóstoles, abrazamos esta tarea urgente de invitar a nuestra gente y nuestro mundo a ver a Jesús y Su Iglesia como uno.
Primero, resistimos la tentación de mirar a la Iglesia como un sistema de energía organizacional y soporte que requiere de mantenimiento.
Como nos comentó recientemente el Santo Padre en su tierra natal, Alemania: «Algunos miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De este modo, la Iglesia aparece únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la ‘Iglesia’».
La Iglesia que amamos apasionadamente ciertamente no es un club de rigoristas, incómodo y pasado de moda, con una burocracia medieval, reglas humanas tontas sobre membretes lujosos, un movimiento más plagado de disputas, opiniones y desacuerdos.
La Iglesia es Jesús enseñando, curando, salvando, sirviendo, invitando; es Jesús muchas veces “herido, ridiculizado, maldecido y profanado”.
La Iglesia es una communio, una familia sobrenatural. La mayoría de nosotros, alabado sea Dios, nacimos dentro de ella, como nacimos dentro de nuestras familias humanas. Así, la Iglesia está en nuestro ADN espiritual. La Iglesia es nuestro hogar, nuestra familia.
En El Poder y la Gloria, cuando la niña le pregunta al Cura Whisky sin nombre por qué no renuncia simplemente a su fe católica, él responde: «¡Es imposible! ¡De ninguna manera! Está fuera de mi poder».
Graham Green narra: «La niña escuchó intensamente. Entonces ella dijo: ‘Ah, ya veo; es como una mancha de nacimiento’».
Para utilizar una palabra católica, ¡Bingo! Nuestra Iglesia es como una mancha de nacimiento. Fundada por Cristo, la Iglesia tiene su inicio en Pentecostés, pero su origen está en la Trinidad. Sí, su origen está en la historia, como lo fue la encarnación, pero su origen está fuera del tiempo.
Nuestra tarea urgente para recuperar “el amor de Jesús y Su Iglesia como la pasión de nuestras vidas” nos convoca no hacia dentro de nosotros mismos, sino a Nuestro Señor. Jesús prefiere profetas, no programas; santos, no soluciones; conversión de corazones, no llamadas a la acción; oración, no manifestaciones: Verbum Dei (palabra de Dios) más que nuestra verborrea.
Dios nos llama para ser sus hijos, salvados por nuestro hermano mayor, Jesús, en una familia sobrenatural que se llama la Iglesia.
Ahora, y aquí está el número dos: puesto que somos una familia espiritual, no nos debería sorprender que la Iglesia tenga dificultades, problemas… para usar el vocabulario de un talk-show, nuestra familia sobrenatural tiene algo de “disfuncional”.
Como comentó Dorothy Day: «La Iglesia es la novia radiante de Cristo; pero sus miembros a veces actúan más como la mujer escarlata de Babilonia».
Pareciera, hermanos obispos, que el mundo quiere que olvidemos cada enseñanza de la Iglesia salvo la única verdad que nuestra cultura está exuberantemente ansiosa de abrazar y gritar: ¡la pecaminosidad de sus miembros! ¡Esta es la única doctrina católica ante la que la sociedad inclina su cabeza y hace genuflexión con devoción de cruzados!
También nosotros la profesamos. Con contrición y pesar profundo, reconocemos que los miembros de la Iglesia —empezando por nosotros— ¡somos pecadores!
Pero hay una gran diferencia: nosotros que creemos en Jesucristo y en su Iglesia una, santa, católica y apostólica interpretamos la pecaminosidad de sus miembros no como una razón para descartar la Iglesia o sus verdades eternas, ¡sino para abrazarla más! La pecaminosidad de los miembros de la Iglesia nos recuerda precisamente cuánto necesitamos de la Iglesia. La pecaminosidad de sus miembros no es nunca una excusa, sino una súplica, para ponernos a su costado herido en el Calvario desde donde fluye la vida sacramental de la Iglesia.
Como Él, ella, también, tiene heridas. En lugar de alejarse de ellas, o de esconderlas, o de negarlas, sería lo mejor para ella mostrarlas, como Él lo hizo en aquella primera noche de Pascua.
Como Mons. John Tracy Ellis solía introducir sus clases de historia de la Iglesia: «Señoras y señores, estén preparados para descubrir que el Cuerpo Místico de Cristo tiene muchas verrugas».
Y nosotros amamos aún más apasionadamente a nuestra novia con arrugas, verrugas, y heridas.
Nosotros los obispos nos arrepentimos también. Por lo menos dos veces al día —en la Misa y en las Completas— pedimos misericordia divina. Con frecuencia nos acercamos al sacramento de la penitencia.
Una cosa en la que ambos lados del espectro ideológico católico por fin están de acuerdo es acerca de la respuesta a esta pregunta: Cuando la gente se enoja con la Iglesia o la dejan ¿a quién hay que culpar? ¿Cuál sería su respuesta unánime?
¡Qué gusto conocerles! Nosotros somos la causa, como no se cansan de decirnos.
Nos pueden consolar voces menos estridentes asegurándonos de que eso no es verdad. Es agradable oírlo…
Sin embargo, nosotros rezamos con sinceridad y con frecuencia “mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa” (por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa); y no tenemos que esperar hasta el primer domingo de Adviento para hacerlo.
Como observó Gregorio el Grande hace quince siglos: «La Iglesia se ve adecuadamente como el amanecer, el amanecer sólo nos indica que se acabó la noche. No revela el resplandor total del día. Mientras disipa las tinieblas y da la bienvenida a la luz, presenta a ambas… así también la Iglesia».
Señores obispos, gracias por escuchar.
Estoy viendo pastores, pescadores de hombres, líderes, amigos.
Miro a 300 hermanos y cada uno tiene un anillo en su dedo, porque ya estamos comprometidos, estamos casados.
Nuestra consagración episcopal nos ha configurado tan íntimamente con Jesús que Él nos comparte a Su novia, la Iglesia.
No hay nada que disfrutemos más que ayudar a nuestra gente, y a todos los demás, para que lo conozcan mejor a Él y a ella. Esa es la descripción de nuestro trabajo.
Porque “¡el amor a Jesús y a Su Iglesia es la pasión de nuestras vidas!”.
Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York
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