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Para que la Iglesia esté realmente abierta a las necesidades del mundo, ella debe desmundanizarse; sólo así puede testimoniar, con palabras y obras, aquí y ahora, el amor de Dios
Benedicto XVI se reunió en el Konzertaus de Friburgo con los católicos alemanes comprometidos en diversas iniciativas de acción social (25-IX-2011). Les dijo que hoy la Iglesia —institución de salvación— necesita redescubrir su auténtica misión. Para ello, ha de evitar la mundanización (separarse de lo mundano: es decir, de lo que en el mundo se opone a Dios), concretamente por tres motivos: la presión del ambiente externo, la fidelidad a su propia vocación y las exigencias de la caridad.
Lo primero que hay que cambiar
Primero, la Iglesia debe desmundanizarse, para no dejarse llevar por las pretensiones y condicionamientos sociológicos.
Ante la actual situación de disminución de la práctica religiosa y de distanciamiento de muchos bautizados respecto a la Iglesia, cabe preguntarse: ¿No debe cambiar la Iglesia, adaptándose al tiempo presente para llegar a las personas que la necesitan?
A este propósito relató cuando a la beata Madre Teresa le preguntaron por lo primero que debería cambiar en la Iglesia. «Su respuesta fue: usted y yo». Así es, dice Benedicto XVI, porque la Iglesia somos todos los bautizados (no sólo la jerarquía, el Papa y los obispos). Y «cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una conversión continua».
Con otras palabras, añadía: la Iglesia ha de cambiar no primeramente para restaurarse como un edificio, o para enderezar el rumbo en su camino; sino ante todo en razón de su misión: «la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión». Una misión que implica tanto la experiencia o el testimonio personal de los apóstoles (cf. Lc 24, 48), como las relaciones que han de establecer: «Haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19); como también el mensaje universal que han de transmitir: «Proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15).
Y mirando a la realidad, señala el Papa: «Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, el testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje». Por eso señala la necesidad de que la Iglesia «se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima» (Pablo VI, Eclesiam suam, 24). Este es el primer motivo por el que la Iglesia «debe en cierta medida ser desmundanizada».
La fidelidad a la misión
En segundo lugar, la Iglesia debe desmundanizarse para ser fiel a su misión, que consiste en continuar y hacer presente —aquí y ahora, en cada momento histórico— la Encarnación del Hijo de Dios, para difundir su amor y ofrecerlo al mundo. Con tal fin, «la Iglesia debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo y dedicarse a ellas sin reservas».
De nuevo el Papa mira a la realidad: «En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia contraria, la de una Iglesia que se acomoda a este mundo, llega a ser autosuficiente y se adapta a sus criterios. Por ello da una mayor importancia a la organización y a la institucionalización que a su vocación a la apertura». (Es esta una segunda causa de mundanización, que no viene de fuera, sino de dentro de la Iglesia misma).
En un cierto sentido, observa Benedicto XVI, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización (asociadas a expropiaciones de bienes, cancelación de privilegios, etc.), que han contribuido a su purificación y reforma interior, y de esta manera han hecho más creíble su actuación misionera.
La verdadera apertura al mundo consiste en esto: «La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así a Aquel del que toda persona puede decir, con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad».
Pues bien, «mediante este estilo de apertura al mundo, propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado». No se trata de «una nueva táctica», sino de buscar «la plena sinceridad», «la plena identidad», «quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero en realidad no son más que convenciones y hábitos». Y ello supone mostrar de nuevo la verdadera exigencia cristiana, el escándalo de la Cruz, que ha quedado desgraciadamente ensombrecido por «los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe», y escondido «detrás de la ineptitud de sus mensajeros».
La caridad, síntesis y fruto de la misión
Y así llegamos al tercer motivo para evitar la mundanización, que no significa separarse del mundo sino todo lo contrario. El motivo definitivo es el de la caridad; es decir, el amor de a Dios y al prójimo, que están íntimamente relacionados. La caridad es la síntesis y el fruto de la misión de la Iglesia. «Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres —tanto a los que sufren como a los que los ayudan—, precisamente en el ámbito social y caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana», pues la caridad es esencial a la Iglesia (cf. Enc. Deus caritas est, n. 25).
Una mirada a la realidad indicaría la verdad de esa aparente paradoja: para que la Iglesia esté realmente abierta a las necesidades del mundo, ella debe desmundanizarse; sólo así puede testimoniar, con palabras y obras, aquí y ahora, el amor de Dios. Ahora bien, reconoce el Papa, para la Iglesia como comunidad y para cada cristiano, servir con la sencillez de un gran amor en el mundo es «al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a sí mismo».
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La participación de los cristianos laicos en la misión de la Iglesia
A la luz de estas lecciones de la experiencia histórica, que ofrece Benedicto XVI a la Iglesia, cabe subrayar la parte que cada uno de los cristianos, especialmente los cristianos laicos, pueden incorporar a sus vidas.
Primera lección: ante la presencia del pecado en el mundo (lo mundano), se requiere una intensa vida cristiana, hecha de conversión permanente y testimonio (coherencia) personal (oración, sacramentos), también para no dejarse contagiar por el secularismo (vivir “como si Dios no existiese”).
Segunda: ante la preocupación excesiva por la organización e institucionalización eclesiástica, conviene recordar las “dos tentaciones” de las que Juan Pablo II prevenía a los fieles laicos: por una parte, centrarse excesivamente en las tareas intraeclesiales (que sin duda son necesarias), descuidando sus responsabilidades en el mundo profesional y cultural, económico y político; por otra parte, legitimar la separación entre la fe y la vida corriente (cf. Christifideles laici, n. 2).
De ahí que, siguiendo los consejos de Benedicto XVI, convenga redescubrir la importancia del servicio a los demás, siendo competentes en la propia tarea (condición para ordenar las realidades terrenas al Reino de Dios), usando sobriamente los bienes temporales, transformando la sociedad desde la unidad de vida que brota de la autenticidad cristiana, y con la fuerza “escandalosa” de la Cruz.
Tercera: ante el imperativo de la caridad, la urgente necesidad de mostrar, con hechos y de verdad, que el centro del mensaje cristiano es el amor a Dios y al prójimo. Sin esto no se realiza la misión de la Iglesia, por no decir que el mundo no se sostiene. Por eso un cristiano o una familia cristiana se replantean a diario cómo pasar del amor como simple palabra, fácil de pronunciar, al amor vivido con hechos. Dostoyevski decía que el amor en sueños es romántico, pero en la realidad exige la vida. Ahí está el reto.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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