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La interpretación de la oración de Getsemaní, en el segundo volumen del libro ‘Jesús de Nazaret’, de Benedicto XVI, ilumina la comprensión y vivencia de la oración
El Greco contempló la agonía de Jesús en el Huerto de Getsemaní, ese momento de particular intensidad en la oración del Señor. Ahí se condensa, por decirlo así, su amor y obediencia al Padre para el bien de la humanidad; y, por tanto, su disposición a tomar en sus manos el cáliz amargo de la Pasión, que sostiene el ángel. Éste aparece con la túnica dorada de la gloria, también para consolarle.
La luz de la luna hace brillar la figura de Jesús, ensalzada por la roca que le cubre. Hay una diagonal que baja desde el ángel hasta Jesús y desemboca en los soldados que se disponen a prenderle (abajo a la derecha). Todo ello como expresión de la voluntad del Padre que Jesús está abrazando, en la unidad de amor del Espíritu Santo.
Bajo el ángel, arrebujados en sus vestidos, están los apóstoles, cercanos pero soñolientos y como empequeñecidos. Han dejado solo al Señor, a pesar de su petición: «Velad y orad».
La túnica exterior de Jesús, de color azul, cae al suelo como para indicar su humillación (“kénosis”), el dejar su poderío divino; así queda de relieve el sacrificio (la túnica interior, roja) que Jesús lleva a cabo en su pasión y muerte: su ofrenda al Padre y su servicio salvador a todas las personas del mundo.
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El "misterio de las dos voluntades"
La oración cristiana vive de la oración de Cristo. Como muchos antes que él, Benedicto XVI contempla especialmente, en el volumen segundo de su libro Jesús de Nazaret, la oración del Señor en el Huerto de Getsemaní, al comienzo de su pasión.
Según el Evangelio de San Marcos, Jesús rezó, caído en tierra, de esta manera: «Abbá, Padre; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (14, 36). El Evangelio de San Juan recoge otras palabras paralelas pronunciadas el Domingo de Ramos: «Padre, líbrame de esta hora (…). Padre, glorifica tu nombre» (12, 27s).
Observa Joseph Ratzinger que aquí aparece una contraposición entre dos voluntades: la “voluntad natural” de Jesús como hombre, que se resiste a sufrir; y su voluntad como Hijo que se abandona a la voluntad del Padre.
Según el Papa, las palabras que recoge San Juan iluminan el misterio de estas “dos voluntades”, pues ponen de relieve la conciencia que Jesús tenía de su misión. Misión que, en último término tiene como fin que Dios sea glorificado (conocido y amado por el hombre, no sólo como desde fuera, sino participando de su vida íntima: en eso consiste, según San Ireneo, propiamente la “vida” del hombre).
Escribe Benedicto XVI: «Jesús pronunció las dos peticiones, pero la primera, la de ser ‘librado’, se funde con la segunda, en la que ruega por la glorificación de Dios en la realización de su voluntad; así el conflicto en lo más íntimo de la existencia humana de Jesús se recompone en la unidad» (p. 186). Esto es una importante afirmación, porque apunta a la resolución de ese “misterio de las dos voluntades”, que, de esta manera, no quedan como yuxtapuestas en paralelo, sino unificadas por la obediencia (amorosa) de Jesús.
Y se pregunta el Papa si bastaría, entonces, decir que esta oración de Jesús implica una distinción entre la voluntad del hombre Jesús y su voluntad como Dios (así se ha visto con frecuencia). El Concilio de Calcedonia (451) estableció que en la única Persona del Hijo de Dios se unían las dos naturalezas, la humana y la divina “sin confusión ni división”. Hoy, señala Benedicto XVI, conviene explicar más profundamente ese misterio, dejar más claro que la voluntad de Jesús no queda absorbida por la de Dios; pues, de ser así, Jesús quedaría como un hombre sin voluntad, dejaría de ser hombre.
Jesús se identifica con la voluntad del Padre
Ya en el siglo VII San Máximo el Confesor explicó que la voluntad humana o “natural” de Jesús permanecía como tal, y al mismo tiempo asumía la voluntad divina. Con ello la voluntad humana alcanza su cumplimiento, y no su destrucción. En el pecador, su voluntad natural se resiste a unirse con la voluntad de Dios, y en esa medida esclaviza al propio hombre y lo empequeñece.
Pues bien, según Benedicto XVI, la voluntad herida del hombre queda restaurada por Jesús: «Jesús restaura la voluntad natural del hombre (…) y restablece así al hombre en su grandeza» (p. 190).
De esta manera la petición “no se haga mi voluntad sino la tuya”, no manifiesta sin más la oración del “hombre” ante “Dios”; sino que «es realmente una oración del Hijo al Padre, en la que la voluntad natural humana ha sido llevada por entero dentro del Yo del Hijo (…). Pero este ‘Yo’ ha acogido en sí la oposición de la humanidad y la ha transformado, de modo que, ahora, todos nosotros estamos presentes en la obediencia del Hijos, hemos sido incluidos dentro de la condición de hijos» (p. 191). Y esto queda subrayado por el hecho de que Jesús empleara la palabra Abbá, con la que los niños judíos se dirigían al padre de familia (pero en modo alguno a Dios), lo que revela la última esencia de la relación entre Jesús y su Padre.
Jesús se ofrece como sacerdote, para darnos la verdadera vida
Así se entiende bien lo que afirma la Carta a los Hebreos sobre la oración de Jesús en Getsemaní, al decir que Cristo rezó al Padre «a gritos y con lágrimas» (5, 7). Este gritar y suplicar significa, según Benedicto XVI, que Jesús ejerció así su sumo sacerdocio: su obediencia es la que consumó su consagración sacerdotal: «Precisamente en esto, en su auto-donación, (…) Cristo se ha convertido en sacerdote en el verdadero sentido» p. 194).
La Carta a los Hebreos añade: «… y por su actitud reverente fue escuchado». Esto quiere decir, para Joseph Ratzinger, no sólo que el Padre envió al ángel para que lo confortara, sino y sobre todo, que lo resucitó. Más aún: no sólo lo salvó personalmente de las consecuencias de la muerte, sino que convirtió la muerte de Jesús en una muerte «por los otros». Y así la cruz se convirtió en el camino para la gloria de Dios, que es vida de los hombres:
«Desde la cruz viene a los hombres una vida nueva. En la cruz, Jesús se convierte en fuente de vida para sí y para todos. En la cruz, la muerte queda vencida. El que Jesús fuera escuchado afecta a la humanidad en su conjunto: su obediencia se convierte en vida para todos» (p. 196).
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Esta interpretación de la oración de Getsemaní ilumina la comprensión y vivencia de la oración. Apuntemos aquí tres consecuencias, en relación con la Iglesia, la oración cristiana y la oración misma de Jesús.
La misión de la Iglesia: gloria de Dios y salvación de los hombres
El misterio de las “dos voluntades” (de Jesús, como hombre que pide ser salvado y como Hijo, que quiere la gloria del Padre) representa los dos aspectos de la misión de la Iglesia: la salvación de los hombres y la gloria de Dios; aquí se ve que no son dos fines yuxtapuestos. Dios no es un contrincante del hombre, sino su Padre, su creador y su redentor, el que le hace posible vivir plenamente. La salvación del hombre, su vida verdadera, no está “al lado de” y mucho menos “contra” la gloria de Dios; sino que consiste precisamente, como dice San Ireneo, “en” la gloria de Dios.
La oración del cristiano no es individualista; siempre acontece en la familia de Dios
De ahí también que cuando un cristiano reza auténticamente, su oración no es en modo alguno individualista o intimista; al contrario, se abre a la oración de la Iglesia entera (que nace y vive de la oración de Jesús), familia de Dios. Por eso la oración de cada cristiano ha de configurarse según la “escuela” de la oración litúrgica (la celebración de la Misa y de los otros sacramentos, y la Liturgia de las Horas). El modelo y el corazón de la oración es siempre la oración del Hijo ante su Padre, intercediendo y ofreciéndose por sus hermanos.
A este propósito conviene recordar otra oración de Jesús a su Padre, que recoge la Carta a los Hebreos: «Me preparaste un cuerpo; (…) aquí vengo (…) para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5-7; cf. Ps 40, 7). Aquí se manifiesta la actitud sacerdotal de Jesús durante toda su vida (no solamente en su pasión y muerte). Participando de esta actitud, la oración en la vida ordinaria del cristiano (en medio de sus tareas familiares, profesionales y sociales) es manifestación de su “alma sacerdotal” (en palabras de San Josemaría Escrivá).
El “cuerpo” del que Jesús habla no es sólo su Cuerpo como hombre, sino también su Cuerpo místico, es decir la Iglesia, al que están llamados todas las personas del mundo, particularmente los más sufrientes y necesitados. La Trinidad ha preparado para Cristo ese cuerpo que es la Iglesia, para que, especialmente a través de los cristianos laicos, la vida de Cristo se encarne y vivifique todas las realidades humanas.
El Espíritu Santo, protagonista íntimo de la oración en el Cuerpo místico
En la oración misma de Jesús cabría subrayar la acción del Espíritu Santo. Pues, en efecto, el Espíritu es el que, en último término, actúa de modo que la voluntad humana de Jesús se identifique con la de su Padre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 475). El Espíritu Santo es también quien unifica y vivifica, por el amor, a todos los cristianos en el Cuerpo místico de Cristo. Y, por tanto, es el que hace, más allá de nuestros pobres esfuerzos pero contando con ellos, que nuestra oración sirva a la gloria de Dios (el resplandor de su amor) y al bien de todos los hombres.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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