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Preguntarse si explicamos, y sobre todo vivimos así los cristianos: desde el centro de la Eucaristía, primero Dios y, como consecuencia, bien real, el compromiso por los demás
Uno de los más importantes pintores del renacimiento español, Juan de Juanes (h. 1510-1579) es el autor del cuadro La Última Cena (Museo del Prado). Recoge lo que constituye el centro de la vida y del mensaje de Cristo, y también del cristianismo. En efecto, partir de la Eucaristía, como ha dicho Benedicto XVI en Ancona (Italia), es un modo de reafirmar la primacía de Dios. Y esto, si se vive la Eucaristía con coherencia, abre a la libertad, al bien y al desarrollo social.
La primacía de Dios
Lo primero es lo primero: la primacía de Dios. Observa el Papa cómo en el Evangelio la promesa de la Eucaristía se hacía “palabra dura” de entender para muchos que dejaron de seguir a Jesús. Se resistían a ese don tan grande, cerrándose en sí mismos para no abrirse a Dios; «porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismos, dejarse implicar y transformar, hasta vivir de Él» (cf. Rm 14, 8). Pensaban—–como nos sucede a nosotros con frecuencia— que serían más libres sin Dios; cuando «en realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, somos verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos».
También en nuestro mundo, señala Benedicto XVI, muchos han dejado aparte a Dios, o lo toleran como una elección privada que no debe interferir en la vida pública. Y así «ciertas ideologías han intentado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía». Pero «la historia nos demuestra, dramáticamente, que el objetivo de asegurar a todos el desarrollo, el bienestar material y la paz prescindiendo de Dios y de su revelación se ha resuelto en un dar a los hombres piedras en lugar de pan».
Es verdad que el pan es “fruto del trabajo del hombre”, pero antes es “fruto de la tierra”, regado por la lluvia del cielo, y, por tanto, don de Dios (como pedimos en el Padrenuestro).
Y no sólo el pan, sino el hombre mismo y su vida dependen primero de Dios: «El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende solo a partir de Dios». Por eso, «lo que primero debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida es la primacía de Dios, porque esta primacía es la que nos permite volver a encontrar la verdad de lo que somos, y es en conocer y seguir la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia».
Partir de la Eucaristía
Segundo, para recuperar y reafirmar la primacía de Dios, el Papa propone partir de la Eucaristía: «Aquí Dios se hace tan cercano que se hace nuestro alimento, aquí Dios se hace fuerza en el camino a menudo difícil, aquí se hace presencia amiga que trasforma». Jesús se convierte en el verdadero pan de vida (cf. Jn 6,32-35). En la Última Cena «Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la Cruz». De este modo, aquella ejecución violenta queda transformada en un acto de entrega, que vence a la muerte y restaura la belleza del mundo creado.
Y aún hay más. Jesús se nos da en la Eucaristía para que cada uno nos impliquemos en ella, haciendo de nuestra existencia una vida plena para Dios y para los demás: «Dios se nos da, para abrir nuestra existencia a Él, para implicarla en el misterio de amor de la Cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del que procedemos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en espera de la cual vivimos».
Coherencia en la vida cotidiana
Tercero y último punto. La Eucaristía, que reafirma la primacía de Dios, pide la coherencia de la vida cotidiana. Para empezar, la Eucaristía «nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu del Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en ese misterio de comunión que es la Iglesia» (cf. 1 Co 10,17). Por tanto «una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente practicado está fragmentada en sí misma» (Deus caritas est, 14).
Ese amor “concreto” se debe traducir en responsabilidad por el desarrollo que tiene por centro a la persona, «especialmente cuando es pobre, enferma o desgraciada»; y, por tanto, en rechazar la indiferencia ante los necesitados: «Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en la trama ordinaria de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir su pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir al desnudo, visitar al enfermo y al encarcelado».
Por eso, sostiene Benedicto XVI que «una espiritualidad eucarística, entonces, es verdadero antídoto contra el individualismo y el egoísmo»: lleva a mejorar las relaciones en las familias; superar los conflictos que disgregan la unidad de la Iglesia y su misión; conciliar el trabajo con el descanso y la atención a la familia; comprometerse para resolver el problema del paro; acoger y ayudar a los más frágiles en la sociedad; afrontar una «nueva capacidad educativa» que testimonie los valores espirituales y culturales; gastarse a favor de «una sociedad más justa y fraterna».
Y concluye sabiamente, con toda la tradición cristiana y el Concilio Vaticano II: se trata de «que la vida cotidiana se convierta por tanto en el lugar del culto espiritual». De esa manera se abre para todos la posibilidad de participar de la vida de Cristo y su entrega a los hombres como ofrenda al Padre (cf. Sacramentum caritatis, 71).
Una ayuda más para volver sobre los contenidos centrales del mensaje del Papa, reciente aún su visita para la JMJ, y preguntarse si explicamos, y sobre todo vivimos así los cristianos: desde el centro de la Eucaristía, primero Dios y, como consecuencia, bien real, el compromiso por los demás. No es nada complicado. Es, sencillamente, el Evangelio.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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