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En lugar de intentar apartarla de la vida pública, los Gobiernos deberían colaborar estrechamente con ella para combatir los peores efectos de la crisis, y fomentar aquellos valores que permiten vivir en libertad
Cierta prensa de este país llama la atención sobre los bienes que la Iglesia en España ha conseguido en los últimos tiempos. Más que información se trata de intoxicación movida por los prejuicios de la cristianofobia de algunos. Es de justicia que la Iglesia reciba lo que le corresponde: por su labor social; por el ahorro que permite al Estado; y por devolverle parte del expolio y destrucción atizados por el laicismo de cada época.
Labor social de la Iglesia
Aunque los últimos Gobiernos nos han hundido en la crisis actual, la Iglesia trabaja todos los días por remediar las necesidades de millares de personas. El reciente informe de la ONG eclesiástica ‘Cáritas ante la crisis’ muestra el aumento de sus ayudas a parados, familias jóvenes y mujeres solas. A través de sus programas de empleo ayudó a 84.000 personas en 2010, invirtiendo 33 millones de euros, doblando lo hecho en 2005.
Si una “memoria histórica” sesgada se empeña en desunir, la Iglesia logra unir solidariamente a todos sin preguntar su credo. La ‘Memoria económica de 2009’, presentada ahora, destaca su labor humanitaria gracias a las donaciones que recibe directamente de los fieles, y la retribución de Hacienda cuando cumple la voluntad de los contribuyentes.
La Iglesia atendió a en 2009 a un total de 3.646.332 personas, cerca de 900 mil más que el año anterior, en cerca de cinco mil centros asistenciales católicos. Labor que es consecuencia directa de la actividad pastoral y de los valores humanos que transmite, que hacen posible el voluntariado y servicio desinteresado a los necesitados. En realidad son las obras de misericordia corporales y espirituales propias de la misión de la Iglesia, que goza un de un merecido prestigio. Basta ver cómo acuden los inmigrantes a los despachos parroquiales diseminados por toda la geografía española.
Cada año la Iglesia ahorra al Estado unos 40.000 millones de euros, cifra real y nada exagerada. Basta comprobar el ahorro que suponen los 4.400 colegios católicos concertados, donde la plaza escolar cuesta mucho menos que la de un centro público. Debe ser por aquello de que el dinero público “no es de nadie”, como dijo la inefable ministra.
‘Por tantos’
Sigue adelante la campaña ‘Por tantos’ para concienciar a los creyentes y no creyentes sobre la necesidades de la Iglesia para sus obras de evangelización y de solidaridad. Cada año aumenta el número de contribuyentes que destinan ese 0,7 por ciento de sus impuestos a la Iglesia y a otras instituciones de ayuda social. Hacienda Pública cumple escrupulosamente esa indicación de los ciudadanos, incluso cuando el Gobierno de turno no mueve ni un dedo por facilitar esa obligación ciudadana. Pues bien, esa declaración a favor de la Iglesia que cada año hacemos los contribuyentes indica el arraigo social de esa institución, el reconocimiento de sus actividades, a la vez que muestra palmariamente que los servicios de tipo espiritual —llamémoslos así— son necesarios para las personas y constituyen una parte importante, por no decir decisiva, del bien común, que es la obligación fundamental del Estado y de los Gobiernos. Y cuando llega a faltar esa atención al bien común, es sustituida por el bien particular de algunos —tan propio del sectarismo—, o es amputado en su dimensión moral y espiritual, el Estado socava su legitimidad y la de sus instituciones, algo que es patente en los totalitarismos considerados de derechas —como el de Hitler— y los totalitarismos de izquierdas, como el interesadamente olvidado del camarada o padrecito Stalin.
Los bienes de la Iglesia
Aquella prensa de este país denuncia que la Iglesia logre regularizar algunos bienes de acuerdo con la reforma legal de l988. Les sorprende que esta institución consiga terrenos y locales, aunque es natural pues más bien se trata de restituirle bienes expoliados a lo largo de siglos. La “desamortización” es una palabra elegante para no hablar del expolio a manos de los anticlericales del siglo XIX, como el tristemente famoso Mendizábal. Elaboraron una legislación para vender “los bienes que estaban en manos muertas”. Bienes que procedían del trabajo de los monjes, de los bienes heredados por ellos de sus familias o de donaciones.
Uno de los objetivos teóricos de esa desamortización fue consolidar el régimen liberal y crear una nueva clase de pequeños y medianos propietarios adictos al régimen. Sin embargo no se consiguió este objetivo, al adquirir los grandes propietarios la mayor parte de las tierras desamortizadas, particularmente en el sur de España: los ricos fueron más ricos y los pobres quedaron igual. Como los pequeños agricultores no tenían recursos económicos suficientes para pujar en las subastas de grandes propiedades, fueron a parar a manos de oligarquías y se reforzó el latifundismo. Véase la obra de Francisco Tomás y Valiente: El proceso de desamortización de la tierra en España, 1978.
Muchos cuadros y libros de monasterios fueron vendidos a precios bajos y acabaron en otros países, aunque una gran parte de los libros fueron a engrosar los fondos de las bibliotecas públicas o universidades. Quedaron abandonados numerosos edificios de iglesias y monasterios, con la consiguiente ruina de los mismos, aunque es verdad que otros se transformaron en edificios públicos y fueron conservados para museos u otras instituciones. Puede consultarse el interesante estudio de Francisco Martí Gilabert: La desamortización española. Rialp, 2003.
Y sin embargo, los de siempre, los lobos con piel de oveja, intrigaron contra los monjes y hostigaron a la Iglesia para hacerse con los bienes que codiciaban. Porque es bien sabido que las tierras, las haciendas, los templos y los bienes desamortizados-expoliados acabaron en poco tiempo en manos de los desamortizadores y de sus amigos, e incluso incrementaron el patrimonio real o del Estado. Después de estos sucesos del siglo XIX —que tenían también sus antecedentes—, vino el siglo XX en que se remodelaron ciudades llegando a expropiar conventos y templos para hacer plazas y calles, algo razonable pero no siempre bien realizado. Allá por los años treinta resulta que muchos templos, conventos, y casas rectorales “ardieron” como por arte de magia. Por lo visto nadie era responsable, ni siquiera los dirigentes de la República, el frente popular de comunistas y socialistas, o los sindicatos. Esta vez sí que cuadra la palabra “desamortización” con referencia a las manos muertas, pues fueron miles los sacerdotes y religiosos que murieron, y no precisamente en la cama.
Bien común social
Si a cierta prensa de este país le escandaliza que la Iglesia recupere bienes o los reciba por donaciones, habrá que mirar a otros bienes que poseen los anticuados sindicatos de la izquierda. En la democracia, éstos han recibido millones de euros del estado, a cuenta del expolio de algunas sedes durante el franquismo. Además, cada año reciben subvenciones millonarias para financiar sus actividades, que no siempre gestionan bien pues, a menudo, saltan los escándalos de las cooperativas en beneficio de sus dirigentes. Se invoca como razón no sólo el pasado sino principalmente la función social que ejercen en defensa de los trabajadores. Por eso no me escandaliza que la Iglesia logre regularizar ahora bienes que ha utilizado durante siglos para ejercer su misión religiosa y humanitaria. La mayoría de esos templos y locales han sido donaciones de familias y de los pueblos reconocidos por el bien espiritual que reciben una generación tras otra. Pero quizá hoy no todos están capacitados para reconocerlo.
Los Gobiernos pasan y la Iglesia permanece. Por eso, la insistente campaña del laicismo para asfixiar a la Iglesia está abocada al fracaso. En lugar de intentar apartarla de la vida pública, los Gobiernos deberían colaborar estrechamente con ella para combatir los peores efectos de la crisis, y fomentar aquellos valores que permiten vivir en libertad.
Jesús Ortiz López. Doctor en Derecho Canónico
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