Tratar de pedir al Estado que sustituya la labor parental no es una buena solución
Recientemente, la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) ha publicado un estudio sobre responsabilidades y obligaciones en el uso de dispositivos digitales con fines pedagógicos. Las redes sociales se han hecho eco del tema, que presenta aspectos variados, controvertidos, y no siempre fáciles de resolver satisfactoriamente por parte de todos: del personal del centro docente, del alumnado y de las familias.
La Agencia desaconseja el uso de estos dispositivos, si la finalidad pedagógica perseguida podía alcanzarse por otros recursos. Y si a pesar de todo llegaran a utilizarse, ofrecía unas orientaciones para la protección de datos personales. Pero más allá de este aspecto y de los inconvenientes estrictamente pedagógicos que conlleva el uso del móvil en centros educativos -ausencia de atención en las clases, aislamiento en los momentos de recreo, etc.-, el problema más básico y general reside, como todo el mundo sabe, en que estos dispositivos digitales -dentro y fuera de los recintos educativos- son un arma de doble filo. Y lo son, no nos engañemos, para mayores y pequeños, porque gentes sin escrúpulos los han convertido en instrumentos de difusión de todo género y tipo de imágenes y conductas contrarias al bien y a la dignidad de las personas.
Nadie duda de que estos medios han supuesto, en las últimas décadas, un enorme progreso que nos ha cambiado la vida muy positivamente, y es preciso contar con ellos. Son innumerables los avances y facilidades que ofrecen en múltiples campos de la vida diaria. Al mismo tiempo, está su innegable filo negativo, con graves consecuencias en todas las edades, pero especialmente en niños y jóvenes, cuando prematura e irresponsablemente se ponen a su alcance. Recordaré algunos de estos daños, comprobados por la experiencia y manifestados en todo el mundo por padres, educadores, psicólogos, psiquiatras…
En Japón, hace apenas cinco años, había alrededor de 750.000 hikikomori; así llamaban a los jóvenes que, atrapados por sus ordenadores y teléfonos móviles, mantenían un encerramiento voluntario del que era poco menos imposible sacarlos. Algunos llevaban años así, y los psiquiatras se toparon con un grave problema hasta entonces desconocido. Pero sin irnos tan lejos, en otros muchos países y, por supuesto, en el nuestro, se ha comprobado el aislamiento social que produce su uso, la ausencia de atención en el aula de enseñanza, el deterioro en la maduración interior, el destrozo moral del niño o del joven por la pornografía puesta a su alcance con una simple pulsación, o trastornos de salud mental con estados depresivos que requieren la intervención del psiquiatra, si es que no se llega tarde en casos extremos de suicidio. El psicólogo clínico Francisco Villar, con experiencia en atención de jóvenes menores de 18 años, con dificultades mentales e intentos suicidas, consideraba que no debía permitirse el uso de móviles antes de los 16 años.
Se comprende así que hayan surgido asociaciones como “Adolescencia libre de móviles”, y otras iniciativas ciudadanas para promover en las familias y en todas partes, una viva concienciación del problema, presente ya en los primerísimos años de la educación. Por eso, el inicio de este artículo con la protección de datos en centros educativos si se usan los móviles e, incluso su prohibición en esos recintos, planteaba también -y aparecía en la prensa-, la cooperación de los padres en esta materia porque sin ellos poco podría hacerse.
Llegamos así al punto de partida, a lo que podríamos llamar el “kilómetro cero” del problema, y su modo de abordarlo. Estas serán las consideraciones que siguen, aunque no aporten mucho a lo ya sabido. Pero vaya mi más sincero reconocimiento y también mi oración -por qué no decirlo- por los padres y madres que son quienes han de implicarse, en primerísima persona, en la batalla del móvil en la vida de sus hijos, desde temprana edad. Han de luchar contracorriente porque lo vemos por la calle: niñas y niños, absortos en la pequeña pantalla de sus móviles.
Dice la sabiduría popular que “el ejemplo es el mejor predicador”; este proverbio sirve para todo tipo de enseñanzas y, por lo que mira a los padres, aplicable de lleno al tema que nos ocupa. Lo ilustraré con dos botones de muestra. El primero, tomado del comentario de un padre al final de un artículo, sobre esta materia, aparecido en las redes; reproduzco literalmente el escrito de este lector, que lo encabezaba así: “Un padre…”, y añadía su nombre y apellido. Escribía:
“Tratar de pedir al Estado que sustituya la labor parental no es una buena solución. El problema es que los padres no estamos preparados (ni queremos hacer el esfuerzo) para educar a nuestros hijos en la austeridad, la moderación y la renuncia. Muy probablemente porque son valores que ni nosotros mismos practicamos”.
El otro botón de muestra, recogido igualmente de una publicación, se trataba de una viñeta chistosa que lo decía todo y ponía el dedo en la llaga. Aparecían en el banco de un parque dos mamás con sus hijos, que no pasarían de 9 o 10 años. Una de ellas, abstraída en el móvil y su pequeño vástago, junto a ella, hacía lo mismo. La otra mamá, en cambio, leía un libro que tenía en sus manos y su hijito, al lado, hacía otro tanto. Y la primera mamá preguntaba a la otra: “¿Y usted qué hace para que su niño lea un libro en lugar de estar jugueteando con el móvil?”. Huelgan comentarios.
Por último, se habla mucho del no pequeño debate y gran problema de los padres, sobre la edad más conveniente para poner en manos de sus hijos por vez primera el dichoso móvil. No soy quién para señalar esta edad, pero sí veo que se trata de un punto práctico y muy concreto, dentro de lo que decía el testimonio del padre al que me he referido antes: educar a los hijos en los valores de la austeridad, la moderación y la renuncia. Son virtudes que han de inculcarles con razones adecuadas a su edad, y que comprenden bastantes campos: entre ellos, el momento de comprarles un móvil. Y por supuesto, llegado ese momento, enseñarles con el propio ejemplo la moderación en su uso y los empleos útiles, advirtiéndoles también del grave peligro que tienen para que no se corten con el filo que produce sangre.