Puede sonar categórico y algo excesivo en un año en el que se han estrenado títulos como ‘Oppenheimer´ o ‘La sociedad de la nieve’, pero si una película resume este 2024 la trabazón de arte, pensamiento y compromiso moral en el cine es ‘La zona de interés’
A estas alturas poco hay que explicar del argumento de la ganadora del Óscar a mejor película extranjera y mejor sonido.La zona de interes cuenta de una manera minimalista, sin apenas recursos emocionales, el día a día de la familia de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración de Auschwitz. Tras el horror que transcurre al otro lado de un bellísimo seto, la familia de Höss vive con paz y todo tipo de privilegios. Los niños juegan en el jardín, su mujer dirige al servicio, toma el té con las amigas y conversa con ellas sobre lo humano y lo divino.
El terror se cuela en la cinta en forma de breves llantos o gritos que se escuchan a lo lejos, de humo o de cenizas que cubren algunas plantas del jardín de los Höss. La serena atmósfera que impregna la película es absolutamente espeluznante. Porque es símbolo de lo que está detrás, de lo que se oculta, de una oscura y dolorosa tramoya de sufrimiento y de indiferencia hacia ese sufrimiento. El sorprendente final —que no conviene desvelar— no es sino una llamada al espectador a no adormecer la conciencia como hicieron tantos europeos a mitad del siglo pasado.
En el principio, la adaptación
Reconozco que desde que vi La zona de interés, todavía vapuleada, me prometí leer la novela de Martin Amis, el texto que Jonathan Glazer había llevado a la pantalla. Tardé tiempo en hacerlo. Y me sorprendió mucho su lectura. Imaginaba que sería también una novela minimalista y densa a la vez, llena de reflexiones y de tiempos —en apariencia— muertos, plagada de dolor contenido y discreto. Una novela simétrica a la película.
Sin embargo, me topé con un libro coral, protagonizado por una decena de personajes, varias historias cruzadas y la narración, la mayoría de las ocasiones muy cruda, de todo tipo de escenas, desde asesinatos y redadas hasta fiestas, borracheras, discusiones o encuentros sexuales. En medio de esa profusión argumental, compleja además por la variedad de recursos literarios y voces narrativas, confieso que me descubrí un par de veces volviendo a consultar si realmente estaba delante del texto que Glazer había adaptado.
A pesar de todo eso, a medida que avanzaba, empecé a percibir el nexo que unía libro y cinta o, mejor dicho, el núcleo argumental y moral desde el que bombeaban estos dos productos culturales tan distintos y, al mismo tiempo, idénticos. Su núcleo podría resumirse con la mítica expresión que utilizó Hannah Arendt para describir lo que rodeó al régimen nazi: la banalidad del mal. Una banalidad, una inconsciencia que, en la novela, toma forma de huida hacia adelante, de supervivencia frente al horror y de complicidad con la bajeza humana, y que en la película se plasma con un alto seto que impide la mirada.
Interpelar al espectador del siglo XXI
Me parece una genialidad de Glazer, máxime cuando había una opción mucho más sencilla a través de una narrativa clásica que mostrara las acciones y pensamientos de los personajes fundamentales. Pero el director ha manifestado en alguna entrevista que su propósito no era hablar del Holocausto sino interpelar al espectador del siglo XXI sobre la violencia, hacerle reflexionar sobre la capacidad que tiene el ser humano de decidir si opta por el amor o por el odio. Señala Glazer que emprender un camino u otro depende de un cúmulo de opciones personales que, la mayoría de las veces, vienen acompañadas de circunstancias muy complejas. Y concluye resaltando la importancia de un examen interior que detecte la fácil familiaridad del ser humano con el mal y lo extirpe antes de que arraigue.
La zona de interés es, en efecto, una llamada a la reflexión, un mostrar cómo es muy difícil percibir el mal si nos encerramos en nuestros límites, que pueden ser geográficos o existenciales. Si uno no sale de sí mismo, es casi imposible no solo detectar el dolor del otrosino percibir la realidad como es y no distorsionarla. Por eso el subjetivismo que deriva tantas veces en solipsismo es una pendiente hacia la locura.
Ni la huida hacia adelante, el activismo, la carrera irreflexiva, ni el individualismo y el encerrarnos en nosotros mismos nos servirán para edificar una vida plena y feliz, ni en lo personal ni en lo social. Al contrario, solo serán herramientas de destrucción en mayor o menor grado.
Entrar y salir, reflexión y apertura, examen y mirada. Una interesantísima lección de una magnífica y dura película.