Necesitamos una sociedad donde las personas cuenten. Un árbol desarraigado no puede dar frutos. En cambio, una higuera al borde de una acequia, con sus raíces bien ancladas en sus cuatro palmos de tierra, da buena sombra y buenos higos y protege el suelo de riadas e inundaciones
En el teatro vi Carta de una desconocida, de Stefan Zweig. La sala está a oscuras, con ese silencio como hacia dentro del terciopelo rojo y, sobre el escenario, la única actriz, en batín, bebe con parsimonia una botella de arsénico. Su hijo acaba de morir y ella quiere morirse, pero antes necesita escribirle una carta al hombre al que amó desde que se mudó a la puerta de enfrente cuando ella tenía doce años. Le cuenta casi con furia cómo lo espiaba de pequeña, cómo hizo lo indecible para captar su atención cuando su feminidad por fin extendió sus alas, cómo él se arrojó en sus brazos una noche, dos, tres, para luego fingir un viaje y no volver a verla. La mujer le cuenta que el difunto niño era fruto de una de esas ocasiones. Y le explica cómo, años después, volvieron a encontrarse en una sala de fiestas y se marcharon juntos. El clímax de la obra viene a la mañana siguiente, cuando él le desliza unos billetes en el bolso. Herida, en su huida se tropieza con el viejo mayordomo. «Vi en su mirada que me reconoció», grita —casi rebuzna— la actriz sobre las tablas.
Ese cruce de miradas conjura todo el drama de la obra y, si me apuran, de nuestra sociedad líquida. El corazón de la desconocida se desboca no tanto por amor como por otra exigencia feroz: que la reconozcan. Ser alguien. No un rostro más entre los rostros, no. Alguien.
Pienso en ese grito desesperado cada vez que paso por delante del taller de Paulo y me saluda; cuando Lourdes me da, con el pan, los buenos días; cuando Rita me pregunta en el ascensor si nos apañamos en el piso nuevo; cuando Laura le hace carantoñas a mi hija, que le recuerda a su nieto Juan Diego. Esos gestos diminutos, atrozmente humanos, inasequibles a las estadísticas, construyen un barrio, una ciudad, una vida. Forman parte de un verbo hoy denostado por los ciudadanos del mundo: arraigar.
Estoy leyendo Echar raíces, de Simone Weil, un ensayo con una intuición urgente: necesitamos una sociedad donde las personas cuenten. Un árbol desarraigado no puede dar frutos. En cambio, una higuera al borde de una acequia, con sus raíces bien ancladas en sus cuatro palmos de tierra, da buena sombra y buenos higos y protege el suelo de riadas e inundaciones. Weil señala con lucidez que «echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro».
En el tango tan sensual de esa pareja que se atrae y se repele —los tesoros del pasado, los presentimientos del futuro— se bosqueja una antropología. Y toda una propuesta política.