Una amistad vale tanto como los bienes que se comparten en ella
Muchas noches me prometo: «Mañana me desinstalo el WhatsApp». Y a veces me cuesta dormirme pensando en las más de cien conversaciones que me esperan. En lugar de comerme el tarro podría abrirlas, pero con frecuencia no tengo la respuesta, la energía o la moral. Como contrapeso a mi problemática relación con la mensajería instantánea, se me da bien la gente en las distancias cortas. Me gustan las conversaciones, las personas y el café, y cuando ejerzo esas pasiones no miro el móvil. Lo mío roza lo patológico, pero en el ser humano, inopinadamente cuerpo, la atención viene configurada para funcionar a pequeña escala.
No lo digo, aunque también, por los efectos nefastos del diseño de usuario con criterios mercantiles en la psicología y en la vida política, sino por el modo en que da la puntilla a una institución moribunda: la amistad. Me he ruborizado al leer El arte de ser un buen amigo, de Hugh Black, que a finales del XIX tenía un concepto tan elevado del tema que casi me pareció una novela romántica. Mi primera reacción a esas líneas fue visceral, de vergüenza y desconcierto, y eso me preocupa. Porque el mundo contemporáneo no sospecha la hondura a la que puede llegar la amistad. Los griegos le otorgaban sin despeinarse más categoría que al eros.
En el prólogo, David Cerdá recoge esta cita de Lewis en Los cuatro amores: «Quienes no tienen nada, no pueden compartir nada, quienes no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta». Una amistad vale tanto como los bienes que se comparten en ella. Se entiende que esos corazones que podían construir mundos enteros —La Tierra Media, Narnia— pudiesen acurrucar en un pub de Oxford, The Eagle and Child, una intimidad común por la que mereciera la pena dar la vida. La amistad es aristocrática. Solo los más nobles son capaces de ella, tanto más quien posee un mundo interior lleno y vivo.
Pero eso no basta: hay que saltar al cuadrilátero y amar hasta la extenuación, porque la venerable philia también es asimétrica. Siempre hay uno que da más, y esa entrega no queda en un ajuste de cuentas —me debes tanto—, sino en esa escalada absurda de cariño por el otro que llevó a Simone Weil a decir que la amistad «ni se busca, ni se sueña ni se desea; se ejerce».
Para este noble empeño nos enfrentamos hoy a un problema mayúsculo: WhatsApp. Sus vibraciones nos impiden, primero, cultivar un mundo interior —¿qué lectura se puede hacer con el móvil al lado?— y, después, prestar atención a nuestro entorno inmediato. Y he aquí la trampa más diabólica de la cosa: cuando ignoramos nuestra obligación de amar con todo el cuerpo, con toda diligencia, a quien tenemos delante, nos pensamos grandes amigos por estar chateando con otras cinco o seis personas. Migajas.