«Quizá el mejor modo de desahogarnos ahora sea colocar el espejo de nuestras virtudes lo más elevado posible. Solo así empezaremos a remontar»
Hay una ilusión óptica en la que todos caemos: la ilusión del calendario. Lo miramos y nos decimos: «Estamos en 2023». Y así creemos habitar todos un mismo tiempo. No es verdad. No lo es, sobre todo, en épocas como la presente, cuando todo se transforma rápido. Y cuando, como sedimentos geológicos, unos podemos vivir aún de capas pretéritas, mientras que otros se quedan en las de la intemperie.
Hay una parte de esta sensación que no es nueva. A lo largo de la historia, a cuantos iban cultivando ya cierta edad les iba también costando comprender a quienes disfrutaban aún su edad más temprana. El aprieto no era irracional. A veces, la distancia que separaba los años mozos de los primeros de cómo vivían su lozanía los más jóvenes constituía ciertamente un salto notable. Hubo gente que se educó en la república romana y falleció en un imperio bien asentado; hubo quienes crecieron en una España católica y dejaron a sus nietos sometidos al islam andalusí.
Hoy quizá los cambios no sean tan visibles. Yo nací en España y esto sigue llamándose España. Yo crecí en Occidente y, de momento, aún no estamos sometidos al poder chino o árabe; aunque, bien es cierto, los primeros se compren nuestros puertos y los segundos, a nuestros futbolistas.
Ahora bien, si uno se fija, atento, notará que sí asistimos a una transformación de calado. Rauda, nuestra civilización cambia. Raudo, el espíritu de nuestro tiempo no es ya el que era en 1978, 1989, 2001 o, ni siquiera, 2008. Occidente ya no es Occidente, en cierto sentido. Aunque creas no moverte, el río de la época se mueve por ti.
Así, sin apenas percibirlo, quien nació, como un servidor, en los años 70 habita un mundo distinto al de quien comparte mi aula y mi autobús y mi colegio electoral, pero nació en el año 2000 o después. Cierto es que la pizarra de nuestra clase podrá ser la misma. También el asiento que él me cede en el bus. O la urna donde ambos depositamos el voto. Pero el mundo humano, que no está constituido de pizarras, asientos ni urnas, sino de ideas, es harto diferente para él y para mí.
Y —esto es lo que a menudo no entendemos— su mundo es, frente al mío, un lugar mucho más frío. A veces gélido. Por eso, si ves a un joven temblando, no concluyas deprisa que tiene el baile San Vito. Puede ser algo de mayor gravedad.
«Yo recibí sin embargo un mensaje muy diferente en casa: que yo poseía un valor inmenso, imponderable, y que eso ya me sucedía incluso antes de nacer»
¿De dónde proviene esa helada, ese enfriamiento climático que tú, si sabes arroparte bien de tu pasado, puede que sientas mucho menos? Déjame señalarte la escarcha, los carámbanos y ese glacial que avanza aunque pocos lo sientan. Pero, antes, déjame señalarte también lo más básico: y es que todos ellos están hechos de hielo. Del hielo que ha congelado una enorme falta de amor.
Porque lo que tienes alrededor es gente joven a la que le remachan una y otra vez el mismo mensaje. Tenaz, repetitivo, aunque con todo género de sutilezas. Ese mensaje es que no son queridos. Y a ti, aunque apenas lo notaras (nunca notamos nuestra atmósfera), te rodeaba de mozalbete justo el mensaje contrario; por eso te cuesta imaginar.
Empecemos por donde empieza nuestra vida: por la familia. Si cosechas cierta edad, lo más probable es que pasaras tu infancia con papá y mamá en casa. Cuando yo iba al colegio, de los casi 90 alumnos de mi curso, solo uno tenía a sus padres divorciados (un saludo si me lees, estimado A. J.). Hoy hay siete divorcios por cada diez matrimonios. Más de la mitad de esos divorcios afectan a familias con hijos dependientes de sus padres. Lo sé: cuando dos padres se separan, el objetivo no es transmitirle a su hijo que hacen tal cosa porque no le quieran. Pero otra cosa es el mensaje que reciba el niño. De hecho, una parte de ese mensaje lo puede captar cualquiera: un matrimonio fracasado es un hogar donde no ha arraigado el amor. Y eso retumba, y hace temblar, a cuantos formaban el hogar.
La cosa se complica, también dentro de la familia, si recordamos que, de cada cinco embarazos en España, hoy más de uno termina en aborto. Ya hemos hablado aquí de ello. Incluso para los niños, hoy jóvenes, que sí que llegaron a nacer, el mensaje que les transmite una sociedad abortista es claro: tú estás ahí porque te dimos el visto bueno. Pero si hubiésemos decidido que no merecía la pena que vieras la luz de este mundo, tú no estarías entre nosotros, y todo estaría igual de bien.
Yo, sin ir más lejos, recibí sin embargo un mensaje muy diferente en casa: que yo poseía un valor inmenso, imponderable, y que eso ya me sucedía incluso antes de nacer.
No cesan ahí, sin embargo, los mensajes de desamor que se les lanzan a nuestros jóvenes. Van a clase, abren una página web sobre ecologismo: se les dice que el planeta está superpoblado y que, por culpa de tantos humanos, ellos incluidos, los adorables ballenatos u oseznos polares lo pasan fatal. Jane Goodall, la famosa amante de los chimpancés, cifró hace unos días en 500 millones el número de humanos deseable. Somos 8.000 millones. ¿Estás seguro de no ser parte de esos 7.500 millones que, en pro de los chimpancés, sobramos ya?
Cierto es que si te pones a trabajar, produces, pagas impuestos, tasas y cotizaciones, el mensaje de lo poco querido que eres, chico del siglo XXI, podría cejar un tanto; pero ¡cuidado! Basta con que caigas en una enfermedad crónica, irreversible, ¡una enfermedad muy cara!, basta con que dejes de ser un ingreso y te conviertas en un grueso gasto, para que una funcionaria te visite un día de estos. Y te recuerde, amable, que si quieres el Estado podría matarte. Le pasó hace poco a Jordi Sabaté, paciente de ELA, y nos lo contó.
Yo crecí en un mundo en que todos (mi familia y mis amigos, pero también mis médicos y los que hacen las cuentas en cualquier hospital) daban por supuesto que mi vida era preciosa; hoy nos rodean jóvenes a los que, por muchas «dinámicas para fomentar la autoestima» que se les impartan en clase, la sociedad entera les está diciendo otra cosa: que si producen, son tolerables (siempre que no contaminen demasiado); pero que, en cuanto sean una carga, prescindir de ellos será legítimo. Incluso demostrará una moralidad (empática y ecologista) superior.
Son muchos más los mensajes de desprecio que se redoblan ante nuestros jóvenes. ¿Eres chica? Cuidado, los hombres no te quieren más que para oprimirte y aprovecharse (se llama «patriarcado»). ¿Eres chico? Cuidado, has nacido bajo la sospecha de que acaso resultes un violador. Tampoco te quiere mucho la biología: sea como sea tu cuerpo, has de enfrentarte al arduo problema de descubrir a qué género perteneces de los 107 géneros posibles —según Wikipedia; según Medicine Net, lo tienes algo más fácil: son solo 74 los géneros a elegir—.
Terminemos. Ante las nuevas generaciones a las que vamos circundando de todos estos mensajes de desamor, y por consiguiente van cayendo en el desánimo, los antidepresivos y el suicidio (todos ellos, en cifras récord), ¿qué solución nos propone la izquierda política? Darles dinero. Sí, como han leído. Que tomen el dinero y corran, cual película de Woody Allen.
Bueno, seamos justos: la izquierda también propone que más aborto, más eutanasia, divorcios más rápidos, más ecologismo, más enfrentamiento entre sexos, otros cien o doscientos tipos de géneros, aliviarán, por fin, el problema. «La locura es repetir los mismos errores y esperar resultados diferentes», decía un folleto de Narcóticos Anónimos en 1981; aunque todo el mundo atribuya tal cita a Albert Einstein, a saber por qué.
«Tengo para mí que más nos convendría apostar por tres viejas virtudes, hoy casi olvidadas, que se les enseñaron a generaciones y generaciones que nos precedieron»
Ahora bien, ¿es mucho mejor la propuesta de la derecha política, o al menos de cierto centro- derecha? Allí tampoco florece una vegetación muy prometedora. «Hemos de defender la Constitución», «hay que fomentar el emprendimiento», «¡cuidado, que vienen los falangistas!», «la moderación es lo más importante»: todas estas expresiones, como sedimentos de las capas arqueológicas de que hablábamos al principio, siguen emergiendo aquí o acá por ciertos andurriales de la derecha, como mensaje principal para nuestro mundo, junto al socorrido «¡qué malo es Sánchez!» y el lírico «¡viva la libertad!». La parte positiva es que nadie confunde atribuye tan ingeniosos lemas a Albert Einstein. La parte negativa es preguntarse si hemos de conformarnos, de veras, con cosas así.
Tengo para mí que no. Tengo para mí que más nos convendría apostar por tres viejas virtudes, hoy casi olvidadas, que se les enseñaron a generaciones y generaciones que nos precedieron. Que las sostuvieron en medio de avatares mucho más duros que los nuestros. Que animaron a sus jóvenes a vivir de una manera contraria a como ahora estamos empeñados en desanimarles de vivir.
Hablo de tres virtudes sencillas: fe, esperanza y amor.
Hay que fomentar la fe. Fe para que los jóvenes confíen en sí mismos, pero solo porque antes han confiado en su comunidad y, lo más importante, porque les hemos demostrado que su comunidad confía en ellos. En ese espacio de confianza, será más fácil alcanzar la confianza última, que hoy se les hurta: la fe en el sentido de la vida. La fe que, algunos, llaman en Dios.
Hay que fomentar la esperanza. Esperanza en que el futuro no será peor que el de sus padres, ¡es más!, aún puede ser mejor. Esperanza en ir resolviendo los problemas del mundo, pero solo porque antes se ha entendido que los humanos no somos ese problema, sino su solución.
Y, por último, la virtud más difícil, hoy que se fomenta el rencor entre sexos, entre grupos lingüísticos, entre orientaciones sexuales, entre razas, entre trabajadores. Hoy que, como hemos visto, se les dice a todos que no merecen ser amados, ¡pero aún menos lo merece el vecino, así que ello te podrá consolar! Hay que fomentar el amor. Amor, y no rencor, a tu familia, a tu nación, a la naturaleza: estáteles agradecido, pues sin ellos no habrías podido existir. Amor también a las víctimas que más lo necesitan, claro; porque es eso lo que de veras precisan, no que les insufles resentimiento, odio y desazón. Amor, por último, a ti mismo, como en un reflejo de todos los demás amores.
Dicen que el mejor modo de ahogar en el agua a un narcisista es poner un espejo en el fondo de una piscina. Quizá, entonces, el mejor modo de desahogarnos ahora sea colocar el espejo de nuestras virtudes lo más elevado posible. Solo así empezaremos a remontar.
Miguel Ángel Quintana Paz en theobjective.com
Director académico y profesor en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid.
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