Allí, en Cuatro Vientos, a pesar de la tormenta, Benedicto XVI permaneció firme bajo la lluvia en el altar y, ante el silencio atronador de más de un millón de fieles, adorando a Jesús de rodillas nos hablaba de la centralidad de Cristo, camino, verdad y vida.
“¡Jesús, te amo!”. Estas fueron las últimas palabras de nuestro querido papa emérito Benedicto XVI en la madrugada del 31 de diciembre. Con estas palabras, que resumen toda su vida, nos dejó para partir a la Casa del Padre.
La noticia de su fallecimiento, en el quicio final del año, al tiempo que nos sobrecoge, nos debe impulsar a la oración confiada por el que ha sido como un padre en la fe para todos los cristianos y a dar muchas gracias a Dios por su vida y ministerio como sucesor de Pedro.
Testimonio especialmente elocuente en estos diez últimos años ‘sosteniendo a la Iglesia con su silencio’, como dijo el papa Francisco hace pocos días. Él mismo se definió al inicio de su pontificado como un ‘humilde trabajador en la viña del Señor’.
En su testamento, hecho público con motivo de su fallecimiento, impresionan las palabras: “¡Manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir!” En este escrito que data del año 2006 nos descubre lo íntimo de su corazón: la gratitud a Dios por el don de la familia, que ha marcado la vida de fe de un teólogo tan eximio; el reconocimiento de la presencia de Dios en los avatares difíciles y sinuosos de la vida; la riqueza que ha supuesto el contacto con tantas personas a lo largo de su vida.
Es una llamada a la confianza en Dios, que guía en última instancia la historia de los hombres con la potencia de su Amor, revelado en Jesucristo, que ha hecho de la Iglesia verdaderamente su cuerpo, a pesar de todos sus defectos e insuficiencias, la relación íntima entre la fe y la razón, la fe y la verdadera ciencia, la fe y la recta interpretación de la Sagrada Escritura.
¡Son tantos los hitos que podríamos recordar de su pontificado, especialmente de su riquísimo magisterio! En España hemos tenido la gracia de tenerlo entre nosotros en varias ocasiones muy significativas.
Todas son dignas de ser recordadas, pero qué duda cabe que aquella vigilia de adoración en Cuatro Vientos, en la JMJ de 2011 en Madrid, fue una experiencia absolutamente inolvidable para todos.
A pesar de la tormenta, permaneció firme bajo la lluvia en el altar y, ante el silencio atronador de más de un millón de fieles, adorando a Jesús de rodillas nos hablaba de la centralidad de Cristo, camino, verdad y vida.
Precisamente Jesucristo ha sido el centro de su vida y de su pontificado. El regalo que nos ha hecho con su obra en tres volúmenes sobre Jesús de Nazaret así lo indica. Seguramente, uno de los mejores testimonios de gratitud, que podemos dar en estos momentos, es volver a leer y estudiar su rico y sabroso magisterio, accesible a todos, porque a pesar de su elevada teología, sus destinatarios eran los fieles sencillos, cuya fe siempre tuvo como empeño defender, proteger y aumentar de los fríos y recios vientos de la secularización.
Siguen resonando en mi corazón aquellas palabras con las que comienza su encíclica Deus Caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Le pedimos al Señor que le dé el descanso en su seno al servidor bueno y fiel. Más aún, le pedimos al Padre Eterno, que nuestro querido Benedicto siga cuidando de nosotros, de la Iglesia y del mundo, desde el cielo.
Personalmente, doy gracias al Señor por haber recibido a través de él la ordenación episcopal. ¡Gracias, Benedicto! ¡Gracias, Señor!