En la Santa Misa de la Solemnidad de la Epifanía del Señor, el Papa ha destacado los «tres gestos de los Magos, que guían nuestro viaje al encuentro con el Señor, que se nos manifiesta como luz y salvación para todas las gentes»
Ha reiterado que para ver la estrella del Señor los Magos alzaron la vista al cielo; «no se contentaron con mirar al suelo: no basta la salud, algo de dinero y un poco de diversión», y no se conformaron con vivir al día, sino que «entendieron que para vivir realmente se necesita una meta alta».
Y ha concluido Francisco su homilía con una petición: “Señor, hazme volver a descubrir la alegría de dar”, y una sugerencia: «Hagamos como los Magos: mirar en alto, caminar, y ofrecer dones gratuitos».
Texto completo de la Homilía del Santo Padre
Tres gestos de los Magos orientan nuestro recorrido al encuentro del Señor, que hoy se manifiesta como luz y salvación para todas las gentes. Los Magos ven la estrella, caminan y ofreces dones.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero, ¿por qué, podríamos preguntarnos, solo los Magos ven la estrella? Quizá porque fueron pocos los que levantaron la mirada al cielo. Y es que, a menudo, en la vida nos contemos con mirar a tierra: nos basta la salud, algún dinero y un poco de diversión. Y me pregunto: ¿aún sabemos levantar la mirada al cielo? ¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos arrastrar por la vida como una rama seca por el viento? Los Magos no se contentaron con “ir tirando”. Intuyeron que, para vivir de verdad, hace falta una meta alta y para eso hay que tener alta la mirada.
Pero, podríamos seguir preguntándonos, ¿por qué, entre los que levantaron la mirada al cielo, muchos otros no siguieron la estrella, «su estrella» (Mt 2,2)? Quizá porque no era una estrella llamativa, que brillase más que otras. Era una estrella −dice el Evangelio− que los Magos apenas vieron «despuntar» (vv. 2.9). La estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita gentilmente. Podemos preguntarnos qué estrella elegimos en la vida. Hay estrellas deslumbrantes, que suscitan emociones fuertes, pero que no orientan el camino. Así es para el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados como fin de la existencia. Son meteoros: brillan un poco de tiempo, pero se apagan pronto y su fulgor se desvanece. Son estrellas decadentes, que despistan en vez de orientar. La estrella del Señor, en cambio, no siempre es fulgurante, pero siempre está presente; es mansa; te lleva de la mano por la vida, te acompaña. No promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y da, como a los Magos, «una alegría grandísima» (Mt 2,10). Pero requiere caminar.
Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para encontrar a Jesús. Su estrella reclama la decisión del camino, el cansancio diario de la marcha; requiere liberarse de pesos inútiles y lujos incómodos que dificultan, y aceptar los imprevistos que no aparecen en el mapa del tranquilo vivir. Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse, salir. No esperar; arriesgarse. No estar quietos; avanzar. Es exigente Jesús: a quien lo busca le propone que deje la poltrona de las comodidades mundanas y el calorcillo agradable de nuestras chimeneas. Seguir a Jesús no es un educado protocolo que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir. Dios, que liberó a su pueblo mediante el éxodo y llamó a nuevos pueblos a seguir su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre y solo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús hay que dejar el miedo a jugársela, la satisfacción de sentirse realizado, la pereza de no pedir nada más a la vida. Hay que arriesgarse, simplemente para encontrar a un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo muestra a través de varios personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y manda a otros a recoger información; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio. También «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo de las novedades de Dios. Prefiere que todo se quede como antes −“siempre se ha hecho así”− y nadie tiene el valor de ir. Más sutil es la tentación de los sacerdotes y de los escribas. Conocen el lugar exacto y se lo dicen a Herodes, citando incluso la antigua profecía. Saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la tentación de quien es creyente desde hace tiempo: se discute de fe, como de algo que ya se sabe, pero no se ponen en juego personalmente por el Señor. Se habla, pero no se reza; se quejan, pero no se hace el bien. Los Magos, en cambio, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen las verdades de la fe, están deseosos y en camino, como muestran los verbos del Evangelio: «vienen a adorarlo» (v. 2), «partieron; al entrar, se prostraron; regresaron» (vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Llegados a donde estaba Jesús, tras el largo viaje, los Magos hacen como Él: dan. Jesús está allí para ofrecer la vida, y ellos ofrecen sus bienes preciosos: oro, incienso y mirra. El Evangelio se realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente, por el Señor, sin esperar nada a cambio: esa es señal cierta de haber encontrado a Jesús, que dice: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8). Hacer el bien sin cálculos, aunque nadie nos lo pida, aunque no nos haga ganar nada, aunque no nos guste. Dios desea eso. Él, hecho pequeño por nosotros, nos pide ofrecer algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes son? Son precisamente los que no tienen nada con qué devolvernos, como el necesitado, el hambriento, el forastero, el encarcelado, el pobre (cfr. Mt 25,31-46). Ofrecer un don agradable a Jesús es cuidar a un enfermo, dedicar tiempo a una persona difícil, ayudar a alguno que no nos produce interés, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones gratuitos, que no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuerda Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos (cfr. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de amor, y procuremos pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que podamos ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle: “Señor, hazme volver a descubrir la alegría de dar”.
Queridos hermanos y hermanas, hagamos como los Magos: mirar en alto, caminar, y ofrecer dones gratuitos.