Como se ha recordado estos días en Italia por quienes rechazaban la ley sobre el fin de la vida y el biotestamento, “los derechos sirven para la vida, no para la muerte”
El domingo 10 era conferido el Premio Nobel de la Paz a la Campaña Internacional para abolir las armas nucleares. Lo recordó el papa Francisco a la hora del Ángelus en Roma: “Tal reconocimiento tiene lugar en coincidencia con el Día de las Naciones Unidas por los Derechos Humanos y esto subraya el fuerte vínculo entre los derechos humanos y el desarme nuclear. De hecho, empeñarse por la tutela de la dignidad de todas las personas, en modo particular de aquellas más débiles y desfavorecidas, significa también trabajar con determinación para construir un mundo sin armas nucleares. Dios nos dona la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común: tenemos la libertad, la inteligencia y la capacidad de guiar la tecnología, de limitar nuestro poder, al servicio de la paz y del verdadero progreso (cfr. Carta Encíclica Laudato si’, 78, 112, 202)”.
En cierto modo, los derechos humanos relacionados con el medio ambiente y el cuidado del planeta, como la mayor parte de los incluidos en la que suele llamarse “tercera generación”, son antes obligaciones éticas generales que derechos exigibles de modo semejante a los de primera generación. Estos suelen incluirse en la parte dogmática de las Constituciones modernas, al menos desde la mexicana de Querétaro en 1917. Así en la española, los del capítulo II, exigibles en recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. En todo caso, tienen amplísima legitimidad, frente a demandas proclamadas por grupos de presión ideológica que reflejan deseos y no propiamente derechos, excepto cuando son admitidos eventualmente por alguna legislación o por sentencias de tribunales, como el de Estrasburgo. Como se ha recordado estos días en Italia por quienes rechazaban la ley sobre el fin de la vida y el biotestamento, “los derechos sirven para la vida, no para la muerte”. Coinciden con la jurisprudencia del tribunal europeo de derechos humanos, que no reconoce ningún “derecho a la muerte”.
El Compendio de Doctrina social de la Iglesia de 2005 resume bien el valor de los derechos humanos: abre el capítulo correspondiente con una consideración del “movimiento hacia la identificación y la proclamación de los derechos del hombre” como “uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana”. Se comprende que Juan Pablo II calificara la Declaración universal del 10 de diciembre de 1948 −dentro de un año cumplirá la respetable cifra de 70 años− como “una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad”.
Muchos recordamos el impacto enorme que tuvo en España la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, en 1963: no en balde, dentro de un mensaje para la construcción de la paz en tiempos de guerra fría, era la primera gran reflexión global de la jerarquía eclesiástica sobre los derechos humanos. Desarrollaría la parte correspondiente a los derechos sociales en Mater et Magistra, hasta llegar al gran documento conciliar Gaudium et spes. Sus grandes líneas han sido desarrolladas oportunamente por los sucesivos pontífices, en documentos bien conocidos.
Para Juan XXIII, los derechos humanos son universales, inviolables, inalienables: responden a exigencias naturales, perfiladas en la historia (dentro del juego humano de naturaleza y libertad): surge espontánea la conciencia de tener un derecho, o la conciencia de injusticia cuando no es reconocido o es violados. De hecho, se llega a un amplio consenso, entre personas de raíces y ámbitos culturales muy diversos: la declaración de 1948 fue elaborada por personas de credos distintos, a veces antagónicos. Lo resumió Jacques Maritain años después: “Estamos de acuerdo sobre esos derechos con tal de que no se nos pida fundamentarlos”.
Lo importante es continuar avanzando en su aplicación, especialmente en cuanto afectan a personas más débiles o desfavorecidas, como recuerda con insistencia Francisco. El Compendio hablaba expresamente de “colmar la distancia entre la letra y el espíritu”. Me limitaré a reproducir el arranque del n. 158: “La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución: ‘También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos’ (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47)”.