Basta con atender a sus ojos, que se iluminarán de una alegría contagiosa al sentirse queridos, reverenciados en sus limitaciones físicas y psíquicas: cicatrices ganadas en la batalla de criarnos
El niño venía hablando mucho. Caminaba y miraba hacia arriba buscando la cara de la señora que reía a su lado: supuse que era su abuela. Al cruzarnos escuché un trozo de la conversación que traía: «Quedan dos días para Nochebuena y tres días para Navidad». El rostro de la abuela espejaba la alegría esperanzada del chaval.
Me acordé del papa Francisco: «Los niños y los ancianos construyen el futuro de los pueblos. Los niños porque llevarán adelante la historia, los ancianos porque transmiten la experiencia y la sabiduría de su vida. Esta relación, este diálogo entre las generaciones, es un tesoro que tenemos que preservar y alimentar».
Por eso es tan importante para ellos la Navidad y por eso queremos cuidarlos de manera muy especial en estas fechas. Ellos las disfrutan más y nosotros las disfrutaremos en la medida en que les hagamos fácil ese gozo. Escuché una vez: «Hemos pasado unas Navidades muy bonitas porque teníamos un niño». La frase puede parecer brutal, pero se entiende, y explica por si sola lo que pretendo decir.
Ocurre lo mismo con los mayores si les dejamos, si les permitimos hablar −aunque repitan historias mil veces contadas− o si les damos conversación aunque apenas hablen. Basta con atender a sus ojos, que se iluminarán de una alegría contagiosa al sentirse queridos, reverenciados en sus limitaciones físicas y psíquicas: cicatrices ganadas en la batalla de criarnos. «La calidad de una civilización se juzga, decía Benedicto XVI, por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común». La alegría de nuestra Navidad, también.
Muchas felicidades para la Navidad, para los ancianos y los niños, para todos, para siempre.