La Gaceta
Que Dios nos libre a nosotros y a las generaciones futuras de los fanáticos de la perfección genética
¡Qué diferentes somos unos de otros! Cada uno ve y hace las cosas a su manera. Ninguno estamos libres de prejuicios. Necesitamos reconocerlo. Esto no es una confesión de relativismo moral, sino la simple constatación del hecho clamoroso de que cada uno de nosotros moldea, día a día y a su propio aire, su vida, lo que hace, lo que piensa. Vivimos siendo diferentes.
La diversidad —la diversidad genética incluida— es un bien de valor incalculable que nos da a todos y cada uno el privilegio de ser únicos, irrepetibles. Eso es fuente de incontables bendiciones. Nos permite adaptarnos, como individuos y como comunidad, a las mil circunstancias en que estamos metidos.
Una parte decisiva de esa diversidad está inscrita en nuestro mismo origen. Emerge del hecho de que la meiosis asigna a cada gameto y, en consecuencia, a cada uno de nosotros en el momento de ser engendrados un genoma propio, singular. Este no sólo influye en la estructura y función de nuestro cuerpo. Juega un papel relevante en la forma en que cada uno interpreta el mundo; en el personal e intransferible modo de ver, oír, pensar, gozar o rezar; en el estilo de vida que libre y responsablemente uno elige. La diversidad es la sal y pimienta de la vida.
Pero la diversidad tiene también su contrapartida. Como todo en esta vida, los complejos mecanismos moleculares y celulares que crean la diversidad fallan a veces, y se manifiestan entonces en una abigarrada variedad de anomalías, de predisposiciones, de enfermedades: unas, felizmente, mínimas; otras, serias.
Eso no tiene nada de extraño. Fui patólogo años atrás y he visto los muchos estragos que en los cuerpos causa la enfermedad. Como consecuencia, una idea se me ha quedado pegada: en la vida los fallos biológicos provocan aciertos. Despiertan, en una especie de milagro permanente, una vasta variedad de ajustes, equilibrios y compensaciones. Los errores son fuente inacabable de sorpresa. Lo expresó de modo magistral Lewis Thomas al referirse a la capacidad de cometer pifias de esa maravillosa molécula que es el ADN, como si se la hubiese diseñado para cometer errores y, después, remendarlos de alguna manera.
Decía Thomas: «Y así, en algún momento de nuestro pasado, un par de nucleótidos se separaron para dejar entrar uno nuevo, o permitieron que un virus les colara un fragmento de genoma extraño, o que la radiación cósmica les causara algunos desperfectos. Y, gracias a eso, el hombre apareció en el mundo».
No hubiéramos llegado a ser lo que biológicamente somos, ni a ser tan diferentes unos de otros, sin la capacidad acomodaticia de esa molécula, a la vez tan frágil y tan tenaz. Y eso tiene su precio. Las enfermedades cromosómicas y las alteraciones genéticas son el acompañamiento necesario de las inmensas ventajas que el ADN nos ha traído. Hemos de aceptar que sus errores son tan nuestros como sus aciertos.
Todos llevamos en nuestro genoma algunas pifias. Unas pasan inadvertidas, otras se manifiestan de forma tardía. Otras ya desde antes de nacer. Muchas sociedades han adoptado ante el daño genético la táctica violenta del “apunta y dispara”, para librarse preventivamente de toda “chatarra genética”.
La mentalidad eugenésica, la exigencia del niño perfecto, me parece deshumana, intolerante, porque en su celo depurador se lleva por delante no sólo a criaturas con defectos de desarrollo, sino a muchos niños normales, víctimas de los falsos positivos y de los daños colaterales del diagnóstico prenatal invasivo.
Se trata de un celo brutal que, para eludir el riesgo de ser llevados a juicio por haber permitido la entrada en el mundo de una criatura con defectos de desarrollo, no duda en sacrificar niños normales, de los cuales nadie va a exigir responsabilidades.
Creo con firmeza que existe un derecho —más que humano, humanísimo— a padecer errores genéticos y, a pesar de ello, ser aceptado por todos, no ser discriminado. Es, me parece, un derecho primario que emerge de lo más esencial de nuestra biología, del que todos sin excepción disfrutamos.
Hace bastantes años lancé un reto a los promotores de la idea del bebé perfecto: «El que esté limpio de pifias genéticas que tire la primera piedra». Lo dije un día, hace años, en Estrasburgo, en una reunión conjunta de la Comisión Jurídica del Consejo de Europa y la Asociación Mundial de Amigos de la Infancia. Y añadí: «Felizmente nací antes de que existiera el sofisticado diagnóstico prenatal. Hoy yo podría haber sido eliminado por mis pequeñas taras: por mi predisposición a la sordera, por mi hernia de hiato, ¡por mis meñiques cortos! Según el ‘Fanconi’, el libro de Pediatría que yo estudié, mis meñiques cortos me marcaban como portador de estigmas degenerativos».
Mostré mis manos y, con asombro general, dos miembros de la mesa presidencial (la princesa de Borbón-Lobkowicz y el secretario general del Consejo) compartían conmigo los meñiques cortos.
Que Dios nos libre a nosotros y a las generaciones futuras de los fanáticos de la perfección genética. Que, por favor, nos dejen vivir con nuestros errores.
Gonzalo Herranz
Profesor honorario de Ética Médica
Universidad de Navarra
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