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Ellos sonreían…, se les notaba contentos
Después de un safari arquitectónico, pasé por la Catedral y me pensé quedar un rato allí, a ver si conseguía rezar algo, sentado al fondo de la nave.
Había una misa en gallego (...).
Por suerte, me despistó otra cosa: a los dos minutos se puso dos bancos delante una familia —madre con blusa de grandes y muy alegres rayas verdes y azules, padre con vaqueros y barba, hijo preadolescente muy delgado por el inicio del estirón y hermano mayor —ya con más que bozo— desmadejado y sujeto con cinturones en una silla de ruedas.
La madre le tenía cogida la mano, mientras él hacía angustiosos intentos de estirarse dentro de la silla, torcido en diagonal y la cabeza inclinada en el babero. A veces se soltaba la mano —y parece que eso era peligroso para él— y la madre volvía a cogerla, le daba un beso en ella y volvía a juntarla con la suya.
Le dio un montón de besos, y varias veces también en la mejilla, sepultándose en ella a cámara lenta.
Y viendo el espectáculo yo, único espectador, pasé de la crítica lingüístico-literaria a intentar decirle al Señor: así debe de ser tu amor y yo debo de ser el de la silla, estirándome de lado.
Y cuando llegó el momento de la paz aquello fue una fiesta: el padre besó a los dos hijos con un cariño enorme, al pequeño —que había estado todo el tiempo pegado a él, cobijándose en su costado— y al mayor; le dio un beso a su mujer, y esta otro a sus hijos: qué suerte que fuese una familia tan de besarse, me venía muy bien en ese momento verles. Resultó que además estaban en la fila de delante los abuelos: pues fue la abuela, se vino para atrás y se sepultó también en la mejilla de su nieto mayor.
Yo intenté imaginarme en el lugar de la madre y me costaba hacerme a la idea de tantos años de cuidar así a un hijo. Probé a ponerme en el lugar del padre —me pareció que era de mi edad— y también se me hacía cuesta arriba imaginarme una vida así.
Pero ellos, cómo sonreían, qué contentos se les notaba.
Se acabó la misa, yo seguí sentado, se apagaron las luces, se estaba bien allí.
Se habían ido todos, se quedó la madre con el hijo de la silla, agarrado a su mano.
Me iba a ir ya y pensé que estaría bien acercarme a decirle a esa señora lo que me conmovían tantos años de esfuerzo por su hijo y que su familia me había servido de ejemplo del amor de Dios de padre y de madre. Pero me daba apuro decir una cosa así.
Así que me fui. A diez metros, por la nave lateral, a la altura de ella, me volví y me vio y me sonrió. Y ya entonces le hice un gesto con la mano y sonreí yo todo lo que pude: creo que entendió lo que quería decirle.
Ángel Ruiz
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