Ésta es la historia de un conserje que consiguió salir de la calle y que ahora ayuda a quienes “nadie quiere mirar”
Juan tiene 68 años, la sonrisa tatuada en la cara y una vida que merece la pena ser contada. Le gustan los Beatles y el mar, aunque durante mucho tiempo trabajó como conserje en un edificio del barrio de Salamanca, una de las zonas más adineradas de Madrid. De camino al trabajo −recuerda− se encontraba cada mañana con un mendigo que pedía dinero en la esquina de Goya con Velázquez; nunca pensó que él acabaría ocupando su lugar.
Cuando Juan se prepara para explicarle a su interlocutor cómo acabó viviendo en la calle, arranca con un elocuente «Yo era una persona normal». Pero varias operaciones de rodilla, un inesperado despido y la crisis dieron con él y con su maleta en la estación de Atocha. «Pensé que podría prejubilarme, pero cuando fui a arreglar los papeles me dijeron que tenía una deuda con la Seguridad Social. En ese momento ya no tenía medios para pagarla y me vi sin casa». La deuda por la que este hombre de buenas maneras y gesto afable vagó cuatro años de acera en acera ascendía a «1.817 euros con 28 céntimos». La cifra la lleva grabada en la mente.
La primera noche como vagabundo, Juan la rememora abrazado a su maleta. Con ella se fue a la estación de Atocha, hasta que a la una de la madrugada cerraron las puertas. «Sentí miedo y verdadera desesperación. Me tiré toda la noche dando vueltas con la maleta y al día siguiente volví», cuenta. El debut de este toledano como sintecho fue −si la crudeza puede cuantificarse− aún más brutal de lo esperado.
En dos días no comió nada, hasta que otro grupo de personas sin hogar se acercaron a él. Llevaban días observándolo y le dieron comida, agua y tabaco. También una guía para sobrevivir en la calle. Así fue cómo Juan acabó ocupando el puesto del hombre con el que él se cruzaba cada mañana. «Me dio mucha vergüenza coger un cartel y pedir limosna, pero no podía hacer otra cosa». En los albergues de la capital la lista de espera puede llegar a los tres meses, por lo que los cajeros o los soportales suelen ser el único rincón al que muchos mendigos aspiran. A los cinco meses de recorrerse las calles de la ciudad, el conserje cruzó la mirada con una vecina del edificio en el que había trabajado durante años, que se plantó ante su letrero. «No lo resistí, la vergüenza fue tal que gasté los 50 eurillos que había ahorrado en irme de allí y así llegué a Galicia».
A ras de suelo nadie mira
Con la mochila cargada de sabiduría, Juan habla de la mendicidad sin paños calientes y valora lo bueno y lo malo que aprendió en los cuatro años que fue vagabundo. O −como él resalta severo− «en los cuatro años en los que me convertí en un cero a la izquierda». «Cuando vives en la calle la gente no te mira, te vuelves invisible, nadie te escucha, la gente no quiere ver y eso es lo más duro. También descubres que en los bancos de los parques hay más compañerismo que en la sociedad. Si alguien tiene un bocadillo, ten por seguro que te dará medio», afirma con la voz quebrada. Al volver atrás en el tiempo y encarar lo que le tocó vivir, Juan reconoce que siempre tuvo a alguien al lado que lo protegió. «Más de una vez pensé en emborracharme o en hacer otras cosas, pero siempre me frenaba algo», deja en suspenso.
Coincidiendo con su llegada a Galicia, Juan transitó por varias ciudades hasta que llegó a Ferrol. Allí descubrió el centro de Cáritas y a Carmela, la persona que cambió el rumbo de su vida. A ella le contó su situación y poco tiempo después consiguió el dinero para pagar su deuda y arreglar su pensión. Mientras todo se solucionaba, le dieron alojamiento en un piso compartido que abandonó nada más cobrar el primer pago. «Alquilé una casiña, devolví el dinero que me habían prestado y volví a ser persona», confiesa. Todo cambió −se conmueve− el día que entré a comprar el pan a la panadería donde siempre me ponía a pedir. El panadero se emocionó y yo también».
Segundas oportunidades
Aferrado a esta segunda oportunidad, el hombre que perdió su identidad al convertirse en mendigo decidió que darle la vuelta a la tortilla era un buen plan y se convirtió en voluntario de Cáritas. Antes se empadronó en Ferrol, la ciudad en la que decididamente echará raíces. Después, hizo un curso en la universidad, lo aprobó y entró a formar parte de la plantilla de voluntarios. Desde entonces ha participado en congresos y en charlas sobre cómo ayudar a las personas sin hogar. En su día a día acompaña a quienes siguen atrapados en la mendicidad y les ayuda en gestiones tan comunes como renovarse el DNI. «Quienes hemos estado en la calle sabemos que se pierde mucho. Si acuden a nosotros vamos con ellos a la Policía y se lo pagamos», explica.
Tras una pausa, Juan reflexiona: «Es que para saber lo que se pasa en la calle... hay que estar en ella». La máxima lo legitima para empatizar y tender la mano a quienes mendigan en la ciudad en la que ahora vive. Y la pregunta es casi obligada. «¿Cómo ayudar a quien está pidiendo?» La respuesta, descoloca y rompe. «Míralos a los ojos. Antes de que te den una limosna, es preferible que te den los buenos días». Juan se despide de camino al puerto de Ferrol, desde donde cada día mira al mar.