Audiencia Jubilar del segundo sábado de abril, en cuya catequesis el Obispo de Roma propuso el tema de la Misericordia y la limosna
Texto de la catequesis del Santo Padre
El Evangelio que hemos escuchado nos permite descubrir un aspecto esencial de la misericordia: la limosna. Puede parecer algo simple dar limosna, pero debemos prestar atención para no vaciar ese gesto del gran contenido que posee. Porque el término “limosna” deriva del griego y significa precisamente “misericordia”. La limosna, pues, debería llevar consigo toda la riqueza de la misericordia. Y como la misericordia tiene mil caminos y mil formas, así la limosna se expresa de tantos modos, para aliviar el mal de cuantos pasan necesidad.
El deber de la limosna es antiguo como la Biblia. El sacrificio y la limosna eran dos deberes a los que una persona religiosa debía atenerse. Hay páginas importantes en el Antiguo Testamento donde Dios exige una atención particular a los pobres que, de vez en cuando, son los que no tienen nada, los extranjeros, los huérfanos y las viudas. En la Biblia es algo que se repite: el menesteroso, la viuda, el extranjero, el forastero, el huérfano… es una exigencia repetida. Porque Dios quiere que su pueblo mire a esos hermanos nuestros; es más, diría que están precisamente en el centro del mensaje: alabar a Dios con el sacrificio y alabar a Dios con la limosna.
Junto a la obligación de acordarse de ellos, se da también una indicación preciosa: «Sin falta le darás, y no serás mezquino de corazón cuando le des» (Dt 15,10). Esto significa que la caridad requiere, ante todo, una actitud de alegría interior. Ofrecer misericordia no puede ser un peso o una carga de la que librarse cuanto antes. Cuánta gente se justifica a sí misma para no dar limosna diciendo: “¿Cómo va a ser? Si le doy quizá se lo gaste en vino para emborracharse”. ¡Pues si se emborracha, a lo mejor es que no tiene otra salida! Y tú, ¿qué haces a escondidas cuando nadie te ve? ¿Tú eres juez de ese pobre hombre que te pide una moneda para un vaso de vino? Me gusta recordar el episodio del viejo Tobías que, tras haber recibido una gran suma de dinero, llamó a su hijo y le instruyó con estas palabras: «A todos los que practican la justicia dales limosna de tus bienes y no lo hagas de mala gana. No apartes tu rostro del pobre y el Señor no apartará su rostro de ti» (Tb 4,7). Son palabras muy sabias que ayudan a entender el valor de la limosna.
Jesús, como hemos oído, nos dejó una enseñanza insustituible. Ante todo, nos pide no dar limosna para ser alabados ni admirados de los hombres por nuestra generosidad: hazlo de modo que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda (cfr. Mt 6,3). No es la apariencia lo que cuenta, sino la capacidad de detenerse a mirar a la cara de la persona que pide ayuda. Cada uno puede preguntarse: “¿Soy capaz de pararme y mirar a la cara, mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda? ¿Soy capaz?”. No debemos identificar, pues, la limosna con la simple moneda dada de prisa, sin mirar a la persona y sin pararnos a hablar para saber qué necesita de verdad. Al mismo tiempo, debemos distinguir entre los pobres y las diversas formas de mendicidad que no ayudan para nada a los verdaderos pobres. En definitiva, la limosna es un gesto de amor que se dirige a cuantos encontremos; un gesto de atención sincera a quien se acerca a nosotros y pide nuestra ayuda, hecha en secreto, donde solo Dios ve y comprende el valor del acto realizado.
Pero dar limosna debe ser también para nosotros algo que suponga un sacrificio. Recuerdo a una madre que tenía tres hijos, de seis, cinco y tres años, más o menos. Y siempre enseñaba a sus hijos que había que dar limosna a las personas que la pedían. Estaban comiendo, cada uno una costilla a la milanesa, como se dice en mi tierra, un filete empanado. Llaman a la puerta. El más grande va a abrir y vuelve: “Mamá, hay un pobre que pide de comer”. “¿Qué hacemos?”, pregunta la madre. “Le damos −dicen todos−, le damos”. “Bien: pues coge la mitad de tu filete, tú coge la otra mitad, y tú la otra mitad, y hacemos dos bocadillos”. “¡No, mamá, no!”. “¿No? Tú da de lo tuyo, de lo que te cuesta”. Eso es involucrarse con el pobre. Yo me privo de algo de lo mío para dártelo a ti. A los padres os digo: educad a vuestros hijos a dar limosna así, a ser generosos con lo que tienen.
Hagamos nuestras las palabras del apóstol Pablo: «En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir» (Hch 20,35; cfr 2Cor 9,7).