Los creyentes son ciudadanos que contribuyen con su leal saber y entender a la construcción de la sociedad
He leído con interés los resúmenes de la intervención del papa Francisco en el Congreso eclesial italiano, que se celebraba en Florencia la semana anterior, dedicado al tema “En Jesucristo el nuevo humanismo”. Porque, a mi juicio, se trata de un concepto muy usado, no siempre con precisión, como si fuese un sucedáneo cultural para evitar una no deseada confesionalidad en tantos aspectos de la vida contemporánea.
En su discurso, el papa partió de la centralidad de Jesucristo en la vida cristiana y en la historia de la humanidad, más allá de planteamientos ideológicos: en Jesús aparecen “los rasgos del verdadero rostro del hombre”, y se impone un punto de partida que es casi una conclusión: “Es la contemplación del rostro de Jesús, muerto y resucitado, la que recompone nuestra humanidad, también la que está fragmentada por las dificultades de la vida, o marcada por el pecado”.
Por tanto, Francisco no quiere esbozar los rasgos abstractos del humanismo, de una idea cristiana del hombre, porque el Evangelio y las cartas de Pablo invitan a penetrar en los sentimientos de Cristo, especialmente en la cruz: “No son sensaciones provisionales del ánimo, sino la cálida fuerza interior que nos hace capaces de vivir y de tomar decisiones”.
De esos sentimientos, destacó la humildad −la gloria de Dios no siempre coincide con la nuestra, el desinterés −frente a seguridades que derivarían de estructuras o normas, la bienaventuranza −que incluye “la riqueza de la solidaridad, del compartir también lo poco que tenemos”.
Desde ahí se entiende que la jerarquía eclesiástica no deba estar como obsesionada por el “poder”, tampoco el que pudiera considerarse útil para el servicio solidario a los hombres de nuestro tiempo. Como ha dicho otras veces y repitió en Florencia, “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle [ahí estamos desde siempre, y sin mandato eclesiástico alguno, los laicos], antes que una Iglesia [¿una jerarquía?] enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.
El papa se atrevió a aplicar, con razón, a la situación presente el riesgo de herejías que podían parecer arcaicas. Ciertamente en la Iglesia permanece el peligro del pelagianismo al que tanto esfuerzo dedicó san Agustín en tiempos como los actuales de cambio de civilización. En síntesis, “la doctrina cristiana no es un sistema cerrado, incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes, sino que está vivo, sabe inquietar, animar. Su rostro no es rígido, su cuerpo se mueve y crece, su carne es carne: la doctrina cristiana se llama Jesucristo”.
En la no lejana etapa postconciliar se presentaron manifestaciones arrianas −el manido horizontalismo frente al espiritualismo y gnósticas. Estas últimas preocupan especialmente a Francisco, como señaló ya en Brasil en 2013: la tentación del gnosticismo, “que lleva a confiar en el razonamiento lógico y claro, que, sin embargo, pierde la ternura de la carne del hermano”.
De ahí la gran petición a los obispos, en Italia, como en España y en todo el mundo: “que sean pastores. Nada más: pastores (...). Como pastores no seáis predicadores de doctrinas complejas, sino heraldos de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Apuntad a lo esencial, al kerigma. No hay nada más sólido, profundo y seguro de este anuncio. Pero que sea todo el pueblo de Dios el que anuncie el Evangelio: quiero decir el pueblo y los pastores”.
Por lo demás, la Iglesia −especialmente los laicos ha de ser “levadura de diálogo, de encuentro, de unidad”. No impide dar respuesta positiva a las auténticas amenazas a la dignidad humana que surgen en tantos debates públicos. Pero los creyentes son ciudadanos, que contribuyen con su leal saber y entender a la construcción de la sociedad. En lo posible, como recomienda Francisco, “estéis donde estéis, no construyáis nunca muros ni fronteras, sino plazas y hospitales de campaña”.
En definitiva, “el humanismo cristiano que estáis llamados a vivir afirma radicalmente la dignidad de cada persona como Hijo de Dios, establece entre cada ser humano una fraternidad fundamental, enseña a entender el trabajo, a habitar la creación como una casa común, ofrece razones para la alegría y el humorismo, incluso en medio de una vida muy dura”.