Cuando no entendemos cómo ha podido suceder algo (
) hay que recomenzar desde la verdad (que incluye la razón) y el amor
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A veces no comprendemos que otros no comprendan. Podemos tener la tentación de pensar que es un problema de los demás, y quizá es en parte así, pero no del todo. Por eso se impone la purificación de nuestra memoria, el examen de conciencia, reconocer los hechos o las omisiones ante Dios y los demás, y, desde ahí, trabajar por la caridad en la verdad. «La verdad —ha dicho Benedicto XVI, poniendo como ejemplo a Newman— se transmite no sólo por la enseñanza formal, por importante que ésta sea, sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa».
Una vez más el Papa ha afrontado, en su viaje al Reino Unido, los abusos de menores por parte de clérigos. Y lo ha hecho mostrando una especial clarividencia y coherencia.
Hizo alusión a ese tema ya al comienzo del viaje, cuando le preguntaron cómo pensaba contribuir a restablecer la confianza de los fieles en la Iglesia. Dijo que para él había supuesto «un shock, una gran tristeza», difícil de asimilar y comprender. Una vez más lamentó «que la autoridad de la Iglesia no fuera suficientemente vigilante y suficientemente veloz y decidida para tomar las medidas necesarias». Y por todo esto —atención a estas palabras luminosas— «estamos en un momento de penitencia, de humildad, de renovada sinceridad».
Volvió sobre ello nada menos que en la Catedral de la Preciosísima Sangre de Cristo (Westminster), a los pies de un gran crucifijo: «Cristo —así lo vio— triturado por el sufrimiento, abrumado por la tristeza, víctima inocente cuya muerte nos ha reconciliado con el Padre y nos ha hecho partícipes en la vida misma de Dios». Y recordó que la Eucaristía es precisamente la actualización sacramental del sacrificio de la Cruz.
Pero Cristo no está sólo en la Eucaristía, sino también «en la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo».
¿Dónde se ve esto? No se trata de ninguna teoría. En primer lugar, de forma elocuente, en «los mártires de todos los tiempos», que unieron su sacrificio al de Cristo. También se refleja en tantos cristianos de todo el mundo «que aún hoy sufren discriminación y persecución por su fe». Asimismo, «con frecuencia de forma oculta, en el sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del Señor para la santificación de la Iglesia y la redención del mundo…, en particular, los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente».
Y justamente en este contexto, el Papa —vicario de Cristo— retomó la cuestión espinosa de los abusos: «Pienso también en el inmenso sufrimiento causado por el abuso de menores, especialmente por los ministros de la Iglesia». Volvió a pedir perdón a las víctimas y reconocer la vergüenza y humillación sufridas «a causa de estos pecados»; y, añadió, «os invito a presentarlas al Señor, confiando que este castigo contribuirá a la sanación de las víctimas, a la purificación de la Iglesia y a la renovación de su inveterado compromiso con la educación y la atención de los jóvenes». Similares argumentos recordaría al día siguiente a los obispos de Inglaterra, Gales y Escocia.
De esto que ha sucedido y del modo en que Benedicto XVI lo viene afrontando, brotan muchas enseñanzas para los cristianos y para todos. Ante las cosas que no se comprenden pero que pueden relacionarse con los propios errores, estos son los remedios: penitencia, humildad, sinceridad. Es decir: reconocer la verdad y rectificar ante Dios y ante quienes hayamos podido ofender, es condición para redescubrir una nueva luz y recomenzar un camino más pleno, más auténtico.
El cristianismo no es una mera doctrina, ni un mero conjunto de normas —un código—, ni tampoco la invitación a obedecer una ley que viniese de fuera del corazón humano. Es la unión vital con una persona: Cristo. Por eso, cuando no entendemos cómo ha podido suceder algo —en lo que quizá nos hayamos equivocado—, o no conseguimos que otros nos entiendan, no basta acudir a una doctrina o invocar unas normas, unos derechos o deberes, o seguir adelante de un modo voluntarista o estoico; sino que hay que recomenzar desde la verdad (que incluye la razón) y el amor. Y eso cuesta. A Cristo le costó el sacrificio de la Cruz.
Un sabio teólogo ha señalado que la pedagogía de Cristo se muestra particularmente en su anuncio del Juicio final, cuando habló de las omisiones del amor en la atención a los pobres y necesitados. Sobre la Cruz manifestó el más grande amor que jamás haya podido existir por cada persona y por el mundo entero. Así venció y así enseñó el camino de la luz y de la Vida.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra