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Reavivar las raíces cristianas de Europa es una constante preocupación de los últimos Papas: En su reciente visita a Fátima el Papa Benedicto XVI exhorta a los países de raíces cristianas a conjugar el pasado y el futuro de su historia, porque «un pueblo que renuncia a su verdad se pierde en los laberintos del tiempo y de la historia sin valores definidos y sin objetivos grandiosos».
Nos invita a buscar un sano equilibrio entre el pasado y el presente, amenazado por la pérdida de la propia historia. Con clarividencia advierte que resultaría dramático para los países de mayoría católica y de cultura profundamente marcada por el cristianismo intentar buscar la verdad, prescindiendo de Jesucristo.
Ya su antecesor Juan Pablo II en su visita a Santiago de Compostela en noviembre de 1982, había resaltado este mismo pensamiento:
«La identidad europea es incomprensible sin el cristianismo, y precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes, de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra todo lo que constituye su gloria».
Sin perder de vista la cultura común europea, a mí me interesa especialmente descubrir esas raíces cristianas y los valores que vertebraron nuestra España, que hoy nos tratan de arrancar y destruir como nocivas antiguallas.
El valor de la trascendencia
En este año jacobeo no podemos olvidar que Compostela y el Camino de Santiago, han sido, a lo largo de los siglos, un faro de cultura universal por el intercambio constante de personas con diferentes formas de vida. Pero la cultura no se limita a valores humanos, políticos o económicos.
Los valores religiosos, el respeto a lo sagrado, y en especial al Ser Supremo, al Dios Creador y trascendente, es fundamental en todas las culturas. El espíritu de trascendencia es el primer valor que da unidad a las diversas culturas europeas, sin hacerles perder su propia originalidad. Religa al hombre con la divinidad y con sus raíces más esenciales y profundas. El Camino de Santiago ha sido y sigue siendo una experiencia vital marcada por lo divino.
Una prueba de este espíritu religioso es la construcción a lo largo del Camino de ermitas, iglesias, monasterios, hospitales, cruceros, fuentes y albergues,… ante la afluencia constante de peregrinos. Vinieron después artesanos, casas de comidas, comerciantes, cambistas… Así nacieron los poblados, en los que nunca falta una iglesia céntrica, como la gallina evangélica que cobija a sus polluelos, y es la señal bien visible de su cristianismo.
En este espíritu religioso entran también otros elementos fundamentales que contribuyeron a forjar la identidad europea, como son la dignidad humana, que brota de la conciencia arraigada en el hombre de su origen y destino divinos, de sentirse hijo de Dios y de estar religado a Él, aceptando su voluntad, expresada en los Evangelios y en los preceptos de la Iglesia.
El matrimonio y la familia
Otro elemento que caracteriza la identidad europea es la estima del matrimonio y de la familia, núcleo sagrado y fuente de vida para la sociedad y para la Iglesia. Con más relieve, si cabe, en España; pero por desgracia el matrimonio y la familia están hoy seriamente amenazados entre nosotros, por la práctica difundida de la convivencia del hombre con la mujer sin el amparo de una forma jurídica de matrimonio. Por equiparar al matrimonio la unión entre homosexuales, lo que inflige otro grave ataque a la familia, al derribar los pilares de la moral familiar, que siempre ha considerado esencial en el matrimonio la comunión entre hombre y mujer abiertos a los hijos para formar la familia.
Para que nada falte en España y en otros países se va extendiendo la abominable ley permisiva del aborto, como un derecho de la mujer, incluso para las adolescentes a partir de los 16 años, incluso sin conocimiento paterno. El abandono de las madres gestantes, la manipulación genética, el tráfico de personas y el comercio de órganos… son otras formas nuevas de esclavitud.
La Europa ideal
Frente a este laicismo radical que pretende barrer todas las huellas de lo religioso, que lentamente fueron forjando la cultura y el humanismo de Europa y de España me permito presentar la Europa ideal, que soñó Juan Pablo II al recibir en 1904 el Premio Carlomagno de Aquisgrán:
«Pienso en una Europa sin nacionalismos egoístas, en la que sus naciones se consideren centros vivos de una riqueza cultural que sea considerada digna de recibir protección y promoción para beneficio de todos.
Pienso en una Europa en la que los logros de la ciencia, la economía y el bienestar social no se dirigen a un insensato consumismo, sino que estén al servicio de toda persona necesitada y de la ayuda solidaria a otros países que tratan de conseguir el objetivo de la seguridad social. Ojalá Europa, que en la historia ha sufrido tantas guerras sangrientas, llegue a ser un agente activo de paz para el mundo.
Pienso en una Europa cuya unidad esté basada en libertad verdadera. La libertad religiosa y las libertades sociales han madurado como frutos preciosos en el “humus” del cristianismo».
¿Podremos convertir algún día esta utopía del Papa en hermosa realidad?
Miguel Combarros. Misionero, premio mundial de Poesía Mística Fernando Rielo (1999)
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