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Ahora que se ha cumplido un año de la encíclica “Caritas in veritate”, cabe subrayar alguno de sus temas más importantes. Uno de ellos es la estrecha relación entre la caridad y la justicia.
En primer lugar, la caridad. La caridad no es sólo dar un poco de dinero o de tiempo, ropa usada, o palabras de consuelo. Es la principal de las actitudes cristianas, que todo lo envuelve y engrandece. Y en relación con la justicia, «el amor —‘caritas’— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz».
Si esto es así, entonces deberíamos preguntarnos —especialmente los cristianos, que conocemos que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8 y 16)—: ¿cómo es posible que no nos comprometamos más en estos campos? Y la respuesta sólo puede ser: es que no amamos bien —«de manera auténtica», según la encíclica—, o no amamos suficientemente. Pero este amor nuestro imperfecto y limitado puede ser purificado por Cristo, si llegamos a conocerle e identificarnos con Él.
En segundo lugar, «La caridad va más allá de la justicia —continúa el texto—, porque amar es dar, ofrecer de lo ‘mío’ al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es ‘suyo’, lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar».
En efecto. De por sí, la justicia como virtud humana no lleva a dar “lo mío” al otro. Esto es propio de la caridad o del amor. Ahora bien —continúa el documento— «no puedo ‘dar’ al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde». Antes de dar “lo mío” tengo que reconocer “lo suyo” y dárselo. Por eso «quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos». En definitiva, «no basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es ‘inseparable de la caridad’, intrínseca a ella».
De aquí deduce el texto que la justicia es ya una primera forma, un primer camino para la caridad; una parte integrante y necesaria de la caridad; su «medida mínima» (Pablo VI), pues el amor debe ser «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).
Así que la caridad exige la justicia, por un lado. Por otro lado, «la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón» (Juan Pablo II). Los hombres —imágenes de Dios— no pueden relacionarse sólo a base de derechos y deberes, sino también mediante «relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión».
En suma —y lo que sigue es todo un programa de vida cristiana coherente—: «La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo». Con otras palabras: cualquiera que vive la justicia se sitúa ya en la línea de Dios. Puesto que la justicia es un “amor inicial” y quien ama conoce de algún modo a Dios, el que vive la justicia se coloca —al menos germinalmente— en una línea de conocimiento y amor de Dios, y, por tanto, contribuye al bien terreno y eterno de los demás.
Tercero: vivir la justicia exige trabajar por el bien común. «Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis», es decir, en la multiforme actividad social, cultural y política. Está bien claro: el servicio al bien común, «como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno».
Cuarto: en consecuencia, la doctrina social de la Iglesia —que impulsa a la justicia y al bien común— es un servicio a la evangelización, y «ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz». Más aún, el Evangelio, y con él la caridad que es su corazón, «es la principal fuerza al servicio del desarrollo».
En otros términos, «el testimonio de la caridad de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización». El compromiso por la justicia, porque es manifestación necesaria de caridad, es parte, y parte esencial, de la evangelización.
Alguien podría objetar: injusticias las ha habido y probablemente las habrá siempre, y son muchas; ¿de qué sirve entonces apresurarse en remediarlas? Siguiendo su lógica “teo-lógica”, dice la encíclica: es la caridad de Cristo la que nos urge (cf. 2 Co 5, 14), es decir, la verdad de la caridad. Por tanto, «esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad». Brevemente: no es sólo la “crisis” económica actual lo que debe movernos a buscar el bien para todos, sino la coherencia humana y cristiana, la auténtica solidaridad y fraternidad de las que cada cristiano tiene el compromiso expreso de dar testimonio.
Vale la pena reproducir, a este respecto, un texto de Josemaría Escrivá: «Cuando tu egoísmo te aparta del común afán por el bienestar sano y santo de los hombres, cuando te haces calculador y no te conmueves ante las miserias materiales o morales de tus prójimos, me obligas a echarte en cara algo muy fuerte, para que reacciones: si no sientes la bendita fraternidad con tus hermanos los hombres y vives al margen de la gran familia cristiana, eres un pobre inclusero” (Surco, n. 16).
Y así es. El que se encuentra en una inclusa es porque ha sido abandonado, no conoce a su familia, aunque seguramente los que le cuidan intentarán sustituir a la familia que le falta. Y es que quien no tiene familia es un árbol sin raíces. Sin familia no hay desarrollo de la personalidad, ni en el nivel humano ni —mucho menos— en el más pleno nivel de lo cristiano. Los cristianos, familia de Dios, aspiramos a hacer del mundo la familia de los hijos de Dios. ¿Cómo podríamos dejar de “reaccionar” contra el egoísmo cuando disponemos, por la gracia, del don de la caridad, la más grande luz y fuerza para vivir la justicia?
Algunas consecuencias concretas de este vivir la justicia “desde dentro” de la caridad, según la encíclica: respetar la vida en todas sus etapas, cuidar de los pobres y necesitados, esforzarse por reducir las desigualdades sociales, procurar el acceso al trabajo para todos, garantizar la libertad religiosa, abrirse a la gratuidad, promover la solidaridad y la confianza en el mercado económico, situar la finalidad de la economía en el desarrollo de todos, esto es, en el bien común —más allá de los beneficios inmediatos—, teniendo en cuenta también a las generaciones venideras. ¡Todo un programa!
En cualquier caso, la justicia a la realidad de las personas y de las cosas comienza por reconocer que Dios existe y que es el origen del amor. Por eso —señala Benedicto XVI— «el humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano». De hecho, «la conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas».
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
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