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En ocasiones se habla de la Iglesia como santa y pecadora. En realidad no es así. La Iglesia por sí es santa, si bien dice el Concilio Vaticano II al mismo tiempo durante la historia está siempre necesitada de purificación. Esto se debe a que tiene en su seno pecadores. De hecho procura continuamente que se conviertan en justos, es decir en santos.
Entonces podría alguien preguntarse, ¿dónde se ve en la tierra que la Iglesia es santa? La respuesta es: se ve continuamente, si se mira sin prejuicios, precisamente en sus muchos justos, en los frutos que da ya aquí abajo la vida de los santos, en la fe de los mártires, en cómo van influyendo los cristianos en la transformación de la historia, etc.
Nada de esto debe hacer olvidar que han existido y existen también entre los cristianos los pecadores todos de alguna manera lo somos, unos más que otros; y la Iglesia misma se ha hecho más consciente de que para poder ser eficaz en su misión, antes que nada tiene que permanecer en cada uno de sus miembros y en su conjunto a la escucha de Dios, de modo que responda a lo que Dios quiere para ella y para el mundo.
En especial los últimos Papas han promovido la purificación de la memoria en la Iglesia. Es decir, el pedir perdón junto con el poner los medios para que los pecados y los escándalos no se repitan. A pesar de todo es previsible, como dijo ya el Maestro, que siempre habrá escándalos. Hay que intentar que no se produzcan, no ya los escándalos sino sus causas y raíces.
Especialmente escandaloso es el mal que se hace con ocasión de las tareas de la Iglesia, en concreto el daño causado por algunos sacerdotes en la labor educativa con los niños y jóvenes. Al mismo tiempo, no puede olvidarse que Jesús estuvo clavado en la Cruz y dio hasta la última gota de su sangre por la santidad de la Iglesia y la de la humanidad. Nos conoció a cada uno, dice San Pablo, y dio su vida por nosotros.
La Cruz ni puede olvidarse, ni convertirse para un pecador en un pretexto para seguir pecando. La Cruz existe porque existe el pecado, y el pecado existe porque existe la libertad. Lo que se requiere es enseñar de verdad a ser libres, y esto significa buscar siempre la verdad y el amor en todas las cosas (lo contrario no es libertad sino esclavitud).
Dicho todo lo anterior, no es cierto que la Iglesia se esté hundiendo o vaya a desaparecer. Tiene en la historia su permanencia garantizada por Dios. Esto no significa que en determinados países o regiones del mundo puedan dejar de existir los cristianos (como de hecho ha sucedido).
La pregunta es si entre nosotros, aquí y ahora, en nuestras familias, en nuestras ciudades, en nuestros países, está sucediendo o puede suceder esto. No falta quien señale datos negativos y patentes, con formulaciones un tanto provocativas y simplificadoras: el declive de la práctica religiosa, el descenso y las defecciones de las vocaciones de sacerdotes y religiosos, lo irreversible de la modernidad, el tozudo formalismo de la institución eclesial, etc.
De ahí se deduce a veces, como si fuera una consecuencia evidente, que la doctrina y la moral de la Iglesia ya no sirven, o que su lenguaje es moralizante e inadaptado para nuestra época, y tendría que ser más espiritual o místico.
Habría mucho que decir y matizar en cada uno de estos temas. La solución no viene ni por la negación de la Revelación cristiana (las Escrituras y la Tradición de la Iglesia) ni por la negación ingenua de la realidad, ni por el pesimismo. La solución hay que buscarla viviendo personalmente con autenticidad el Evangelio y ayudando a los demás a descubrir el mensaje cristiano. Y esto incluye el esfuerzo por evitar el pecado y acercarse a la santidad, por el amor y la cruz.
No buscamos los cristianos la cruz por sí misma, sino porque queremos imitar a Cristo que nos redimió en la cruz; y queremos unirnos con Él en lo que realizó en la cruz, y así corredimir con Él abrazando la cruz, el dolor; sobre todo cuando no se puede evitar, y mientras se trata de evitar. Cristo, dijo Pascal, está en agonía hasta el fin del mundo.
Escribió San Agustín en su libro La Ciudad de Dios, que, en su tarea, no le faltan a la Iglesia ni las persecuciones del mundo de quienes se consideran contrarios a la fe ni los consuelos de Dios. Ciertamente, los hijos de las tinieblas son con frecuencia más activos que los hijos de la luz. Ciertamente, hay una labor de cultura que hay que impulsar en tantos lugares (para compensar el pan y circo que aborrega a muchos ciudadanos). Ciertamente, a los jóvenes hay que presentarles el Evangelio en toda su belleza y atractivo. Ciertamente, podríamos esforzarnos en aprovechar más los tesoros de la liturgia y de la espiritualidad cristianas, o mejorar nuestra sensibilidad por los más pobres y necesitados. Pero todo esto no se hace de un día para otro, ni se puede vender como en rebajas, a costa del bien, de la verdad, de la unidad.
Y también ciertamente nada de ello es una utopía. La Iglesia no es inmóvil ha recordado Benedicto XVI citando a San Buenaventura porque las obras de Cristo no van atrás, no disminuyen, sino que progresan. No cabe ceder añade el Papa ante un utopismo espiritualista o anárquico, que se viene repitiendo cansinamente tras el Concilio Vaticano II.
Algunos señala estaban convencidos de que todo sería nuevo, que habría otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar acabaría y que tendríamos otra completamente diferente. ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la barca de Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia.
Y, podría añadirse, el Papa actual lleva con mano segura el timón de esta barca, que por momentos quizá parezca una barquichuela zarandeada por una tormenta no rara vez provocada por sus enemigos, al menos en parte, pero que no se hundirá.
Por tanto, a pesar de los pecados y de los escándalos de algunos cristianos, cabe recordar las palabras de Benedicto XVI al comienzo de su pontificado: La Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos.
Ramiro Pellitero, Profesor de Teología pastoral, Universidad de Navarra
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