TemesD´Avui.org (entrevista de Joaquim Gonzàlez-Llanos)
El cardenal Julián Herranz tiene una dilatada experiencia en la Santa Sede. Trabaja en la Curia romana desde 1960 al servicio de Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. En los últimos años como Presidente del Consejo Pontificio para los Textos legislativos y Miembro de las Congregaciones para la Doctrina de la Fe, Obispos y Evangelización. Es Doctor en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad Santo Tomás de Roma y Doctor en Medicina, estudios que cursó en las Universidades de Barcelona y Navarra. Actuó como legado pontificio en el Año Santo de San Fructuoso, que clausuró el pasado 25 de enero de 2009 en Tarragona. En nuestro país es conocido también por el libro En las afueras de Jericó, que desde 2007 ha tenido cinco ediciones y en el que evoca, con riqueza de datos y experiencias personales, los años del Concilio y del sucesivo y actual periodo de aplicación.
Es un observador cualificado de muchos sucesos de la vida de la Iglesia que él ha vivido y vive en primera persona. Le preguntamos cómo ve la situación eclesial actual y nos referimos a los retos que la Iglesia debe afrontar en este decenio que comienza.
La secularización parece que avanza en los países del primer mundo. ¿Cómo explicar ese creciente ateísmo, anticlericalismo e indiferencia ante la religión?
Vale la pena distinguir entre secularidad y secularización o secularismo. Es un hecho positivo que en los últimos siglos se haya producido una toma de conciencia de la legítima autonomía de las realidades seculares, terrenas, claramente reconocida de modo especial por el Concilio Vaticano II. Un aspecto de esta realidad es lo que hoy llamamos laicidad positiva y superación de viejos clericalismos. Otra cosa es el secularismo que desea una humanidad sin su fundamento más radical que es Dios, un humanismo ateo, que se revela un drama, como bien expuso Henri De Lubac. En esa línea se mueven los sectores deseosos de imponer como ideología políticamente correcta el fundamentalismo laicista, un dogmatismo ateo contrario a la auténtica laicidad, que en cambio reconoce en la religión un factor cultural y social que respetar y aun promover.
En la actualidad bastantes sociólogos especializados en análisis de tendencias y procesos culturales como por ejemplo John Micklethwait, director del Economist, y Adrian Wooldridge, autores del best seller God is Back no están convencidos de que ese secularismo ateo o la indiferencia religiosa avancen en la sociedad: más bien sucede lo contrario. Hace decenios algunos predecían la muerte de la religión, sobre todo del Cristianismo, pero después han tenido que rectificar y admitir un retorno de lo religioso bajo formas muy variadas. No pocos hablan de que estamos en una época post-secular, caracterizada por un creciente interés y debate sobre las cuestiones humanas fundamentales, con una dimensión religiosa patente.
Un diario italiano nada confesional, La Repubblica, del pasado 25 de julio, en un amplio reportaje titulado El regreso de Dios, se sorprendía del boom de libros sobre la fe en las librerías italianas, donde las ventas han aumentado en un 27 % en el último año. Concretamente, refería que la venta de libros de tema religioso habían aumentado un 196 % en los grandes centros de distribución, como supermercados y centros comerciales. Otro dato interesante es que última encíclica del Papa, La caridad en la verdad, con la primera edición de 600.000 ejemplares, superó en pleno mes de julio las ventas de algunos best sellers de bandera como Faletti, Larson y Grisham. Pienso que estos y otros hechos semejantes como conversiones a la fe católica de famosos políticos, escritores, actores, etc. manifiestan una vez más que, aún en medio de un indudable ambiente materialista, la razón y el corazón del hombre y la mujer no permanecen indiferentes ante las grandes preguntas sobre el sentido y el destino de su propia existencia. Son pocos los que se tranquilizan realmente pensando que son sólo un trozo de carne que pasa de las manos de la comadrona a las manos del sepulturero.
Con frecuencia algunos estereotipos como el de la fe enemiga de la ciencia o el de la indiferencia religiosa como moda intelectual tardan en cambiar en la opinión pública por inercia y porque se han creado intereses, también económicos, en mantener una determinada tendencia ideológica. Pero incluso el activismo de grupos promotores de un laicismo intolerante en diversos ambientes políticos y financieros europeos nacionales y comunitarios muestra que en realidad no existe o que ha disminuido la indiferencia religiosa. Al parecer quienes esperaban asistir pasivamente a la muerte de la religión cristiana es cuestión de tiempo, decían, se acabará sola, han optado ahora por una estrategia beligerante, que está teniendo el efecto positivo de despertar a muchos cristianos de una perezosa somnolencia.
Después de la negativa del joven rico para unirse al grupo de los discípulos, Jesús responde a Pedro que Dios paga con el ciento por uno en esta tierra y con la vida eterna, pero con persecuciones. Nunca han faltado persecuciones, pero tampoco ha faltado ayuda divina para afrontarlas. Ya la primera generación de seguidores de Cristo necesitó del consuelo del libro formidable del Apocalipsis, actual en todas las épocas, que llena de seguridad y de alegría ante los obstáculos y las diversas formasviolentas o sutiles y encubiertas-de Cristofobia. Pero es conveniente que los cristianos se acostumbren a actuar en la vida pública sin complejos y con buena formación doctrinal, para enriquecer la convivencia civil y la democracia, llenándolas de humanidad y de la profundidad de amor y de libertad que aportan a la razón y a la sociedad la Cruz y la Resurrección de Cristo.
En el libro En las afueras de Jericó dice que la Humanidad está en una encrucijada. Se refiere a un llamamiento particular que hizo Juan Pablo II en el Jubileo del año 2000, hablando a obispos de todo el mundo. ¿En qué consiste esta encrucijada? ¿Continúa siendo actual esa llamada de atención?
Vale la pena recordar esa célebre afirmación de Juan Pablo II: La Humanidad posee hoy instrumentos de potencia inaudita: puede hacer de este mundo un jardín, o reducirlo a un montón de ruinas. Ha adquirido extraordinarias capacidades de intervención sobre las fuentes mismas de la vida: puede usar de ellas para el bien, dentro del cauce de la ley moral, o puede ceder al orgullo miope de una ciencia que no acepta límites, hasta pisotear el respeto debido a todo ser humano. Hoy más que nunca en el pasado, la Humanidad está en una encrucijada.
Se trata de que el gran progreso en los medios científicos y técnicos en tantos aspectos de la existencia y especialmente en el campo de la biología y de la genética obliga a las mujeres y a los hombres de hoy a reflexionar sobre los fines de ese progreso, más aún porque en un ambiente de totalitarismo relativista se tiende a diluir el concepto universal de ser humano como portador de una dignidad y de unos derechos indisponibles. En los temas fundamentales que ponen en juego nuestra humanidad, no cabe una actitud neutral. Estamos efectivamente en una situación de encrucijada. Se abren dos caminos: el de una humanización cada vez mayor, con una ciencia y una técnica al servicio de las personas (progreso educativo, mejora de la calidad de vida, capacidad de atender bien a los más necesitados, mayor libertad y responsabilidad, etc.); y el de una erosión progresiva de la dignidad humana, causada por una utilización contraria a la naturaleza del ser personal (técnicas de ingeniería genética y de manipulación de embriones empleadas sólo por interés comercial y para un bienestar individualista), que humilla la dignidad humana, debilita la cohesión social y llega a dañar un foco de renovación de toda sociedad: la familia.
La novedad de la situación actual respecto al pasado es que el camino de la humanización exige hoy una conciencia ética más fuerte, un convencimiento mayor, una educación más profunda. El ser humano es más frágil ante el placer que ante las dificultades inevitables. Estamos en una encrucijada en la que el ciudadano corriente está muy expuesto a seguir la corriente, dejándose llevar por la inercia. Las personas en plural, como subraya Robert Spaemann se encuentran sometidas a fuertes presiones económicas e ideológicas que se oponen a las ansias profundas de alcanzar una sociedad más justa y solidaria, y en muchos casos también al legítimo deseo de ejercer la propia profesión de acuerdo con su dignidad: esto vale no sólo para los profesionales de la comunicación y para los médicos, sino también para los abogados y artistas y para muchos trabajos y profesiones. Cuando, por ejemplo, un farmacéutico se siente tratado por la legislación como un comerciante cualificado, su trabajo al servicio de los pacientes y su larga preparación universitaria se ven privados de la libertad y de la responsabilidad, a no ser que oponga su libertad de conciencia a ese atropello totalitario.
Es significativo que Francis Collins, el famoso biólogo norteamericano responsable del Proyecto Genoma Humano, cristiano convertido a los 27 años, haya dicho comentando su libro El lenguaje de Dios, nombre que él da al código genético: Yo creo que existe un proyecto divino que ha pasado a través del Big Bang y la evolución para llegar a los seres humanos. Y creo que Dios nos ha creado para infundirnos el concepto de lo justo y de lo equivocado, el libre arbitrio, y para tener con nosotros una relación personal a través de la oración (Avvenire, 15 de junio de 2009).
Hay quien acusa a la Iglesia de estar de espaldas a la sociedad en temas de moral en relación al matrimonio, la contracepción, el aborto, la eutanasia y la homosexualidad. Hay también quien argumenta que sería más 'evangélico´ insistir en cuestiones como la misericordia y el amor más que en la condena de ciertas conductas morales. ¿Qué piensa sobre eso?
Lo más evangélico es actuar como Jesús, que enseña y practica a la vez inseparablemente la verdad y la misericordia. Jesús nos dice la verdad os hará libres (Juan, cap. 8, 32) y, de frente al nocivo equívoco de una libertad absoluta separada de la norma moral, enseña el valor salvífico de la verdad. La verdad sobre la dignidad de la persona hombre y mujer creada a imagen de Dios y portadora de un destino eterno. La verdad sobre el valor excelso de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. La verdad sobre el amor humano, el amor hermoso, que tiene una dimensión espiritual de entrega mutua y de fidelidad, muy superior a la sola dimensión biológica del sexo. La verdad sobre el matrimonio unión estable de un hombre y una mujer abierta a la fecundidad y la verdad sobre la familia fundada sobre el matrimonio.
Y junto a la verdad el Señor enseña el amor y la misericordia. Jesús perdona a la mujer sorprendida en adulterio y le dice: Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más (Juan cap. 8, 11). Lucas, el evangelista de la misericordia divina, relata cómo Jesús se invita a comer en casa del pecador y rico Zaqueo, se preocupa de su alma, de su salvación eterna, y el resultado es la conversión de aquel hombre: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más. Jesús comenta: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lucas, cap. 19, 1-10). San Juan, el evangelista que insiste tanto en la caridad, relata cómo Jesucristo ayuda a la mujer samaritana a arreglar su situación familiar: Anda, llama a tu marido y vuelve aquí. No tengo marido le respondió la mujer. Jesús le contestó: Bien has dicho: «No tengo marido», porque has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad (Juan, cap. 4, 16-18).
Jesús viene a enseñar la Verdad que libera y salva y, a la vez, viene a remediar con el amor y la misericordia la inclinación al egoísmo que anida también en el corazón humano. Por eso invita al arrepentimiento y a la conversión, que llenan de paz y de alegría. La Iglesia no es más que Cristo presente entre los hombres a lo largo de la historia. Por eso, a pesar de las debilidades personales de los cristianos, la Iglesia con su magisterio, con los sacramentos instituidos por Cristo, dice un gran sí a la vocación más profunda de todo ser humano: la de amar y ser amado. Y ayuda así a vivir el espléndido proyecto del matrimonio y de la familia sin rebajar su dignidad.
Con respecto al tema de la eutanasia, además de distinguirlo bien del encarnizamiento terapéutico, se puede decir que es como un papel de tornasol. El grado de humanidad de una comunidad social se mide por el esmero en el cuidado de los enfermos y ancianos. No son un peso, sino algo precioso humanamente y además son Cristo. Se trata de una obligación digna del ser humano, que ayuda a la colaboración recíproca para llegar a la plenitud de la vocación humana al amor: a dar y a dejar que seamos sujeto de los cuidados gratuitos de los demás.
En Europa, y en otros países o regiones, parece que estamos pasando lo que algunos llaman un invierno de vocaciones sacerdotales. ¿Cómo ve la recuperación?
Para precisar la situación puede ser útil una gráfica expresión italiana: a macchia di leopardo. Las manchas en la piel del leopardo sirven para describir fenómenos diferenciados en la geografía de un país o de una región. Eso es lo que sucede en este tema. En Europa, algunos países han sufrido un auténtico invierno de persecución religiosa y de deshumanización de la sociedad bajo el marxismo, y ahora gozan con una espléndida primavera de jóvenes que sienten la llamada de Cristo al sacerdocio. En otras naciones como Polonia, incluso bajo esa persecución surgían abundantes vocaciones sacerdotales.
Como mencionaba antes a propósito de la fragilidad del hombre ante el placer, la sociedad del bienestar en otros países europeos o americanos, con más comodidades, hace más difícil también la decisión de seguir a Jesús, como le pasó al joven rico que rechazó la invitación a darse del todo. Aún así Cristo atrae y el Espíritu Santo suscita deseos de entrega total a Dios, de paternidad espiritual, de evangelización para llevar la luz del Resucitado al mundo, de vivir no para ser servidos, sino para servir a todos. En países o diócesis antes con mucho clero como en España después de un descenso notable, se observa ahora una mejora en calidad y en cantidad de vocaciones. Así ha sucedido, por ejemplo, en mi diócesis de origen, Córdoba. Durante el vendaval de la llamada crisis post-conciliar, se sufrió el abandono de muchos sacerdotes y la falta de vocaciones. El seminario permaneció cerrado durante doce años. Ahora, gracias a Dios, todo ha cambiado: hay tres seminarios mayor, menor y misionero con 54 seminaristas mayores y 40 menores; en los últimos seis años han sido ordenados 41 sacerdotes y 120 de los 284 sacerdotes de la diócesis tienen menos de cuarenta años. Casos semejantes he conocido personalmente en Italia y Francia, y los está empezando a haber en otras naciones europeas.
En un mismo país puede haber diócesis con seminarios bastante florecientes y otras en situación precaria. Influyen circunstancias muy variadas. A veces, haber conservado y enriquecido teológicamente la religiosidad popular facilita el seguimiento cordial del Señor; un índice de natalidad mayor crea un ambiente propicio a la entrega para toda la vida. Se da también el fenómeno de jóvenes con vocación al sacerdocio que buscan para su formación seminarios que les merecen confianza y que no necesariamente coinciden con el lugar de su residencia. En todo caso, parece vital colocar la tarea de la formación humana y cristiana como una prioridad permanente de primer nivel: las escuelas, los colegios y asociaciones, las universidades y de modo muy particular los seminarios. Benedicto XVI está insistiendo en la emergencia educativa. Conozco obispos que se enfrentan hoy con la tarea de reconstruir el seminario diocesano no sólo el edificio y de seguir de cerca al equipo formador, porque se había procedido durante años con una hermenéutica de ruptura. Cuesta hacerlo, sin duda, pero al fin y al cabo es la tarea formativa de Jesús con los Doce.
¿Podría ayudar a superar la escasez de sacerdotes, donde más se sufre, la supresión de la ley del celibato sacerdotal, o más bien la solución hay que buscarla en una revitalización espiritual de las comunidades cristianas?
El celibato sacerdotal que como la virginidad consagrada y en general el celibato apostólico se remonta a los primeros siglos de la Iglesia no es simple consecuencia de una ley eclesiástica, sino que obedece a profundas razones teológicas de conveniencia que el Concilio Vaticano II resumió así: Los presbíteros, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y excelente, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo (Decr. Presbyterorum Ordinis, 16).
Es verdad que en las Iglesias Orientales el celibato se exige sólo a los obispos. Pero pienso que la experiencia de lugares donde los candidatos al presbiterado son elegidos también entre quienes no han recibido de Dios el don del celibato, muestra que la supresión de esa venerable disciplina canónica en la Iglesia latina no sería una válida solución para la escasez de sacerdotes. La gracia del celibato apostólico y concretamente del celibato sacerdotal es un tesoro para toda la Iglesia: un tesoro de adoración a Dios y, en el caso de los sacerdotes, de configuración a Cristo.
Como usted mismo sugiere, existe una creciente conciencia en las comunidades cristianas de que llenar los seminarios es responsabilidad de todos los fieles pienso especialmente en los padres y educadores cristianos, no sólo de los obispos y sacerdotes, y forma parte del deber bautismal de participar activamente en la misión de la Iglesia. Jesús nos ha dejado esta intención primeramente para nuestras oraciones de manera muy explícita: La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad pues al Señor de la mies que envíe obreros a su mies (Mateo, cap. 9, 37-38).
El año sacerdotal declarado para toda la Iglesia conlleva una llamada de Benedicto XVI a la santidad de los sacerdotes. ¿Es tan importante esta llamada en el contexto actual? ¿Obedece aunque se trate de un porcentaje muy reducido de clérigos a los escándalos morales de sacerdotes que tanto eco ha tenido en los medios?
Todo lo que se diga sobre la importancia de la santidad de los sacerdotes será poco. Prefiero hacerme eco de voces mucho más autorizadas que la mía. La Epístola a Diogneto del siglo II dice que lo que el alma es en el cuerpo, esto son los cristianos en el mundo; la misión de los discípulos de Jesús es ser luz y sal del mundo; Cristo eligió a doce con la función de ayudar a todos los demás. Los obispos y sus necesarios colaboradores los presbíteros tienen una responsabilidad especial. De su vida santa depende en buena parte la marcha de la Iglesia. En el Decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II se dice: La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal., 2, 20) (n.12). Y con respecto a la responsabilidad de los obispos se recuerda: tengan los obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos, y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes: tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su presbiterio (n. 7).
El 21 de diciembre de 2009 Benedicto XVI nos decía a los Cardenales y demás Superiores de la Curia romana, refiriéndose precisamente al significado del año sacerdotal en el contexto de la nueva Evangelización: Como sacerdotes estamos a disposición de todos: de quienes conocen a Dios de cerca y de aquellos para quienes Él es el Desconocido. Todos nosotros debemos conocerlo cada vez más y debemos buscarlo continuamente para llegar a ser verdaderos amigos de Dios. En definitiva, ¿cómo podríamos llegar a conocer a Dios si no es a través de hombres que son amigos de Dios? El núcleo más profundo de nuestro ministerio sacerdotal es ser amigos de Cristo (cf. Jn 15, 15), amigos de Dios, por cuya mediación también otras personas puedan encontrar la cercanía a Dios.
En alguna de sus conferencias ha hablado del redescubrimiento del sacramento de la Reconciliación. ¿Hasta qué punto ve importante esta necesidad?
Hasta el punto de que siendo este sacramento, como lo son para la sangre las arterias en el cuerpo, canal privilegiado para la vida de la gracia en el alma, la obturación o abandono del sacramento de la Penitencia o Reconciliación produciría infarto o necrosis en el tejido espiritual de la persona, e incluso de enteras comunidades cristianas, porque se perdería paulatinamente el sentido del pecado, la necesidad del perdón y el gozo de la paz y alegría del alma reconciliada.
Precisamente en el discurso al que acabo de referirme, Benedicto XVI afrontaba esta necesidad profundamente humana: Si el hombre no está reconciliado con Dios, entrará en discordia también con la creación. No está reconciliado consigo mismo, quisiera ser distinto de lo que es y, por lo tanto, tampoco está reconciliado con el prójimo. Además, de la reconciliación forma parte la capacidad de reconocer la culpa y pedir perdón, a Dios y a los demás. Y, por último, pertenece al proceso de la reconciliación la disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad a sufrir hasta el fondo por una culpa y a dejarse transformar. Y añadía el Papa: En nuestro mundo actual debemos redescubrir el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación. El hecho de que este sacramento en buena parte haya desaparecido de las costumbres existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de veracidad respecto a nosotros mismos y a Dios; una pérdida que pone en peligro nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad de paz.
En muchos casos como Juan Pablo II recordó en su Motu proprio La misericordia de Dios, basta con que el sacerdote esté disponible, en todo momento y también con un horario amplio y conocido en la parroquia y otros lugares de culto público, para que poco a poco vuelvan a recibir de modo personal este sacramento muchos más cristianos. Como es lógico, hay también que rezar y hacer todo lo posible para que desaparezcan donde se den los abusos en las absoluciones colectivas, que hacen un gran daño y no dan verdadera paz y alegría a las conciencias. Cuando se practica con frecuencia la confesión sacramental, empieza a haber dirección espiritual, más deseos de santidad, más paz en las familias y justicia en la sociedad, más vocaciones sacerdotales.
Es bien sabido que debo muchísimo a San Josemaría Escrivá. Ha sido un gran apóstol de la confesión sacramental, que presentaba en sus catequesis europeas y americanas como el sacramento de la alegría. Decía por ejemplo en Chile, con el estilo directo y familiar que lo caracterizaba: iA confesar, a confesar, a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no marchan, porque no acudimos a Él, a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. [...]. iEl Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. iQue vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. iNo hagáis que sea inútil mi venida a Chile!.
¿Qué diría a quienes no valoran suficientemente las normas de la Iglesia, por ejemplo en materias litúrgicas, o muestran falta de comunión eclesial reprobando ciertos nombramientos episcopales u otras decisiones de la Santa Sede?
Como usted dice, en algunos lugares se ha debilitado mucho la comunión eclesial o se ha entendido como un vago sentimiento afectuoso. En la práctica, se ha olvidado que Jesús nos dejó esta maravillosa familia de hijos de Dios que es la Iglesia con dos características fundamentales íntimamente unidas: como comunidad de fe, de esperanza y de caridad, y a la vez lo recuerda el Concilio Vaticano II en la Cost. Lumen Gentium, 8, como un organismo visible, una sociedad jerárquicamente constituida. Con ese fin instituyó el grupo de los doce Apóstoles, de los que son sucesores los obispos en comunión con el Papa, sucesor de Pedro, todos con una misión precisa de amor, que es la de enseñar, santificar y gobernar a los demás miembros de la Iglesia. Así lo dice Jesús a Pedro por tres veces después de la Resurrección: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: Pastorea mis ovejas (Juan cap. 21, 15-23; cfr. Mateo, cap. 16-19). Y el mismo poder confirió al Colegio de los Apóstoles presididos por Pedro (Mateo, cap. 28, 16-20).
Ha habido, y en parte sigue habiendo todavía en algunos ámbitos eclesiásticos y de la sociedad civil, una crisis de obediencia y a veces también de autoridad. Pienso que en esta crisis han influido sobre todo dos factores diferentes, pero en algún caso superpuestos. En los países del llamado Occidente, la influencia de una creciente filosofía libertaria (no digo liberal) fruto en buena parte de aquel cocktail ideológico de Marx, Freud y Marcuse en que degeneró la revolución del 68. En el ámbito eclesiástico influyó la interpretación de ruptura rechazo del Magisterio precedente del Vaticano II, tanto en el ámbito teológico (reducción socio-política de la misión de la Iglesia, interpretación democrática del concepto y estructuras de la Iglesia Pueblo de Dios, etc.), como en el ámbito litúrgico (experimentalismo anárquico y desacralizador, en nombre de la llamada abusivamente reforma litúrgica querida por el Concilio), y aún más vistosamente en el ámbito disciplinar y canónico (laicización del estilo de vida de los clérigos, desprecio de las normas de prudencia ascética y de piedad sacerdotal, defecciones...). Gracias a Dios ese vendaval en buena parte pasó. Se ha llegado a un periodo de serenidad de alma y de lucidez magisterial que refuerza la comunión.
Con respecto a los nombramientos episcopales puedo asegurar porque soy miembro de la Congregación para los Obispos que todos se hacen en base al legítimo ejercicio de la suprema potestad del Romano Pontífice y con el máximo respeto de las normas del Código de Derecho canónico, promulgado en aplicación del Concilio Vaticano II después de una triple consulta a los obispos de todo el mundo. Normas que prevén, para cada nombramiento por parte del Santo Padre, un largo proceso de estudio y de consultación a obispos, sacerdotes y laicos sobre las necesidades pastorales de cada diócesis, la selección de los candidatos, y la valoración de sus respectivas cualidades personales y pastorales.
Quizá todos hemos de pedir más a Dios la gracia de desear y procurar imitar más a Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, como dice san Pablo a los filipenses. Pedir también que la autoridad se ejerza siempre como servicio, como un officium amoris, en palabras de san Agustín. Todo eso es posible sólo en un clima de auténtica caridad, de amistad íntima con Cristo en el Evangelio y en la Eucaristía en el Pan y en la Palabra, de tener como centro absoluto de la propia vida la Santa Misa, de conocimiento y respeto a las normas litúrgicas y canónicas, de fraternidad y de purificación, de preocupación efectiva por los más necesitados.
Usted ha viajado a China y ha tenido contactos con los ambientes católicos. ¿Cómo ve el desarrollo de la Iglesia en ese país? ¿Qué soluciones ve usted para superar la separación del cisma entre la llamada Iglesia patriótica, más o menos controlada por el régimen político chino, y la Iglesia semiclandestina fiel al Romano Pontífice y en comunión con la Iglesia universal?
En realidad en China no existe ningún cisma, ni tampoco es exacto hablar de dos iglesias: una patriótica y otra clandestina. Existe una sola Iglesia católica, con unidad de fe y de sacramentos y no obstante las dificultades originadas por la falta de suficiente libertad también con unidad de régimen y en comunión con el Romano Pontífice y la Iglesia universal, si se exceptúa en la práctica la confusa situación todavía de algún obispo.
Es verdad que al nacer la República Popular China en 1949 el Vaticano la Santa Sede era considerado un enemigo político, una potencia extranjera, aliada de los Estados Unidos. De ahí la violenta persecución religiosa de Mao, que culminó en el tremendo decenio (1966-1976) de la llamada Grande Revolución Cultural. Con la llegada al poder de Deng Xiaoping en 1976 se reconoció a los católicos un cierto grado de libertad religiosa, pero bajo el control del Estado a través de algunos organismos, especialmente la Asociación Patriótica, superpuestos a la autoridad de los obispos cuyos nombramientos venían substraídos a la potestad del Romano Pontífice. La idea era la constitución de una Iglesia nacional, independiente. Pero la ordenación de obispos clandestinos, la robusta fe católica y la comunión espiritual del pueblo y de la gran mayoría de los sacerdotes con el Papa, convencieron al gobierno de la necesidad de reorientar su política. Comenzaron entonces contactos y conversaciones informales con la Santa Sede (no existen relaciones diplomáticas), sobre todo en relación al nombramiento de obispos y a favorecer el respeto de algunos principios fundantes de la naturaleza de la Iglesia, como su catolicidad, apostolicidad y carácter espiritual de su misión. De hecho la casi totalidad de los obispos oficiales han deseado y procurado ser reconocidos por la Santa Sede, que lo ha hecho una vez asegurados los necesarios requisitos de idoneidad. Al fin y al cabo es la fe del pueblo católico la que dicta ley: la inmensa mayoría de sacerdotes, religiosos y laicos no obedecerían a obispos que no hayan sido nombrados o reconocidos y legitimados por el Papa. Por lo demás es obvio, aunque algunos tarden en entenderlo o quieran todavía sostener lo contrario por interés personal, que se puede ser buen católico y ciudadano chino ejemplar.
Es verdad que, como ha ocurrido recientemente en la diócesis de Baoding a 150 kms de Pekín, hay a veces por falta de información y consiguientes equívocos tensiones entre grupos de fieles y conflictos de autoridad. Pero pienso que en la generalidad de las diócesis la magnífica Carta a la Iglesia de China de Benedicto XVI, del 30 de junio de 2007, está ya produciendo lentamente (la paciencia es obligatoria en China) los dos frutos que se esperaban y que han sido nuevamente estimulados por otra carta del Secretario de Estado, Cardenal Bertone, del 10 de noviembre pasado. Se trata en primer lugar de favorecer con todos los medios (caridad pastoral y fraternidad, claridad doctrinal y disciplina) la reconciliación al interior de la comunidad católica entre quienes viven todavía en condiciones diversas de libertad y legitimidad civil en la práctica religiosa. Y en segundo lugar, procurar establecer un diálogo respetuoso y abierto entre la autoridad eclesiástica (la Santa Sede y los obispos chinos) y las autoridades gubernativas, para superar incomprensiones y limitaciones que tocan al corazón de la fe y al libre ejercicio del ministerio pastoral.
¿Cuándo serán superadas esas dificultades y se fortalecerá la unidad y la expansión de la Iglesia en esa nación? Recemos con fe y paciencia, muy unidos al Papa y a la Iglesia china, para que sea pronto. Estemos seguros de que el Reino de Dios, como el granito de mostaza del Evangelio crece, más aún en tierra que ha sido fecundada por la sangre de tantos mártires, muchos aún desconocidos. Esa pequeña simiente (unos diez millones de católicos entre mil trescientos millones de chinos) está viva y crece. Conforta pensar, por ejemplo, en el lento pero constante desarrollo de una pequeña diócesis, también del Hebei, en la que tengo algunos buenos amigos. Hace 150 años apenas existía un pequeño grupo de fieles, en 1930 eran 54.000, en 2005 eran ya 90.000, hoy son 112.253, con 81 sacerdotes y 42 seminaristas y un congregación religiosa diocesana misionera con 51 religiosos y 90 religiosas. Cada año se bautizan unos mil adultos.
¿Cómo entiende que la Iglesia universal como institución y los fieles cristianos, cada uno en su lugar en el mundo, deban actuar para contribuir a la extensión del Reino de Dios en los años venideros?
Me parece que la clave se podría resumir en la palabra comunión. La Iglesia es comunión con Jesús, comunión con su Fundador. Por ello, como dice continuamente Benedicto XVI, lo esencial es la amistad con Cristo: en la Eucaristía y en los demás sacramentos, en la Palabra de Dios, en la caridad.
Esta comunión tiene además fuerte dimensión fraterna y misionera: vivir en la Iglesia como hermanos, bien unidos al Romano Pontífice y a los obispos en comunión con él, y poniendo en práctica responsablemente el derecho-deber de todos los bautizados de evangelizar, de dar a conocer el mensaje de Cristo, con la humildad de saberse simples instrumentos de la gracia divina y, por eso, con fe y con audacia.
Comunión es interés de los unos por los otros: dar a los demás poner en común lo mejor que tenemos. Y para un cristiano, lo más valioso es su encuentro con Cristo. En este sentido, es necesaria una profunda labor de catequesis, de difusión cultural y, añadiría, de información, para evitar malentendidos que pueden impedir una correcta recepción del mensaje de la Iglesia. La información es siempre un bien. Todo esto requiere un gran esfuerzo de formación que, como le decía antes, inicia en las escuelas, en las parroquias y estructuras pastorales y asociativas de diverso tipo, en las universidades y otros centros de enseñanza superior, y de modo muy particular, en los seminarios.
¿No le parece que hablar así de extensión del Reino de Dios contrasta con la visión menos optimista de quienes afirman que el progreso científico, el cambio de costumbres y la influencia del fundamentalismo laicista imperante en los medios y en la política ponen a la Iglesia que consideran decadente serios problemas de influencia en la sociedad y aún de supervivencia?
De supervivencia ciertamente no, porque Cristo ha querido que su Iglesia fuese católica, es decir universal, y la ha enviado en misión hasta el fin de la historia: Andad y amaestrad todas las naciones... Yo estaré con vosotros siempre hasta el fin del mundo (Mateo, cap. 28, 18-20). Pero incluso los que no tengan fe deberán reconocer la segura estabilidad de la Iglesia a través de los profundos cambios sociales y culturales de dos mil años de historia. Han pasado los imperios, los regímenes de gobierno, los partidos políticos, las modas y las ideologías, pero no han pasado ni pasarán la Palabra y el Cuerpo de Cristo, la Eucaristía, raíz y centro vital de su Iglesia.
¿Se puede hablar en cambio de decadencia, de progresiva pérdida de fieles y de influencia social? Algunos, incluso sociólogos o teólogos católicos, lo afirman y proponen remedios más o menos radicales, dramáticos o peregrinos. Otros muchos más, entre los que me cuento, no estamos de acuerdo con esa visión de Iglesia en retirada, que con todo respeto considero una visión pesimista y poco objetiva. El Cardenal Martini, jesuita, que como teólogo no suele ser calificado de conservador, escribía recientemente: ¿La Iglesia en decadencia? Soy del parecer que la historia demuestra cómo la Iglesia en su conjunto no ha sido nunca tan floreciente como lo es ahora. Por primera vez tiene difusión global, con fieles de todas las lenguas y culturas; puede exhibir una serie de Papas de altísimo nivel y un florecer de teólogos de gran valor y espesor cultural. Y aludiendo a quienes observan lo contrario en base a ciertas situaciones de crisis en regiones del mundo occidental algunas por lo demás en fase de superación añadía que esas observaciones no tienen en cuenta la vivacidad y la alegría que se encuentra en las Iglesias de África, de Asia y de América Latina (Corriere della Sera, 27 de diciembre de 2009).
Personalmente haría notar también la vivacidad vocacional y apostólica de las nuevas realidades eclesiales surgidas en el siglo pasado sobre todo en Europa, con variedad de carismas y configuración canónica, pero todas empeñadas en vivificar las comunidades cristianas mediante la actuación práctica de la llamada universal a la santidad y al apostolado. En cuanto a la realidad de la expansión del cristianismo en otros continentes, quisiera anotar, por ejemplo, la situación de un país el Vietnam donde la Iglesia ha vivido durante mucho tiempo en régimen de persecución. Este año celebra los 350 años de evangelización, y el granito de mostaza del Evangelio ha fructificado ya en 26 diócesis, 2.900 sacerdotes, 11.000 religiosos y religiosas y 8 millones de fieles. Los bautismos son del orden de 100.000 cada año y las vocaciones sacerdotales han crecido el 50 % en los cinco últimos años, llegando a 1.500 el número actual de seminaristas.
Datos semejantes se podrían añadir de Filipinas y de la Corea del Sur en Asia y también de numerosas naciones africanas, pero quizás baste para responder a su pregunta, que me parece bien escogida como conclusión de la entrevista.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
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