Expansión
Los sociólogos se refieren a los jóvenes que ni estudian ni trabajan como la Generación ni-ni. Los padres son la causa principal de los problemas de inserción laboral que tienen estos chicos. Pero, ¿quién se ocupa de los padres? Muchas familias están solas, sin nadie que las ayude.
Vivimos en un ecosistema en el que todo afecta a todo. La familia no es la única responsable. Lo que la rodea, escuela, empresa, sindicatos, Gobiernos y medios de comunicación, tampoco la ayudan y son corresponsables del hundimiento de muchos jóvenes.
Estamos ante un círculo vicioso: los padres no educan ni ponen límites, la escuela exige poco y manda a la formación profesional o a las Universidades a jóvenes a medio desarrollar; muchas bajan el listón para admitirlos y graduarlos, no sacando lo mejor de ellos y lanzando al mercado laboral personas de baja cualificación humana y profesional; la empresa recibe entonces un tipo de trabajador difícilmente recuperable, al que raramente forma; los sindicatos se exceden en su labor de protección; la sociedad es permisiva y conformista y no actúa contra estas disfunciones; los medios de comunicación transmiten y potencian referentes antisociales, jóvenes maleducados, arrogantes, cuya energía y objetivos vitales están focalizados en el sexo, el hedonismo, el todo vale y el da igual.
Adormecidas las personas, el Estado se inmiscuye en sus vidas, dirigiéndolas según su forma de pensar. Ocupa roles que son de los ciudadanos, quienes, en vez de actuar, se alejan cada vez más de los políticos, lo cual empeora el problema.
¿Quién pone orden en tal desorden? ¿Quién carga con la impopularidad de poner límites, quién ayuda a pensar a los jóvenes en las consecuencias de sus acciones y dedica el tiempo y la energía necesaria para que desarrollen hábitos positivos, cuando hay un gran lastre de hábitos negativos? Estos chicos y chicas son personas sin ilusión ni esperanza, y cuesta mucha energía dárselas y educarlos no sólo embutiéndoles conocimientos, sino extrayendo el potencial de cada uno.
Nos llamó la atención la expectación social y las altísimas cuotas de audiencia del reality show Curso del 63. Mostraba la curiosidad del público por conocer no sólo si esos chicos y chicas podrían resistir en un austero internado, sino si tenían alguna salida, alguna esperanza de reconversión.
¿Qué aprendimos de ese experimento? Eran alumnos con una bajísima autoestima, fruto de su nulo autocontrol. Llegan a una escuela en la que hay horarios y reglas de juego, disciplina y autoridad, y donde les piden responsabilidades. Los profesores son exigentes y les dan sólo lo necesario. Sufren los límites: lo que hay para cenar es lo que hay, o lo comes o no cenas. Les quitan objetos que los diferencian, como los piercings, y les ponen otros que los igualan, como el uniforme. Así les suben el umbral de frustración: hay cosas que tienen que aguantar les guste o no si no quieren ser expulsados.
A pesar de ello, se crean lazos afectivos y de respeto con docentes y compañeros. Antes no trabajaban en equipo, pero acaban por hacerlo y se solidarizan con el otro. Poco a poco van desarrollando hábitos positivos y suben escalones en su capacidad de autocontrol.
Mercado laboral
Muchos de estos jóvenes llegan a la empresa siendo egocéntricos, caprichosos, comodones, haciendo siempre lo que les viene en gana apelando a su libertad. Es un shock encontrarse con que en la empresa hay normas y despidos, y que quedan también excluidos socialmente cuando son expulsados del mercado laboral. La red de seguridad que los recoge son sus familias, pero, si están rotas, las dificultades se incrementan exponencialmente.
La empresa, desde siempre, ha sido la que ha dado oficio a la gente. Antes educaba sólo en competencias técnicas, ahora tiene que hacerlo también en competencias humanas, porque la materia prima que le llega es cada vez más defectuosa.
Puede ser que a uno de esos jóvenes le toque la lotería de tener un buen jefe que lo acoja y desarrolle, haciendo lo que no han hecho sus padres en casa. Sin embargo, no todos los jóvenes verán en ese directivo exigente y disciplinado una oportunidad para superar su inutilidad. Es casi milagroso que este jefe exista y que, además, el chico entienda, quiera y pueda mejorar.
Todos somos parte del problema y, por tanto, todos debemos ser también parte de la solución. Toquemos de pies al suelo. Habrá que ofrecerles ideales y referentes mejores que los que les damos, y no conformarnos con mediocridades que les hacen bajar el listón. Si seguimos dándoles lo que hasta ahora, institucionalizamos una cultura que produce inútiles personales, laborales, familiares y sociales. Y nadie merece ser esto.
Nuria Chinchilla y Maruja Moragas. Profesoras del IESE. Universidad de Navarra
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