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Desde el momento de su elección, el Papa, que ha retomado de forma irrevocable el diálogo judeocatólico, ha sido víctima de un juicio mediático y ha sufrido la continua manipulación de sus textos
Habría que dejarse de tanta mala fe, de tantos prejuicios y, para no callarme nada, de tanta desinformación cuando se habla de Benedicto XVI.
Nada más resultar elegido, el Papa ya fue objeto de un verdadero proceso mediático en el que se le tachaba machaconamente de "ultraconservador" (como si un Papa pudiera ser otra cosa que "conservador").
Luego vinieron las insistentes alusiones, cuando no las bromas pesadas, al "Papa alemán" y al "posnazi" con sotana, al que, ni cortos ni perezosos, los guiñoles de la tele apodaban Adolf II (y eso porque, como todos los niños y adolescentes de su edad, fue enrolado en las juventudes del régimen).
Más tarde le llegó el turno a la manipulación de los textos pura y dura. Por ejemplo, a propósito de su viaje a Auschwitz en 2006, hubo quien pretendió, y a medida que pasa el tiempo y los recuerdos se vuelven más vagos hay quien sigue pretendiendo y repitiendo igual de machaconamente, que el Papa se habría referido a los seis millones de muertos polacos como a víctimas de una simple "banda de criminales", sin precisar que la mitad de ellos eran judíos (en este caso, el infundio es apabullante, pues, en realidad, aquel día, Benedicto XVI habló de los "jerarcas del III Reich" que intentaron "aplastar" al "pueblo judío" y borrarlo de la faz de la Tierra Le Monde del 30 de mayo de 2006).
Y ahora, tras una visita a la sinagoga de Roma a la que precedieron otras dos a las de Colonia y Nueva York, la guinda la ha puesto el mismo coro de desinformadores, que esta vez ni siquiera ha esperado a que el Pontífice cruzara el Tíber para anunciar, urbi et orbi, que ni ha encontrado las palabras apropiadas, ni ha hecho los gestos adecuados, y, por tanto, ha fracasado...
Así que, como el acontecimiento es muy reciente, me voy a permitir poner algunos puntos sobre algunas íes.
Al recogerse ante la corona de rosas rojas depositada frente a la placa conmemorativa del martirio de los 1.021 judíos romanos deportados, Benedicto XVI no hizo sino cumplir con su deber, pero lo cumplió.
Al rendir homenaje a los "rostros" de los "hombres, mujeres y niños" arrestados en el marco del proyecto de "exterminio del pueblo de la Alianza de Moisés", Benedicto XVI dijo algo evidente, pero lo dijo.
Hay que dejar de repetir como loros que cuando reproduce palabra por palabra los términos de la oración que Juan Pablo II pronunciara 10 años atrás en el Muro de las Lamentaciones, cuando pide "perdón" al pueblo judío pogromizado por el furor de un antisemitismo que durante mucho tiempo fue de origen católico, y lo pide, insisto, leyendo el propio texto de Juan Pablo II Benedicto XVI hace menos que su predecesor.
Cuando declara, tras una segunda estación ante la inscripción conmemorativa del atentado cometido en 1982, en Roma, por unos extremistas palestinos, que el diálogo judeo-católico entablado por el Vaticano II es ya "irrevocable"; cuando anuncia que pretende "profundizar" y "desarrollar" el "debate entre iguales" que representa el debate con esos "hermanos mayores" que son los judíos, a Benedicto XVI se le puede acusar de todo lo que se quiera, pero no de "congelar" el proceso abierto por Juan XXIII.
Y luego, en cuanto al asunto de Pío XII... Si es necesario, me detendré en el caso de Pío XII, que es enormemente complejo.
Me detendré en el caso de Rolf Hochhuth, autor de la famosa obra El vicario, que abrió, en 1963, la polémica sobre los "silencios de Pío XII".
Me detendré, en particular, en el hecho de que este ardiente justiciero es también un conocido negacionista, condenado varias veces como tal, y cuya última provocación consistió en una entrevista, publicada hace cinco años en el semanario de extrema derecha Junge Freiheit, en la que defendía a David Irving, que niega la existencia de las cámaras de gas.
Por ahora, sólo quiero recordar, como acaba de hacer de nuevo Laurent Dispot en la revista que dirijo La Règle du Jeu, que, en 1937, el terrible Pío XII, que todavía era el cardenal Pacelli, fue coautor de la encíclica Con viva preocupación, que sigue siendo, aún hoy, uno de los manifiestos antinazis más firmes y elocuentes.
Por ahora, para restablecer la exactitud histórica hay que precisar que antes de optar por la acción clandestina, antes de abrir, sin decirlo, sus conventos a los judíos romanos perseguidos por los sicarios fascistas, el silencioso Pío XII pronunció unos discursos radiofónicos (por ejemplo, los de las navidades de 1941 y 1942) que después de su muerte le valdrían el homenaje de Golda Meir, que sabía lo que significa hablar y no dudó en declarar: "Durante los diez años del terror nazi, mientras nuestro pueblo sufría un martirio espantoso, el Papa alzó su voz para condenar a los verdugos".
Y, por ahora, lo asombroso es que todo el peso, o casi, del ensordecedor silencio que se hizo en el mundo entero alrededor de la Shoah recaiga sobre uno de los soberanos de aquel tiempo que: a) no tenía ni cañones ni aviones a su disposición; b) según la mayoría de los historiadores, no escatimó esfuerzos para compartir con aquellos que los tenían la información de la que disponía; c) salvó sí, él, tanto en Roma como en otros lugares, a un gran número de aquellos de los que se sentía responsable moralmente.
Último apunte en el Gran libro de la bajeza contemporánea: ya se trate de Pío o de Benedicto, se puede ser Papa y chivo expiatorio.
[Traducción de José Luis Sánchez-Silva]
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