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El discurso del Papa al cuerpo diplomático, en 2010, vuelve a insistir en la importancia de la ecología humana, aspecto subrayado tanto en la encíclica Caritas in veritate como en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz. Destaquemos algunos incisivos momentos de este discurso.
El primero afirma que Si se quiere construir una paz verdadera, ¿cómo se puede separar, o incluso oponer, la protección del ambiente y la de la vida humana, comprendida la vida antes del nacimiento? En el respeto de la persona humana hacia ella misma es donde se manifiesta su sentido de responsabilidad por la creación. Pues, como enseña santo Tomás de Aquino, el hombre representa lo más noble del universo. Las palabras de Benedicto XVI son claras.
La Iglesia defiende al ser humano en su integridad, no sólo a ese ser humano fuerte, joven y capaz de decidir por sí mismo que nos presentan como modelo a imitar en las sociedades desarrolladas. A ese arquetipo de persona se le suele atribuir, en el marco de la corrección política imperante, una alta conciencia ecológica, que suele ser más teórica que real, y que en ocasiones obedece a imperativos de las modas o una especie de impulso sentimental.
A ese mismo arquetipo se le atribuyen deseos de paz para toda la humanidad, aunque esa paz no tenga contornos definidos. Pero la gran tragedia de nuestro tiempo es que algunas buenas intenciones sobre la paz y el medio ambiente transforman su rostro amable en adusto cuando se habla de protección de la vida humana antes del nacimiento.
Un lenguaje político y social de corte orwelliano se difunde a través de una poderosa máquina mediática para decirnos que defender la vida supone un atentado a los derechos humanos, derechos que sólo se miden a través del prisma de una acrítica libertad de elección.
Pero es una incongruencia defender la sacralidad del ser humano, por emplear la conocida expresión de Séneca, y al mismo tiempo considerar que ciertos aspectos o edades de la existencia humana son de libre disposición por otros hombres, eso sí con argumentos, o más bien consignas, que nos hablan de felicidad o de libertad.
Esto es, sin duda, una manifestación de lo que también señalaba el Papa: la vigente mentalidad egoísta y materialista, que no tiene en cuenta los límites inherentes a toda criatura. Se tiende a considerar en la práctica, aunque no se exprese abiertamente, a la sociedad como un agregado de individuos parapetados en sus derechos. Hay quienes ven esta mentalidad como una expresión de liberación, pero no deja de ser un factor que atenta contra la paz social.
Benedicto XVI lleva la protección del medio ambiente al terreno moral, al resaltar que el egoísmo humano hiere a la creación de muchas maneras y, por supuesto, el hombre forma parte también de esa creación, aunque cierto ecologismo panteísta pretenda olvidarlo. Herir al hombre no sólo es hacerlo físicamente sino que también se le hiere al atentar contra sus creencias o convicciones.
En los países occidentales ha renacido un anticlericalismo tan virulento que parece del siglo XIX y esto lo denuncia el Papa como otro atentado contra el ser humano y, en definitiva, contra la paz. Señalaba el Pontífice a los diplomáticos: «Lamentablemente, en ciertos países, sobre todo occidentales, se difunde en ámbitos políticos y culturales, así como en los medios de comunicación social, un sentimiento de escasa consideración y a veces de hostilidad, por no decir de menosprecio, hacia la religión, en particular la religión cristiana. Es evidente que si se considera el relativismo como un elemento constitutivo esencial de la democracia se corre el riesgo de concebir la laicidad sólo en términos de exclusión o, más exactamente, de rechazo de la importancia social del hecho religioso. Dicho planteamiento, sin embargo, crea confrontación y división, hiere la paz, perturba la ecología humana y rechazando por principio actitudes diferentes a la suya, se convierte en un callejón sin salida».
Benedicto XVI presenta muy bien una mentalidad que no quiere dialogar con actitudes diferentes a la suya. Si el diálogo es expresión suprema de racionalidad, y es la racionalidad lo que debía definir a quienes se consideran continuadores de las ideas de progreso defendidas por la Ilustración, no se entiende esta actitud irracional.
Si uno está convencido de la absoluta superioridad de sus convicciones, no teme al diálogo ni a la cooperación con otros que piensan de forma diferente. Sin embargo, esa cerrazón de algunos sectores políticos y sociales existe, y unas veces se manifiesta con rabia y otras, con la sonrisa despreocupada de quien no se considera aludido.
Algunos dirán que no se trata de un discurso ecologista, pero el Papa no hace más que defender el aspecto moral de la ecología, de una ecología que tiene rostro humano.
Lo hace, incluso, cuando dedica esta observación a la agresiva ideología de género: «Las criaturas son diferentes unas de otras y, como nos muestra la experiencia cotidiana, se pueden proteger o, por el contrario, poner en peligro de muchas maneras. Uno de estos ataques proviene de leyes o proyectos que, en nombre de la lucha contra la discriminación, atentan contra el fundamento biológico de la diferencia entre los sexos. Me refiero, por ejemplo, a países europeos o del continente americano. Como dice san Columbano, si eliminas la libertad, eliminas la dignidad». La realidad es que esta mentalidad que, desde Occidente se pretende exportar al mundo entero, da una visión fragmentada, como pasa en tantas ideologías, del ser humano. Da tanta importancia a la igualdad, que identifica absolutamente con la justicia, que no le importa cercenar la libertad en nombre de un supuesto bien superior. No se puede dispensar obligatoriamente la felicidad porque la auténtica dignidad humana se resiente. Por desgracia, a lo largo de la Historia siempre han existido esclavos felices.
Antonio R. Rubio Plo. Doctor en Derecho y Analista de Política Internacional
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