La Vanguardia
El próximo jueves está prevista la votación final en el pleno del Congreso de los Diputados de la ley orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. A muchos seres humanos se les va a negar el derecho a gozar de su vida.
En la inminencia de este hecho, siento un enorme dolor y pido perdón a Dios, personalmente y también porque me siento ciudadano de esta sociedad que ahora va a dar este paso. Me pregunto delante de mi conciencia: ¿cómo hemos sido capaces de llegar hasta aquí?
Confieso que me impresionó la primera vez que visité el memorial de la guerra de Vietnam en Washington. Nombres y nombres y nombres de caídos en aquella guerra. Cada inscripción correspondía a una vida, a una familia, miles de proyectos truncados. ¿Dieron sentido a su vida estas víctimas de la guerra? Posiblemente, combatieron por defender su país, pero no sobrevivieron. En aquel lugar se respiraba una cierta paz. Paz que falta en el corazón de tantos espíritus atribulados por este mal oscuro: el de la culpa de haber quitado la vida a un inocente.
Hace pocos años, una psicóloga vino a visitarme. Atendía a mujeres que sufrían el trauma psicológico de haber abortado. Buscaba cómo atenuar el dolor que atenazaba a aquellas madres que se habían visto abocadas a la tremenda decisión de abortar. Me contaba que la única manera de lograrlo era ayudarles a aceptar su culpa, a pedir perdón.
En algún lugar de otro país celebraban unas ceremonias religiosas para pedir por las almas de esos niños que no habían podido nacer. Al parecer, todas las madres, en su intimidad, han puesto nombre al hijo abortado. De modo que en un papel cada cual escribía el apelativo del suyo, y se depositaba en un cesto, ante el altar. Son lucecitas que brillan en la eternidad de las almas. Los cristianos sabemos eso.
Sin embargo, no es necesario ser cristiano para darse cuenta de que siempre resulta inhumano eliminar injustamente la vida de nadie, y más si es el propio hijo. En palabras de Juan Pablo II: "Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término". Quien reflexiona guiado por el sereno impulso de su razón, lejos de todo a priori, ha de negarse a aceptar la muerte sin motivo de alguien indefenso.
La ley del aborto en debate es de extraordinaria importancia para todos nosotros, porque el aborto constituye un drama completo en nuestra sociedad, una llaga que oscurece el alma de nuestro pueblo e impide que nos conozcamos y nos amemos. Ningún Parlamento, ninguna mayoría parlamentaria tiene derecho a eliminar una sola vida inocente; y menos aún a declarar el derecho de ninguno a hacerlo. No sólo es algo ilegítimo, es además una ley injusta, por más que nuestros legisladores y nuestras autoridades sean legítimas y merezcan el correspondiente respeto.
Siento la necesidad de pedir perdón a Dios, personal y colectivamente, por los 25.379 abortos notificados en Catalunya durante el año 2008 (115.812 en todo el Estado), que son otras tantas maternidades violentamente truncadas. Invito a todos a hacerlo. Además, ante estas cifras, estalla en mi interior un grito rebelde: ¿no podemos hacer nada más?, ¿no es posible llegar a evitar esta discriminación?
En un día como hoy en que muchos se sienten llamados a defender su lengua, su cultura, su tradición, quiero recordar que un pueblo una colectividad es en primer lugar un compromiso de todos con todos: con nuestros ancianos, enfermos, niños, no nacidos... Un cúmulo de individualidades no hace un pueblo. Un pueblo, además, tiene alma, y lucha en primer lugar por salvar toda vida concebida en su seno, mientras sea posible. Pone todo su empeño para superar los conflictos que lleven a eliminarla, y lo ve como un deber compartido.
¿Realmente alguien puede creer que con más "educación sexual" en todos los niveles educativos va a reducirse la escalada de nuevos embarazos y nuevos abortos?, ¿o repartiendo gratuitamente anticonceptivos de la última generación? ¿Promoviendo de este modo la promiscuidad es sensato pensar que se va a combatir el aborto? ¿Es razonable que el centro del debate lo ocupe si las adolescentes que aborten han de informar a sus padres?
Sinceramente, pienso que el jueves se va a cerrar un debate en falso. Hay una grave preocupación social por esa triste realidad de nuestros días, y por nuestros jóvenes y las futuras generaciones. Hubo, además, una gran alarma inicial por los horrores cometidos, que ahora queda frustrada.
Finalmente los poderosos no han querido ir a las verdaderas causas, ni a las verdaderas soluciones. Se suele criticar a la Iglesia por sus silencios en momentos históricos de injusticia colectiva. Sobre el tema del aborto hemos hablado muchas veces, y hoy de nuevo lo hacemos. Pues bien, estamos en un momento así, en que vamos a cometer una gravísima injusticia, y habremos de dar cuenta a Dios, cada uno a su nivel.
En cambio, ¿por qué no proyectar positivamente nuestra mirada al futuro, a las nuevas generaciones que pondrán en juego toda su energía y vitalidad al servicio de todos? Con frecuencia me encuentro con jóvenes que rechazan abiertamente esta cultura de lo inmediato sin compromisos y de tomarse la vida como un juego... Se trata de personas que se niegan a ser narcotizados por las tendencias posesivas que les atan al sexo, el alcohol y las drogas. Son los que están decididos a construir el futuro sobre cimientos sólidos, dispuestos al compromiso. ¿Por qué no premiar estos planteamientos?
La verdad siempre acaba por imponerse. Y los creyentes, además, confiamos en Dios. La votación del jueves no puede ser un final. Ha de ser un comienzo.
Jaume Pujol Balcells, Arzobispo metropolitano de Tarragona y Primado
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