La Gaceta
Con motivo del aniversario de la caída del Muro de Berlín, acaban de reunirse tres viejos leones: Mikhail Gorbachov, George H. W. Bush y Helmut Kohl. El anfitrión que los reunía, al darles la bienvenida, observó que en la foto conmemorativa faltaba Karol Wojtila. En realidad debería haber añadido: Ustedes tres no las tenían todas consigo en aquellos días turbulentos.
Kohl recelaba de una rápida reunificación alemana, que sumaría una avalancha de votos dudosos procedentes de la Alemania Oriental. Gorbachov no quería una debacle del sistema comunista: para él perestroika nunca significó disolución del socialismo real. Bush, temía que la caída del Muro acelerara la desintegración comunista, creando una tensión inasumible para la diplomacia americana.
El único que confiaba en que la fatalidad marxista-leninista de la lucha de clases no era un dogma fue Karol Wojtyla. Desde una ciudad gobernada por un alcalde comunista, el Papa recién elegido comenzó a hablar del comunismo como un paréntesis en la historia. Pocos le creyeron.
El Muro fue la primera muralla levantada en la Historia no para mantener fuera a los enemigos, sino para defenderse del propio pueblo y mantenerlo dentro. Ni la inteligencia de Occidente ni la del Este supieron calibrar dos fuerzas que se movían tras la muralla de ladrillo: nacionalismo y religión. La religión, más en concreto, era percibida como una fuerza social en decadencia y sin capacidad de conmocionar los cimientos del régimen.
Para Juan Pablo II, el mayor fracaso del marxismo-leninismo fue haber creído solucionar ideológicamente el fenómeno nacional, sustituyéndolo por el internacionalismo. Aunque fuera un internacionalismo proletario, los pueblos del Este lo interpretaron como una añagaza que amputaba sus raíces y los sometía al imperio soviético. A su vez, la religión contribuyó a iluminar esa comunidad de derechos fundamentales sobre las que se asienta Europa: respeto a la dignidad humana, tolerancia, pluralismo político e imperio de la ley.
Tenía razón Gorbachov cuando escribía: Todo lo que ha pasado en la Europa oriental durante estos últimos años hubiera sido imposible sin la presencia de Juan Pablo II. Poco después, el Papa polaco matizaba: El comunismo como sistema cayó por su propio peso.
Juan Pablo II pensaba que el factor determinante de la caída del comunismo fue el cristianismo en cuanto tal, su defensa de la persona humana y sus derechos. Y añadía: Yo no he hecho más que insistir sobre los principios que hay que observar, sobre todo el de libertad religiosa, y el de las demás libertades inherentes a la persona humana.
El 9 de noviembre de 1989 caía un Muro que separó durante décadas a Europa. Desde entonces, volvieron a respirar al unísono. Juan Pablo II inyectó parte del oxígeno que lo hizo posible, al abrir la primera brecha que acabó con el socialismo real.
Rafael Navarro-Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la UCM
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