Cualquier razonamiento que trate de ascender hasta los orígenes del problema se torna ininteligible
XlSemanal
Uno de los rasgos más distintivos y definitorios de nuestra época es la incapacidad para percibir la idea, el denominador común o principio que explica los fenómenos que se despliegan ante nuestros ojos; y de ahí se desprende la incapacidad para combatir las calamidades que nos afligen, a las que atacamos en sus consecuencias, sin atender a sus orígenes (o lo que aún resulta más aflictivo, después de haberlas alimentado en sus orígenes).
Así, el hombre contemporáneo se halla inmerso en un fárrago de problemas que no sabe cómo solucionar; o para los que dispone soluciones que sólo los combaten en su expresión contingente, sin atender a sus causas. Ocurre esto porque ya no existe una capacidad para enjuiciar la realidad desde una perspectiva abarcadora que la explique de modo coherente; y así todos nuestros juicios están atrapados en una telaraña de impresiones confusas y contradictorias. Y, cuanto más tratamos de enfrentarnos a lo contingente, más nos enredamos en su telaraña mistificadora.
Pruebas de esta incapacidad las tenemos por doquier: si aumenta el número de crímenes perpetrados por adolescentes, pensamos que la solución consiste en rebajar la edad penal; si las escuelas se han convertido en aquelarres donde triunfa la indisciplina, pensamos que la solución consiste en otorgar a los maestros rango de «autoridad pública»; si crecen los embarazos no deseados, pensamos que la solución se halla en repartir condones o en legalizar el aborto, etcétera.
O bien proponemos soluciones alternativas, que entran en colisión con las soluciones expuestas; pero que comparten con ellas un mismo rasgo característico: son soluciones fundadas en juicios contingentes, incapaces de penetrar el meollo del problema, incapaces de abarcarlo por entero y de combatirlo en sus orígenes. Naturalmente, esta incapacidad para combatir las calamidades en sus orígenes beneficia a quienes han hecho del combate de las calamidades en sus consecuencias su coartada vital; que, por lo común, son los mismos que las han alimentado en sus orígenes.
Y es que, manteniendo nuestro juicio sobre la realidad en un plano puramente contingente, se azuza el rifirrafe ideológico; y así se evita que los problemas sean sanados en su raíz. Porque la garantía de supervivencia del rifirrafe ideológico consiste en impedir que la gente llegue a saber dónde se halla la raíz del problema, engolfada como está en elegir entre las soluciones contingentes que se ofrecen a su elección.
Para garantizar su supervivencia, los promotores del rifirrafe ideológico cuentan con un poderosísimo instrumento de mistificación, disfrazado de «pluralidad», «libertad de opinión» y demás bellas falsedades muy del gusto de nuestra época. Consiste este instrumento en convertir los medios de comunicación en un pandemónium o guirigay de opiniones en porfía, proferidas por personas que, a imagen y semejanza de los promotores del rifirrafe ideológico, son incapaces de conducir los hechos hasta sus primeras causas, incapaces de hallar entre el embrollo de enrevesadas minucias con que nos golpea la realidad el hilo conductor que lleva hasta los principios originarios.
Esta incapacidad para alcanzar los principios originarios suele deberse a que son personas carentes de principios, que sustituyen por una adscripción ideológica; y así, en lugar de rescatar del estrépito circundante la nota originaria que podría otorgar una melodía a la realidad, añaden nuevos ruidos discordantes al estrépito.
De este pandemónium o guirigay se abastece luego el pueblo sometido (esto es, la ciudadanía); y cualquier intento de quebrar este círculo vicioso resulta un empeño estéril, porque la realidad se ha convertido ya en un campo de Agramante en el que cualquier razonamiento que trate de ascender hasta los orígenes del problema se torna ininteligible.
Y sí, en medio de este campo de Agramante en el que se desenvuelve el pueblo sometido, los promotores del rifirrafe ideológico pueden dedicarse impunemente a alimentar las calamidades en sus orígenes, para luego proponer soluciones contingentes siempre ineficaces que las combatan en sus consecuencias.
Son pirómanos que, después de prender fuego, tratan de tranquilizarnos, aduciendo que tienen un extintor a mano; y, a la vista del extintor, el pueblo sometido discute el modo de dirigir el chorrito contra las llamas, sin darse cuenta de que la raíz del mal está en el pirómano, no en las llamas; y que la solución no está en el extintor, sino en la reducción del pirómano.