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El gran tema, la gran disputa de la civilización occidental en estos momentos y viene de lejos se refiere a la oposición liberalismosocialismo, o capitalismocomunismo, o libertadigualdad, o Estado pequeñoEstado grande, etc. La cuestión se presenta de diversas formas en ámbitos diferentes, pero es claro que se trata del mismo problema visto desde distintos ángulos, con perspectivas varias. Aparece como un gran dilema: los opuestos son tan irreconciliables, que casi no admiten solución que los armonice. Asistimos así a apasionadas discusiones de sordos, cada uno montado en el burro de su opinión, sin posible acuerdo con el contrario. Ofrecen al mundo, como única salida, optar entre una y otra, sin más alternativas.
El problema no parece cuestión baladí, porque ambos contendientes, por lo general, presentan sus teorías como un todo completo, que incluye una concepción acabada del hombre, del mundo, de la moral y de la vida entera. Es decir, se presentan como ideologías que dan explicación a todo y tienen respuesta para cualquier pregunta posible. Conocen el futuro y profetizan sin rubor alguno. Casi no dejan hueco a discrepancias; tienen la solución para todos los problemas. Aceptar o rechazar una u otra no es cosa de poca monta, porque si no aciertas destruyes el mundo y el hombre, pero si das con la buena se te abren las puertas del paraíso en la tierra: la disyuntiva tiene toda la tensión dramática del condenado a muerte al que se le ofrece salvar la vida si resuelve un dilema.
Algunos, cansados del estado de nervios que supone la situación, intentan una salida intermedia, de centro. Procuran conciliar, llegar a acuerdos; derraman aceite sobre las olas encrespadas. En fin, hacen todo lo posible por evitar la pelea, el enfrentamiento. Unos pocos de estos conciliadores, que los más miran como a irenistas y advenedizos, consiguen hacer un batiburrillo con recortes de uno y otro. Presentan así al mundo, para aumentar la confusión con terceros en discordia, nuevas ideologías. El panorama se oscurece, todo se confunde. Una nube de médicos rodea al enfermo grave, discutiendo a la vez en una Babel confusa de diagnósticos y tratamientos absolutamente distintos.
Siguiendo la última metáfora, al final del cuento el enfermo se levanta, expulsa a los médicos y discurre sobre el modo de remediar sus males. Después de un rato llega a la siguiente solución del dilema: ni uno ni otro sino todo lo contrario y ambos a la vez. Pero esta respuesta parece un trabalenguas, es más, no se entiende, por lo que será necesario explicarla.
Para que la aclaración no se alargue puede ser conveniente usar una nueva metáfora, casi una parábola sobre la ganadería del cerdo: es de ironía casi cruel, pero necesaria para desvelar el fondo del problema. Porque la gran discusión no es para hacer una rebelión en la granja, sino una disputa entre los granjeros sobre la mejor manera de organizarla. Si alguna vez se propugna una revolución sea libertaria o socializante, nunca es para convertirla de granja en sociedad de personas, sino para establecer la estructura óptima de explotación de la granja, estructura que ya sería definitiva y traería la felicidad al ganado porcino que la habita. Y esto último es lo que más emociona de los ganaderos: está repletos de buenos deseos, rebosan magníficas intenciones. Si discuten es sólo porque tienen una preocupación sincera: buscan, desean, anhelan dar la felicidad a sus cerdos, a los que no consideran más que eso: cerdos, unos simples animales.
Todos se desviven para que en su granja haya cada vez mas bienestar material. Producen y distribuyen todo tipo de bienes; procuran dar satisfacción a todos los gustos, deseos y pasiones. Las granjas no son mejores o peores por lo que enriquecen a sus dueños, no, ellos no son egoístas. Rivalizan entre sí comparando, no sus bienes, sino el nivel de vida que tiene su ganado. Salvo los mal vistos pero abundantes corruptos, no se construyen grandes palacios como los propietarios antiguos (aquellos escandalosos y prepotentes palacios de los reyes del Antiguo Régimen), sino que se enorgullecen sólo de que en su granja se viva mejor, con todos los cerdos satisfechos. Tienen la conciencia tranquila. Si, tras muchos años revolucionarios, han llegado a ser propietarios expulsando a los antiguos o dejándolos de adorno en el salón es por puro altruismo, no por interés propio sino ajeno, para que todos vivan mejor.
Procuran ver cuáles son las formas óptimas de producción y distribución; también averiguan cuál sea el número ideal de cerdos y regulan los nacimientos, para que no haya tantos que falten el espacio o los bienes. Resuelven las pequeñas peleas que surgen por la comida o el mejor sitio, cuidan de que los cerdos tengan un ambiente agradable. Les dan suficiente estiércol para que puedan disfrutar revolcándose en él, pero no tanto que peligre su salud y la de toda la granja. Procuran mejorar la raza e investigan nuevos métodos de selección mediante la fertilización artificial y las técnicas genéticas. Eliminan a los deficientes, que no podrían gozar de una vida plenamente porcina, impidiendo que nazcan; también lo hacen con los que tienen una vida limitada y caduca por la edad o la enfermedad; y facilitan todo tipo de placeres a los demás. En definitiva, son granjeros de intenciones modélicas.
Suelen discutir los propietarios entre sí, incluso llegan a pelearse. Todos justifican las guerras, pero siempre por motivos altruistas, hay que reconocer que no desean nada para sí, sólo anhelan extender a otras granjas la forma óptima de organización para que los cerdos tengan más bienestar. Aparte de muchas otras pequeñas disensiones, suelen agruparse en dos bandos fundamentales (que se pueden llamar, por ejemplo, izquierdas y derechas) de acuerdo con las dos grandes maneras de entender una buena explotación porcina feliz.
Para unos el cerdo debe estar en montanera, sin estabular, libre por el campo, alimentándose a su aire y buscando la vida según su parecer. Consideran que la intervención del granjero debe ser mínima: la indispensable para que los cerdos esos felices inconscientes no hagan daños mayores e impidan la vida feliz de todos. También la organización debe ser pequeña, sólo la suficiente para asegurar las cuatro cosas imprescindibles para todos. La vida del cerdo tiene así, es verdad, algunos riesgos, especialmente para los más débiles; pero todo se compensa porque el cerdo da productos de más calidad, más genuinos, sin ningún sabor sintético. Para los otros, el cerdo debe permanecer estabulado, con zahúrdas normalizadas, piensos uniformes y controlados; todo dentro de una estricta organización. Sólo de esta manera, argumentan, se puede conseguir que todos, y no sólo los más fuertes, sean felices. La meta es que todos puedan alcanzar los mismos placeres y no haya desigualdades hirientes. Esta discusión, con tonos diversos y diferentes épocas de pelea, lleva ya un tiempo; es la gran cuestión que divide el mundo, en general, y a todos los altruistas que hay en él, en particular.
La parábola ha querido desvelar el fondo del problema, que es este: las dos grandes ideologías del momento, y sus subproductos y actualizaciones, son bienintencionadas, pero insuficientes. Son ideas de granjeros que sirven para un mundo de animales, pero no de personas. Porque ambas tienen el mismo fondo común, y no son tan diferentes corno puede parecer. Las dos ideologías consideran que el hombre es un animal, algo más evolucionado que el cerdo o que el mono, pero no muy distinto. Es sólo materia; el espíritu es un mito. Sólo importan los placeres materiales y el bienestar; cualquier otra cosa más elevada es irrelevante. Este es el error profundo y, además, es la causa de que el dilema se presente como tal, sin posible conciliación.
Partiendo de esta falsedad, ambas ideologías se han empeñado en recluir la moral al ámbito de lo privado; obligan a todos a tenerla escondida en el último rincón de la casa, siendo de mal gusto enseñarla a nadie. Lo que no sea esto lo consideran dogmático, infantil, retrógrado, obsoleto y represivo. Sólo reconocen una moral: la impuesta por la organización eficaz de la granja. El cerdo debe obedecer en todo a los propietarios, en caso contrario llueven los palos; pero en su tiempo libre no importa lo que haga: puedo revolcarse en el estiércol que más le plazca. Ambas ideologías requieren esclavos sociales sumisos, más sumisos en la socializante; en la otra basta con que sean buenos productores, consumidores e impositores. En ambos casos sólo se les pide cumplir su papel para que la maquina funcione: la moral de un buen engranaje económico.
Este es el drama: resulta sorprendente comprobar cómo en esos dos tipos de teorías sociales se cava alegremente la tumba que las sepultará, al intentar construir un organismo social vivo con células cancerosas, insolidarias. Porque con animales, sin personas, no se puede hacer una sociedad viable. Cuando la gran colmena se llena con hombres a los que no se les deja serlo, se acaba siempre derrumbando. Y es que el hombre no puede, por más que quiera, vivir como un animal, dejándose llevar por los instintos. Es animal racional, espiritual, lo quiera o no. El libre juego de las pasiones no le lleva a ninguna parte; ni tampoco puede ser llevado por otro, ya que no es amaestrable: no se le puede domar manejando sus pasiones. Cuando intenta ser sólo animal, cosa que puede pretender precisamente por no serlo, nunca lo consigue y se acaba autodestruyendo. Para el hombre la existencia no tiene nunca la facilidad del automatismo instintivo de los animales; no se puede dejar llevar, tiene que ir él. Es irreductiblemente libre. La vida para el hombre no viene dada: es una tarea que debe asumir como algo propio. No tiene una Madre Naturaleza que vele por él. Si no toma las riendas de la propia existencia y la dirige con mano fuerte, no tiene un instinto mecánico que le impida acabar en el precipicio. Cuando renuncia a ser libre, nada le salva de la aniquilación personal.
Por eso es una tragedia social reducir la moral al ámbito privado, personal, ya que sólo lo personal es el fundamento de lo social. La moral no es algo privado, en el mal sentido cerrado y autista en el que se suele usar la palabra, pues la moral versa sobre los actos libres, que vienen de dentro, del señorío propio, no de fuera. Sólo por ese enseñorearse de sí mismo es el hombre apertura radical; en tanto que hay un yo puede haber un tú, y sociedad, y proyectos compartidos, y diálogo, y amor... Precisamente por ser persona, interioridad, vive el hombre en sociedad y no en rebaño, manada o piara. Sólo se da sociedad entre personas libres, y la planta de la libertad crece dentro del corazón de cada hombre.
Tenemos desvelado el primer error de fondo del dilema: reducir la vida humana a material animalidad desprovista de ética, o dotada tan solo de la ética mínima suficiente para no dañar al bienestar de la manada. Junto a este hay otro no menos grave, que es consecuencia del anterior: porque si el hombre es sólo un animal, por muy evolucionado que esté, sin alma inmortal, resulta que toda perspectiva de futuro es intramundana; es decir, deja de esperarse un cielo eterno y se comienza a creer en dos mitos sustitutorios: el progreso o el paraíso socialista. Esto es gravísimo, ya que esta nueva fe, tan bienintencionada, paraliza al hombre en su actuar propio, libre, y hace que la historia comience a ir para atrás. Con el mito del progreso se inicia una alocada carrera hacia ninguna parte, y el del paraíso comunista conduce a la rigidez fría de la momificación.
La razón es la siguiente: ambos mitos dan la falsa tranquilidad de un seguro de vida, tranquilidad tan falsa como el mismo nombre del seguro, que si existe es sólo gracias a la muerte. Las compañías aseguradoras encuentran clientes en abundancia por el simple hecho de que lo más seguro es que todos han de morir. En realidad son seguros de muerte; aunque hacen bien en rebautizarlo con otro nombre para no intranquilizar, ya que prestan un servicio conveniente. Pero tonto sería que quien tuviera una de esas pólizas se creyera de verdad asegurado contra la muerte, y actuase siempre con absoluta temeridad. Esto es lo que ha sucedido con los dos mitos: adormecen la viva vigilancia del existir auténtico y producen un actuar alocado, sin centro ni meta. Son como un nuevo fatum, una forma moderna del Destino inexorable, pero en versión optimista, que es mucho más grave.
Los liberalizantes creen en un progreso automático, mecánico; es algo que sucede, simplemente. No hay que hacer nada, sólo dejar que se sucedan los acontecimientos: le monde va luimème, y marcha siempre hacia un futuro mejor. Se supone que una fuerza misteriosa irá ordenando el caos de egoísmo que fomenta la sociedad permisiva. Para los socializantes son las estructuras adecuadas las que traerán el paraíso: únicamente hay que organizarlo todo, todo, para que se produzca el mayor bien posible. Ambos dicen a las buenas gentes del mundo: no os preocupéis, dejaos llevar, si me hacéis caso encontraréis la suprema felicidad en una tierra que, sola, mana leche y miel.
Los dos engañan, porque no hay ningún automatismo histórico. Nada está dado, todo está por hacer cada día. El protagonista de la historia es el hombre, cada persona, no una ciega mecánica de fuerzas o unas estructuras impersonales. La historia corre el mismo riesgo que cada hombre con su libertad, puede avanzar hacia el paraíso o hacia el abismo. No existe el seguro contra el fracaso histórico. El hombre, cada uno, es señor de su vida y de la historia; ésta marcha hacia donde aquel camine.
Una escatología intramundana, poner el cielo en la tierra, es un error paralizante. Menos mal que hoy ya son muchos los que no creen en esos mitos: el del progreso, porque el abismo se ve como cercano y posible en una destrucción total rápida desastre nuclear o lenta desastre ecológico; y el del paraíso comunista porque se le ha caído la careta al Gulag. Las ideologías, gracias a Dios, están muriendo. Vivimos una época confusa en la que mucha gente, perdidos los mitos, no sabe dónde ir. Es el momento óptimo para que, destruidos los ídolos de la historia, se vuelva a poner el hombre en su centro.
Esta es precisamente la tarea que el cristianismo sabe hacer: formar personas. Sólo él enseña la ascética que forja a la persona y le permite ser libre con la única libertad que no es palabra vacía: la del señorío propio. Sólo él dice a cada hombre que su vida es una tarea para hacer todos los días, igual que la historia. El cristiano sabe que el mundo es su trabajo, es la heredad que Dios le ha dado al hacerle participar en la creación, y de su libre actuar depende que progrese o se destruya. También conoce que el cielo se da después, que la paz y el bien aquí en la tierra son frágiles y arduos, y debe cuidarlos en cada momento; no se puede dormir en falsas seguridades, pues la cizaña se multiplica. Tiene muy experimentado que nunca puede decir: ya está, lo alcancé, aquí me paro; debe luchar siempre, sin caer en la tentación de espejismos vanos, repletos de desilusión y amargura para quien los persigue.
Ha sido un error, una tremenda equivocación, querer expulsar al cristianismo de la civilización occidental, porque era su vida, su fuerza interior. Lo más curioso es que los dos mitos tienen su origen en ideas cristianas y, por eso, son tan atractivas. Son los peores errores: verdades que se han vuelto locas, destructivas, al desgajarse del tronco, del todo vivo al que pertenecían. Además, si en algo han triunfado ha sido gracias al cristianismo, a su sedimento social de siglos: han vivido de rentas ajenas, que ya se les están acabando y ahora puede verse con claridad que todo error es estéril a la larga. Sólo el cristianismo sabrá devolverlas a su lugar propio, y así vivificarlas. De nuevo la libertad será el mayor don dado por Dios al hombre, pues le hace semejante a Dios, le hace señor de sí y capaz de amar, También así se descubrirá que solo es libre quien ama, quien vive para los demás, quien sirve al bien común.
Además, como consecuencia, se conseguiría que la política volviera a ocupar su sitio: el de ciencia de lo contingente que exige el ejercicio de la prudencia personal, y así dejase de inundar todo, ahogando la vida con asfixiantes plétoras legislativas. Los problemas de la sociedad se estudiarían en serio, sabiendo que no hay soluciones ya dadas, ideológicas y acartonadas, que encorsetan las cuestiones con prejuicios y enseñan al hombre a no pensar. La Universidad podría ser la Universitas Studiorum que su fundadora, la Iglesia, quiso que fuera; un miembro vivo de una sociedad viva, y no la Universitas Imbecillitatis que producen las ideologías, paralizando las mentes riqueza primordial del hombre con viejas monsergas que explican todo y no comprenden nada. Podría haber diálogo verdadero y fecundo; no un simple enfrentamiento que, para que no llegue la sangre al río, se procura paliar con compromisos, que más parecen treguas armadas. Se conseguirla así que cada parte del tejido social contribuyera a la vida de todo el organismo. La organización de la sociedad perderla rigidez y a problemas nuevos se buscarían soluciones adecuadas, no las tonteras decimonónicas que ahora se presentan como panaceas universales. Esas falsas respuestas, anquilosadas y rancias, no están a la altura de los problemas nuevos; es tonto y cruel obligar a la gente a elegir entre las dos: la misma historia las ha dejado obsoletas.
El cristianismo ha fecundado el mundo para que este dé sus mejores frutos. No ofrece soluciones concretas a ningún problema, no hace política, pero da al mundo el mejor regalo: personas libres, capaces de amar, que saben que están en la tierra para dar lo mejor que tienen dentro. Forma las personas que resolverán los problemas: los señores de sí mismos y de la historia.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
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