Manifestarse es bueno pero no resulta suficiente
Gaceta de los Negocios
La manifestación del sábado por la tarde contra la nueva ley del aborto ha de considerarse como un comienzo y no como un final. Debe ser el inicio de una etapa en la que la ciudadanía española demuestre su capacidad de iniciativa respecto a los ataques del Gobierno socialista a nuestra conciencia moral.
Por variados motivos, nos hemos convertido en un país resignado y paciente, dispuesto a soportar casi todo
pero no todo. Y esta vez se han pasado. Han cruzado el límite. Y han llegado al punto en el que es preciso pararles los pies.
Uno de los signos positivos de nuestro actual panorama social es la agudización de la responsabilidad cívica, tan adormecida hasta hace poco. La crisis económica y la incompetencia política para afrontarla han dado el pistoletazo de salida. Pero, sobre todo, han levantado la veda de nuestra capacidad de enjuiciamiento y de respuesta explícita.
Si Zapatero puesto a echar balones fuera ha llegado a decir que el calentamiento global es más grave que la crisis, somos muchos los que consideramos que los continuos atentados contra la vida naciente son notablemente más inquietantes que el problema ecológico. Porque no se está atentando contra algo externo, sino contra nosotros mismos.
El aborto implica un suicidio social. Lo que domina en el afán de suprimir las barreras jurídicas para la liquidación de la vida emergente no es el instinto de placer: es el instinto de muerte. Freud vio clara la cercanía del principio tanático a la búsqueda sistemática de la satisfacción corporal. El enlace entre eros y thánatos es el narcisismo: el egocentrismo como motivación central.
La conciencia ética de la ciudadanía posee unos contornos invulnerables que acaban por comparecer. Esta vez, nuestros gobernantes han intentado manipular el buen juicio de la gente. Lo que estamos padeciendo es una gran maniobra de ocultación, con la que tratan de golpear nuestras mentes hasta que penetre en ellas la verdad oficial de que lo negro es blanco.
Se presenta la desprotección de las vidas inocentes como seguridad jurídica para las madres (sin añadir que se está protegiendo celosamente el negocio privado de la industria abortiva). No hacen más que aludir a los países de nuestro entorno, sin considerar los diferentes sistemas jurídicos que existen en cada uno de ellos. Y, en cualquier caso, nadie está obligado a imitar el mal por muy extendido que se encuentre. El mimetismo no es un buen camino.
No se ha revelado la anomalía española, destacada recientemente por el informe de Miró i Ardèvol: el 66% del incremento de los abortos que se produce en Europa se concentra en España. Lo cual, por supuesto, no se va a frenar con la escalada de permisivismo que traerá la nueva ley.
Tampoco se ha dicho que la única regulación jurídica que ha conseguido una disminución de abortos ha sido la polaca, muy semejante a la que actualmente se incumple clamorosamente en España. Ya se sabe, por lo demás, que la píldora del día después no detiene esta patología social, sino que más bien la exacerba porque fomenta la promiscuidad.
El trasfondo ideológico del proyecto de ley queda además reforzado con las recomendaciones sobre la educación sexual en las escuelas. Reaparece la obsesión socialista por sexualizar a los niños y niñas desde su misma infancia, como si no fuera patente la anarquía que en este campo existe ya entre nosotros.
El problema no es enseñarles lo que, por procedimientos más expeditivos, casi todos conocen. Tampoco se trata de divulgar más aún los medios anticonceptivos. El nudo de la cuestión es de índole ética y educativa. Si, de intento, se desmoraliza a las nuevas generaciones, no cabe esperar de ellas un comportamiento sano y sensato. No estamos ante un problema biológico, sino ante un tema hondamente moral.
La manifestación multitudinaria es un reflejo de resistencia ciudadana. Pero la clave estriba en que se trate de una resistencia activa, organizada y constante. Nos estamos jugando nuestra propia dignidad como pueblo. Ha llegado el momento de decir, con temple radicalmente democrático: hasta aquí hemos llegado.
Alejandro Llano es catedrático de Metafísica