Ninguno de los que hoy quieren ponerse en su lugar se encontrará cerca de ella
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Ponerse en el lugar del otro: ése ha sido siempre uno de los grandes desafíos morales y psicológicos para el ser humano.
El otro es un yo: se dice fácil, pero cuesta mucho practicarlo. Porque siempre el otro es sólo casi como yo, parecido a mí, pero distinto; e incluso a veces, poco y nada parece haber en común con el otro.
Por eso, no cuesta nada afirmar que hay que ponerse en el lugar de la madre que reclama no haber encontrado la píldora para su hija violada. Suena muy comprensivo, muy humano, muy fraterno.
Pero es muy falso. Porque el lugar de esa madre no es instantáneo, ni dura apenas los próximos 9 meses: el lugar de esa madre atribulada se prolongará por toda su existencia, cargará en su conciencia hasta el final de sus días con la posibilidad de haber colaborado con el asesinato de un nieto, habrá momentos en que imaginará su cara nunca contemplada. Y ahí, en esas instancias, ninguno de los que hoy quieren ponerse en su lugar se encontrará cerca de ella, en ella, para vivir su vida.
La misma razón hay para afirmar que ponerse en el lugar de la niña violada es una expresión que debe referirse a toda su vida futura. Seguramente, más adelante, llegará a ser madre por propia decisión, y cuando mire a esos pares de ojos fruto de su legítimo amor, siempre se planteará: ¿no hubo quizás en mí otros ojos parecidos, una mirada que nunca llegó a ver el mundo porque nadie defendió el valor de esa vida?
Ah, y si de ponerse en el lugar del otro se trata, el más sencillo de olvidar es justamente el niño que venía. No reclamó, no molestó: para los partidarios del aborto, estaba gestado en el lugar ninguno. Por eso era tan fácil ponerse en su lugar.