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A San José pide la Iglesia por las vocaciones sacerdotales y ella misma se pone bajo su patrocinio, pues si cuidó del que es Cabeza de la Iglesia en la tierra sigue, desde el Cielo, con vigilante amor, atento a las necesidades del Cuerpo Místico de Cristo. San José no fue sacerdote ni formó parte del Colegio apostólico pero está muy encima de ellos. La humildad de San José fue mantenida toda su vida por el oficio que tenía que desempeñar de mandar a Jesús y de ser el superior de su Dios. Dios obedecía a San José en la tierra, y acudimos a su intercesión confiados en que Jesús quiere seguir obedeciendo a San José cuando en el Cielo le exponga nuestras humildes peticiones.
Hay una oración que rezan los sacerdotes antes de la Misa: dichoso San José, al que no sólo se concedió ver y oír a Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y protegerlo. San José no fue sacerdote, pero participó junto con María en el sacerdocio común de los fieles de manera sublime. San José, como padre y protector de Jesús, lo tuvo y sostuvo en sus manos como hacen los sacerdotes en el sacrificio eucarístico.
Dios ha concedido a su Iglesia, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, reciban del Espíritu Santo una fuerza indeleble al alma que les capacita al configurarlos con Cristo Sacerdote para actuar en nombre de Jesucristo. Todos los fieles cristianos reciben por el Bautismo el sacerdocio común pero con este sacerdocio ministerial estos pueden además y únicamente ellos celebrar la Eucaristía, perdonar los pecados en la confesión sacramental, proclamar con autoridad la Palabra de Dios, etc.
La vocación que todos tenemos a la santidad alcanzó su plenitud en María y en José, porque en ellos el amor de Dios logró unificar sus vidas a la perfección, es decir, integró armoniosamente todos sus actos. Lo subrayaba el siervo de Dios Juan Pablo II cuando afirmaba que el rostro amable de un Dios que nos ama en Cristo hasta la locura nos recuerda constantemente nuestra llamada a llevar al mundo, a todos los hombres, a todos los ambientes, el consuelo del amor y de la misericordia de Dios. Hoy este consuelo es más necesario que nunca. El hombre ha perdido el sentido último y unificador de la vida: por esto está inseguro y tiene como miedo de sí mismo[1]. Destacaba así la gravedad que supone la pérdida del amor de Dios, origen del sentido último y unificador de la vida. Sin el Espíritu Santo, el hombre, la familia, la sociedad, pierden su razón de ser y el principio vital unificador, que genera belleza y armonía.
La diferencia entre el sacerdocio común y el ministerial es esencial, no es una diferencia de grado. Los sacerdotes están para servir a todas las almas, nunca han de tomar una actitud despótica o altanera pues lo recibido es gracia y por lo demás son pecadores como los demás. En tal caso con más obligación de ser santos. A nadie se le exime en la Iglesia del empeño por ser siempre más leales a la doctrina de Cristo. Podemos encontrarnos alguna vez con sacerdotes que son indignos de ese nombre pero no podemos por ello escandalizarnos. Rezaremos por ellos y de nuestra boca no saldrá ni una palabra difamante. Que Dios garantice su asistencia infalible e indefectible a su Iglesia no supone la fidelidad que nace de la libertad y la correspondencia a la gracia de sus miembros. Y es que nadie está seguro, si deja de pelear consigo mismo. Nadie puede salvarse solo.
San José desempeñó su papel, uniendo la ternura con la sobriedad afectiva, la comprensión con la paciencia, la familiaridad con el ejercicio de la autoridad: en definitiva, cuidó de que se diera un crecimiento adecuado y armonioso en Cristo. Cuando los padres no aprenden a educar así a los hijos, éstos pueden acabar dominados por los propios miedos e indispuestos para afrontar con coraje las incógnitas de la vida. San José, aunque no engendró según la carne a Jesús, le brindó toda la ayuda propia del mejor de los padres, especialmente en el hogar de Nazaret, que es donde más convivieron. En San José pueden encontrar las familias cristianas el modelo de esa paternidad que incide positivamente en el proceso educativo de los hijos, sin sofocar su espontaneidad ni abandonar su personalidad especialmente cuando se encuentra aún inmadura a las experiencias dolorosas de la inseguridad y de la soledad.
Un suceso que tiene lugar al llegar el Señor a la mayoría de edad, cuando la Ley exigía el cumplimiento de los deberes religiosos. El Niño, con doce años, se pierde adrede y se queda en Jerusalén. Tras unos días de angustia y de dolor, al fin le encontrarán. En un instante las lágrimas amargas de José y María se convierten en llanto dulce, en abrazos cariñosos llenos de afecto paternal. María, emocionada, es quien habla: Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre: Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos. Y Él les dijo: ¿por qué me buscabais?.
San José descubrió a Jesús en el Templo y, sobre todo, captó la grandeza de la vocación de miles de jóvenes que, como Él, deberían dejarlo todo también a la familia para imitar al Redentor. Jesús no deseó hacer sufrir a María y a José, sino darnos una lección a los hombres de todos los tiempos, por dolorosa que fuese para sus padres. La lección es que debemos estar dispuestos a dejar a nuestros padres para hacer la voluntad de Dios; y los padres, dispuestos a no poner trabas a esas llamadas divinas, porque el dueño de cada persona es el Creador y no sus padres, que sólo son cooperadores de Él. La familia es por esto también el ambiente primero y fundamental en el que despunta y se manifiesta la vocación cristiana.
La Iglesia necesita vocaciones de gente joven para extender la fe a todos los rincones del mundo. Ya hemos visto que la vocación a la santidad es universal y compatible con las circunstancias geográficas, históricas y personales, pues a todos tengan la edad que tengan ha llamado Dios a vivir eterna e íntimamente junto a Él. Pero la disponibilidad para sembrar la fe encuentra mejor terreno en la gente joven, que puede ejercer la generosidad misionera sin ataduras naturales. Por eso es muy importante que los padres faciliten las decisiones generosas de sus hijos sin ponerles trabas. San José se entregó a Dios y también defendió y cuidó la vocación de Cristo. Hoy sigue cuidando y velando para que haya vocaciones en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
Es necesario saber que los hijos no son una propiedad personal de los padres. Para el hombre, engendrar un hijo es, sobre todo, recibirlo de Dios: se trata de acoger como un don de Dios la criatura que él engendra. Por esta razón, los hijos pertenecen antes a Dios que a sus mismos padres: y esta verdad es muy rica en implicaciones tanto para los unos como para los otros. Ser instrumentos del Padre celestial en la obra de formar a los propios hijos. Pero ahí se sitúa además el límite insuperable que los padres deben respetar en el cumplimiento de su misión. Los padres no podrán nunca sentirse dueños de sus hijos, sino que deberán educarlos prestando atención constante a la relación privilegiada que los hijos tienen con el Padre celestial, del cual, más que de sus padres terrenos, deben ocuparse en definitiva, como Jesús[2].
Así como la vocación de Jesucristo se manifestó en la Familia de Nazaret, así la vocación nace y se manifiesta hoy en la familia. Y cuando esta vocación general se revela como llamada particular a dejarlo todo, entonces la familia cristiana se demuestra también aquí, y sobre todo aquí, como el lugar privilegiado donde la semilla puesta por Dios en el corazón de los hijos puede arraigar y madurar; el lugar donde se revela en grado más elevado la participación de los padres en la misión sacerdotal de Cristo mismo. La vocación toca las raíces mismas del alma humana. Es una llamada interior de Dios dirigida al hombre: al hombre único e irrepetible[3].
Entendió San José lo que años más tarde diría Jesús con gran fuerza: La mies es mucha, y los obreros pocos. El remedio no es otro que rezar. Cristo escucha y pregunta en el Templo a los doctores de la Ley. Conversa con María y José. Jesús reza porque se comunica: lo hace con su Padre y también lo hace con los hombres. Nos descubre el camino para que haya vocaciones: la oración. Rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies[4]. En aquellos tiempos evangélicos, la falta de obreros para la mies de Dios constituía, como hoy, un desafío. El mismo Jesús recorrerá ciudades y aldeas sintiendo una inmensa compasión por las muchedumbres, porque estaban fatigados y decaídos, como ovejas sin pastor[5].
También a nosotros, hombres de hoy, nos enseña que podemos y debemos influir con la oración en el número de las vocaciones. La oración debe ir acompañada por la colaboración humana, a fin de que aumenten las respuestas a la llamada divina. También en esto el Evangelio nos muestra el primer ejemplo. Después de su encuentro con Jesús, Andrés le lleva a su hermano Simón. Desde luego, es Jesús quien se muestra soberano en la llamada dirigida a Simón, pero la iniciativa de Andrés desempeñó un papel decisivo en el encuentro de Simón con el Maestro[6].
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica
Notas al pie:
[1] Juan Pablo II, Alocución, Brescia (Italia), 26-IX-1982.
[2] Juan Pablo II, Homilía en la Misa, 19-III-1986, Prato (Italia).
[3] Juan Pablo II, A las familias, Cuenca (Ecuador) 31-I-1985.
[4] Mt 9, 38.
[5] Mt 9, 36.
[6] Juan Pablo II, A.G., 19-X-1994.
Enlaces relacionados:
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