«Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad»
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 26 mayo 2005 (ZENIT.org).- Antes de participar en este jueves de Corpus Christi en la procesión de la Eucaristía por las calles de Roma, Benedicto XVI aclaró que con este gesto los creyentes desean «que nuestras calles sean calles de Jesús».
El pontífice celebró la Eucaristía en un cálido atardecer, en la plaza de San Juan de Letrán, en el atrio de la catedral del obispo de Roma.
Ya caída la noche, la celebración acabó con la procesión hasta la Basílica de Santa María la Mayor, continuando con una tradición particularmente querida por Juan Pablo II.
El Papa participó de rodillas ante la Eucaristía, a bordo de un camión blanco descubierto.
En la homilía de la misa, el Santo Padre hizo una comparación entre la procesión del Jueves Santo, en la que la Iglesia «acompaña a Jesús en su soledad, hacia el vía crucis"» y la procesión del Corpus Christi, que «responde simbólicamente al mandato del Resucitado» de evangelizar.
«Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad --constató--. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que nuestras calles sean calles de Jesús!»
«¡Que nuestras casas sean casas para él y con él! Que en nuestra vida de cada día penetre su presencia», deseó el Santo Padre.
«Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida», afirmó.
«La procesión quiere ser una bendición grande y pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo», aseguró.
Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
En la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia revive el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. También en el Jueves Santo se tiene una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al Monte de los Olivos. En Israel, se celebraba la noche de Pascua en casa, en la intimidad de la familia; se recordaba así la primera Pascua, en Egipto, la noche en la que la sangre del cordero pascual, rociada en los dinteles y en los postes de las casas, protegía contra el exterminador. Jesús, en esa noche, sale y se entrega en las manos del traidor, el exterminador y, de este modo, vence a la noche, vence a las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, encuentra su cumplimiento: Jesús entrega realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, auténtico maná, alimento inagotable por todos los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia orante siente el vivo deseo de velar con Jesús, de no dejarle solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi, reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y nos precede. En las narraciones de la Resurrección se da un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor «irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis» (Mateo 28, 7). Considerando esto con más atención, podemos decir que este «ir delante» de Jesús implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada como la puerta al mundo de los paganos. Y, en realidad, precisamente en Galilea, encima del monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19).
La otra dirección en la que precede el Resucitado aparece en el Evangelio de San Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: «No me toques, que todavía no he subido al Padre…» (Juan 20, 17). Jesús nos precede ante el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirle. Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen, sino que indican juntas el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios, Dios mismo es la casa de las muchas moradas (Cf. Juan 14, 2 y siguientes). Pero sólo podemos subir a esta morada caminando «hacia Galilea», caminando por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos. Por ello, el camino de los apóstoles se ha extendido por «los confines de la tierra» (Cf. Hechos 1, 6 y siguientes); de este modo san Pedro y san Pablo llegaron hasta Roma, ciudad que entonces era el centro del mundo conocido, auténtica «caput mundi».
La procesión del Jueves Santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el «vía crucis». La procesión del Corpus Christi, por el contrario, responde simbólicamente al mandato del Resucitado: os precedo en Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor ha instituido el Sacramento en el Cenáculo, circundado por su nueva familia, por los doce apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por ello, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: «Sancta sanctis», el don santo está destinado a quienes han permanecido santos. Se respondía así a la advertencia dirigida por san Pablo a los corintios: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba del cáliz…» (1 Cor 11, 28). Sin embargo, de esta intimidad, que es un don sumamente personal del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de los muros de nuestras Iglesias. En este sacramento, el Señor se encuentra siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se muestra en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que nuestras calles sean calles de Jesús! ¡Que nuestras casas sean casas para él y con él! Que en nuestra vida de cada día penetre su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una bendición grande y pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo de su bendición se extienda sobre todos nosotros!
En la procesión del Corpus Christi, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero, como hemos dicho. Y, de este modo, respondemos también a su mandato: «Tomad y comed… Bebed todos» (Mateo 26, 26 y siguientes). No se puede «comer» al Resucitado, presente en la forma del pan, como un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de «comer», es realmente un encuentro entre dos personas, es un dejarse penetrar por la vida de quien es el Señor, de quien es mi Creador y Redentor. El objetivo de esta comunión es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y configuración con quien es Amor vivo. Por ello, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a quien nos precede. Adoración y procesión forman parte, por tanto, de un único gesto de comunión; responden a su mandato: «Tomad y comed».
Nuestra procesión acaba ante la Basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la Virgen, llamada por el querido Papa Juan Pablo II «mujer eucarística». María, la Madre del Señor, nos enseña realmente lo que es entrar en comunión con Cristo: María ofreció su propia carne, su propia sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo para que nos ayude a seguirle fielmente, día tras día, por los caminos de nuestra vida. ¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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