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Ofrecemos a continuación la intervención del Papa Benedicto XVI durante la Audiencia General, celebrada en la Plaza de San Pedro el pasado miércoles 22 de septiembre de 2010, con los miles de peregrinos procedentes de todo el mundo.
Queridos hermanos y hermanas
Hoy quisiera detenerme a hablar del viaje apostólico en el Reino Unido, que Dios me ha concedido realizar en estos días pasados. Ha sido una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y del hoy de un pueblo rico de cultura y de fe, como lo es el británico. Se ha tratado de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en la larga y compleja historia de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal d la visita era el de proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento principal del viaje apostólico, cuyo tema estaba inspirado en el lema de la insignia cardenalicia del beato Newman: "El corazón habla al corazón". Y en las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos han hablado al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. Pude de hecho constatar cómo la herencia cristiana es aún fuerte e incluso activa en todos los estratos de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y hay numerosas expresiones de religiosidad que esta visita mía ha puesto aún más en evidencia.
Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el periodo de mi estancia, he recibido en todas partes una calurosa acogida por parte de las Autoridades, de los representantes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las diversas Confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso de modo particular en los fieles de la Comunidad católica y en sus Pastores que, aún siendo minoría en el país, son muy apreciados y considerados, comprometidos en el anuncio gozoso de Jesucristo, haciendo resplandecer al Señor y haciéndose su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud, por el entusiasmo demostrado y por la encomiable diligencia con la que han trabajado por el éxito de esta visita mía, cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón.
La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la Reina Isabel II, que juntamente con su Consorte, el Duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, caracterizado por compartir algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y por el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. Hice referencia a esto en el discurso a Su Majestad y a las Autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas Islas. Hablé también del papel que Gran Bretaña ha tenido y sigue teniendo en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos llevados a cabo para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.
La atmósfera de fiesta y de alegría creada por los jóvenes y por los niños alegró la etapa de Edimburgo. Al llegar después a Glasgow, ciudad embellecida por encantadores parques, presidí la primera Santa Misa del viaje precisamente en el Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que en aquel día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninian, primer evangelizador de Escocia. En esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y compartida, hecha aún más solemne por las melodías tradicionales y los cantos pegadizos, recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época en la que un relativismo penetrante amenaza con oscurecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.
En la segunda jornada comencé la visita a Londres. Allí encontré en primer lugar al mundo de la educación católica, que tiene un papel relevante en el sistema de instrucción de ese país. En un autentico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con alegría y entusiasmo, les propuse que no persigan objetivos limitados, contentándose con elecciones cómodas, sino de apuntar hacia algo más grande, es decir, la búsqueda de la verdadera felicidad que se encuentra sólo en Dios. En la cita siguiente con los responsables de las demás religiones mayormente presentes en el Reino Unido, recordé la ineludible necesidad de un diálogo sincero, que necesita el respeto del principio de reciprocidad para que sea plenamente fructífero. Al mismo tiempo, puse de manifiesto la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el que reforzar la amistad, la confianza y la colaboración.
La visita fraternal al Arzobispo de Canterbury fue la ocasión para reafirmar el compromiso común de dar testimonio del mensaje cristiano que une a católicos y anglicanos. Fue seguido por uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, representantes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que la religión, para los legisladores, no debe representar un problema que resolver, sino un factor que contribuye de forma vital al camino histórico y al debate público de la nación, en particular al recordar la importancia esencial del fundamento ético para las decisiones en los diversos sectores de la vida social.
En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la Abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro en el lugar de culto símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la Comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el confesor, mientras el coro cantaba: Congregavit nos in unum Christi amor, alabó a Dios, que nos conduce en el camino de la unidad plena.
En la mañana del sábado, la cita con el Primer Ministro abrió la serie de encuentros con los mayores representantes del mundo político británico. Fue seguida de la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un extraordinario momento de fe y de oración — que puso de manifiesto la rica y preciosa tradición de música litúrgica "romana" e "inglesa"— en la que tomaron parte los diversos componentes eclesiales, espiritualmente unidos a las multitudes de creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Es grande mi alegría por haber encontrado un gran número de jóvenes que participaban en la Santa Misa desde el exterior de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y ansiosa, demostraron querer ser los protagonistas de una nueva etapa de valiente testimonio, de solidaridad con los hechos, de generoso compromiso al servicio del Evangelio.
En la Nunciatura Apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de miembros del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de los niños y de los jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y les animé a continuar su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de cuidado por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. Siempre en Londres, visité el asilo de ancianos que regentan las Hermanitas de los Pobres, con la preciosa aportación de numerosas enfermeras y voluntarios. Esta estructura de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia ha tenido siempre por el anciano, como también expresión del compromiso de los católicos británicos en el respeto a la vida sin tener en cuenta la edad o las condiciones.
Como decía, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, ilustre hijo de Inglaterra. Ésta fue precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en el Hyde Park, en una atmósfera de profundo recogimiento. A la multitud de los fieles, especialmente los jóvenes, quise volver a proponer la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede resumir en el testimonio de que el camino del conocimiento no es cerrazón en el propio "yo", sino que es apertura, conversión y obediencia a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne Celebración eucarística dominical, con la presencia de una gran muchedumbre procedente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representaciones de muchos otros países. Este impresionante acontecimiento ha puesto aún más de relieve a un erudito de gran talla, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento iluminó muchas conciencias y que aún hoy ejerce una fascinación extraordinaria. Que en él, en particular, se inspiren los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga produciendo frutos abundantes de vida evangélica.
El encuentro con la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia concluyó una jornada de gran fiesta y de intensa comunión de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.
Queridos hermanos y hermanas, en esta visita mía al Reino Unido, como siempre quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, animándola a trabajar sin descanso para defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están a la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. He querido también hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas, de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la perenne novedad del Evangelio, de la que ésta está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una convicción profunda: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una unidad con el "genio" y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no deja de trabajar para mantener continuamente en pie esta tradición espiritual y cultural.
El beato John Henry Newman, cuya figura y escritos conservan aún una actualidad extraordinaria, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos para "difundir en todas partes el perfume de Cristo, para que toda su vida sea sólo una irradiación de la suya", como escribía sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
Enlace relacionado: Viaje de Benedicto XVI al Reino Unido
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