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José Ramón Ayllón. mailto:
Cuenta Jiménez Lozano que iban a fusilar al sacristán y a
varios vecinos del pueblo. Ya los tenían contra la tapia, al amanecer, cuando
llegó el cura en una burra como un castillo. Dio los buenos días en seco y
quiso interceder ante los milicianos. Pero le contestaron de mala manera y le
aconsejaron que se largara. Entonces se apeó de la burra y dijo mansamente a
los fusiladores: "¿Que es que no me habéis en...
José Ramón Ayllón. mailto:[email protected]
Cuenta Jiménez Lozano que iban a fusilar al sacristán y a
varios vecinos del pueblo. Ya los tenían contra la tapia, al amanecer, cuando
llegó el cura en una burra como un castillo. Dio los buenos días en seco y
quiso interceder ante los milicianos. Pero le contestaron de mala manera y le
aconsejaron que se largara. Entonces se apeó de la burra y dijo mansamente a
los fusiladores: "¿Que es que no me habéis entendido?". Ante sus
carcajadas, el cura se puso nervioso y colorado, se arremangó un poco las
mangas de la sotana, frunció las cejas negras como un tizón, aclaró el vozarrón
de los grandes sermones y ordenó que soltaran a aquellos desgraciados. "¡En
el acto!", dijo. Y entonces se hizo el silencio y le hicieron caso, no por
la orden tajante ni por la navaja que abría. Obedecieron porque les miró de
frente y sacó el argumento: "Que os lo digo yo..., que he sido
capador".
A los pocos días de leer esta
historia, Ima Sanchís me preguntó en Barcelona por el argumento. Se refería a
otra cosa, claro, pero a mí me hizo gracia por asociación. Con la prisa propia
de los periodistas, había ojeado Dios y los náufragos y pedía a su autor una
especie de silogismo irrefutable para llegar a Dios, un atajo directo y bien
señalizado. Era en julio y hacía bochorno pero, en la redacción de LA
VANGUARDIA, el aire acondicionado venía directamente del Polo. Ima se enfundó
mi cazadora y la cerró hasta el cuello para no morir congelada. Después preparó
la grabadora y disparó a bocajarro. Su pregunta, más allá de la legítima
curiosidad intelectual, sonaba a súplica, a búsqueda sincera. Entonces le hablé
de las grandes pruebas cosmológicas y escogí una de sus más bellas
formulaciones:
“Pregunta a la hermosura de la
Tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la magnificencia del
cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol (dueño fulgurante del día) y a
la luna (señora esplendente y temperante de la noche). Pregunta a los animales
que se mueven en el agua, a los que moran en la Tierra y a los que vuelan en el
aire. Pregunta a los espíritus que no ves, y a los cuerpos cuya evidencia te
entra por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita ser gobernado, y al
invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán:
"Míranos; somos hermosos". Su hermosura es una confesión. ¿Quién
hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino el que es la hermosura
perfecta?”
Es un célebre texto de San Agustín
y, para que Ima no pensara que la argumentación sobre Dios es cosa de santos,
leí el epitafio que don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias,
escribió para su propia tumba:
“Enamorado del Parque Nacional de
la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente.
Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las
águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la Tierra, allí
donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde
adoré a Dios en sus obras como Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me
apareció verdaderamente como un templo”.
A Ima, inteligente y guapa, el
Dios de los filósofos le sabe a poco, y más cuando son los mismos filósofos los
que se niegan y contradicen entre sí. La periodista es hija de su tiempo, un
tiempo de dudas e increencia, heredero al mismo tiempo de Voltaire y Descartes,
de Comte y Nietzsche, de Marx y Darwin. Piensa con razón que un Dios concebido
como Causa o Inteligencia suprema no da razón de la sinrazón humana, del dolor
inmenso acumulado durante siglos de esclavitud y guerras, enfermedades e
injusticia. "¿Por qué se convierten los conversos famosos? ¿Cómo responde
el Dios de los conversos al misterio del mal, al escándalo del sufrimiento
humano?".
La pregunta no se podía formular
mejor, y exigía una respuesta a la altura del problema. Ima se quedó
sorprendida al escuchar que todos los conversos coinciden en su respuesta, y
que no es precisamente un argumento sino una Persona. La diferencia entre
entender un argumento y conocer a una persona es grande: no se conoce bien a
nadie en dos minutos, ni en dos horas, ni en dos meses. Por eso los conversos
se toman su tiempo. Mucho más tiempo del que dura una entrevista para la
prensa, el tiempo que se tomó Dostoievski, preso en Siberia cinco años, para
entender y resumir el argumento definitivo de los conversos, tan diferente al
del capador:
“Soy hijo de este siglo, hijo de
la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte.
Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios
me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo
personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y
perfecto que Cristo. Pero además -y lo digo con un amor entusiasta- no puede
haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y
si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con
Cristo antes que con la verdad”.
22/01/2004
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