Algunas experiencias prácticas y consideraciones básicas de un padre de familia sobre la vida conyugal y familiar, que atañen al caso en cuestión
1. “Niveles” del amor conyugal
Suele ayudar a las personas casadas (sobre todo a partir de los 5 ó 7 primeros años de matrimonio) tener en cuenta que en la vida conyugal hay diversos niveles o estratos del descubrimiento gradual del otro cónyuge y de los requerimientos del amor verdadero.
a) La atracción física
Suele ser el primer impulso en el amor matrimonial. Hay cónyuges que pretenden instalarse en este nivel, con la perniciosa consecuencia de que la incapacidad de trascender esta sensación y convertirla primero en hondo sentimiento y después en amor cabal, conduce irremisiblemente a tratar a la persona como si fuera una cosa, un objeto. El efecto es fácil de deducir: si ya no me produce esa sensación de atracción física, tendré que buscar otro/a que me lo proporcione. ¿Es malo este nivel? No. El error consiste en considerarlo esencial y quedarse en él. En realidad ahí comienza, pero no acaba el amor. No es el final, no es la meta. Es un nivel que debe ser superado —no digo abandonado, sino superado, más aún, enriquecido— y envuelto por los siguientes, que le dan la razón de ser y lo elevan de categoría, lo humanizan.
b) El enamoramiento
El siguiente nivel es el enamoramiento. Lo que impulsa a decir, más allá de la atracción física: ¡qué bien se está contigo! Es un nivel más elevado que el anterior, al que engloba y asume. Se va descubriendo y apreciando la personalidad del cónyuge, sus cualidades morales, su modo de ser. También hay quien se instala en esta fase de un sentimiento agradable, incluso embriagador. Pero aquí radica también su límite: por decirlo de algún modo, uno se complace en su enamoramiento en lugar de enamorarse del cónyuge. Entonces, como sucedía en el nivel anterior, cuando a uno le abandona ese sentimiento piensa que el amor se ha extinguido, y se ve tentado a sustituirlo por otro que le haga sentir lo que ya no experimenta. El enamoramiento es bueno y hay que fomentarlo a lo largo de la vida matrimonial, pero no es el final del recorrido ni la esencia del amor. Hay que ir más a fondo.
c) El amor de la voluntad
Es el nivel plenamente humano, el de la voluntad inteligente y libre que decide amar al cónyuge y entregarse a hacerle feliz, más allá de las sensaciones y sentimientos que le suscita. Una voluntad que, por así decir, agarra con fuerza el corazón y lo lleva donde quiere: a la persona amada, en todo momento, lugar y circunstancia. Una voluntad que afirma: amo y quiero amar cada vez más. Como ha escrito un clásico de la literatura: “No me he casado contigo sólo porque te quería, sino para quererte cada día más”. La persona casada ha de construir día a día el futuro del amor conyugal.
El matrimonio es “promesa” de amor y no sólo “pacto” o convenio. “Hoy en día es frecuente una versión débil y pactista del amor, que consiste en renunciar a que no se pueda interrumpir. Este modo de vivirlo se traduce en el abandono de las promesas: nadie quiere comprometer su elección futura, porque se entiende el amor como convenio, y se espera que dé siempre beneficios” (R. Yepes).
2. Castidad matrimonial: “afirmación afirmativa” y “negación afirmativa”
a) “Afirmación afirmativa”
La virtud de la castidad en la vida conyugal lleva a fomentar positivamente el amor hacia el otro cónyuge, con ingenio. Algunas posibles manifestaciones: dedicar cada día unos minutos a pensar muestras de cariño y delicadeza para con el cónyuge; expresarle con frecuencia que se le ama y agradecerle que se lo diga; procurar sorprender con algún detalle que no esperaba y que manifiesta interés; encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones posibles, y fomentar la atracción mutua.
b) “Negación afirmativa”
Consiste en evitar todo lo que pudiera enfriar ese amor. El sentido de esa “negación” es eminentemente positivo: se trata de que el amor conyugal crezca. Se ha de saber guardar las distancias con personas del otro sexo en el ambiente de trabajo, o de estudio, o en viajes, etc. El hecho de estar casados no debe llevar a quitar importancia a familiaridades. Las manifestaciones de confianza que se tienen con el propio cónyuge se deben evitar con otras personas. Por ejemplo: no quedarse a solas en una habitación, o en el coche, o en un viaje profesional, etc.; no hablar de los problemas personales que se hablan con el propio cónyuge, ni escucharlos admitiendo confidencias íntimas que pueden crear lazos, ni buscar en esas otras personas la “comprensión” que no se encuentra en el cónyuge, etc. En este punto es fácil ser ingenuos, olvidando que a veces cualquier otra mujer o cualquier otro varón está en mejores condiciones que el propio cónyuge para presentar “intermitentemente” su cara amable. Es un error pensar que se pueden guardar menores cautelas con las personas de otro sexo que sean físicamente menos agraciadas. La experiencia dice que en estos casos se dan con más facilidad confidencias impropias y espacios de intimidad que al principio parecen insignificantes (un problema de un hijo, un proyecto matrimonial que se contrasta, un consejo para el regalo al propio cónyuge…), pero que va tejiendo una red de hilillos que se hace difícil cortar, y que a veces casi ni se percibe como algo negativo, hasta que un día, en un momento de especial sensibilidad y de menores defensas se puede caer en una grave infidelidad.
El momento que vivimos puede llevar a insistir más en la negación, por las múltiples sugestiones del ambiente. Sin embargo es más importante la “afirmación afirmativa”. Hay que animar a las personas casadas a empeñarse en conquistar al esposo o la esposa una y otra vez, amándoles como desean ser amados; a saber alimentar un amplio ámbito de intimidad matrimonial, compartiendo los pensamientos, comunicando oportunamente los estados de ánimo, buscando formar un solo corazón.
3. El amor entre los padres, condición de la educación de los hijos
“Condición ineludible para que la familia se constituya como ámbito formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los padres (…). Habría después, sí, recomendaciones, técnicas, fórmulas, procesos y recetas positivas para lograr el objetivo (de formación) de los hijos; pero todas las recomendaciones serán apenas una cabeza de alfiler en el profundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen (...), serían bordados en el vacío si no se dan dentro del espacio del amor familiar” (C. Llano).
“Cuando se trae un hijo al mundo, se contrae la obligación de procurar hacerlo feliz. Para lograrlo (…) existe sobre todo el deber de hacer feliz al cónyuge, incluso con todos sus defectos. Para ser felices, los hijos necesitan ver felices a sus padres. El hijo no es feliz cuando se lo inunda de caricias o de regalos, sino sólo cuando puede participar en el amor dichoso de los padres. Si la madre está peleada con el padre, aun cuando luego cubra de arrumacos a su hijo, éste experimentará una herida profunda: lo que quiere es participar en la familia, en el amor de los padres entre sí. Engendrar a un hijo equivale a comprometerse a hacer feliz al cónyuge” (U. Borghello).
4. Compromiso psicológico: “quemar las naves”
Explica un autor que el cónyuge que no se compromete totalmente en el matrimonio por miedo al desengaño y a la desilusión, provoca precisamente aquello que le asusta y desearía evitar. Sin compromiso total está más atento a los defectos que a las virtudes, y tiende a comparar, provocando la desilusión. Por otra parte, olvida que, en cierto modo, el “desengaño” forma parte de la naturaleza del amor; los desengaños llegan siempre en el amor, pero son ocasión para fortalecerlo, porque sólo el amor es capaz de ver más allá y descubrir en la persona amada no sólo lo que es sino lo que puede llegar a ser si no se le retira la confianza. En la vida matrimonial a veces se sufren desengaños, porque cada uno de los cónyuges no siempre se comporta como el otro espera que lo haga. Pero esto no tiene por qué ser un freno. Puede ser un impulso para amar más desinteresadamente. Se ha dicho que “la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro”; quien se empeña en pensar en uno mismo sólo consigue cerrarla con más fuerza; “la puerta de la felicidad se abre hacia fuera”, hacia los demás. Al matrimonio se ha de ir para hacer feliz al cónyuge, y es entonces cuando encuentra la propia felicidad. Amar requiere sacrificio... un sacrificio “bien remunerado”.
5. Actualización del compromiso
Cada noche tendría que poder contestar afirmativamente a estas dos preguntas: ¿He sabido manifestar mi afecto a mi esposa (o a mi esposo)? ¿Lo ha notado?
En la vida familiar hay que poner en juego todas las energías. Un descuido puede ser percibido como una falta de amor o una deslealtad: “si no se acuerda de llamar es que no me quiere”, “que no cuelgue el cuadro significa que no le importo”, etc. Los juicios sobre terceras personas suelen ser más moderados; frente al cónyuge se es muy exigente.
El amor matrimonial es “omnicomprensivo”, en el sentido de que se ama estando y no estando, hablando y callando, con los gestos y las llamadas, paseando, subiendo en ascensor, yendo al médico, tomando un café y haciendo las tareas más anodinas...: con todo.
Conviene tener en cuenta que los comportamientos negativos suelen tener mayor incidencia y provocan una reacción más inmediata que los positivos. Estos últimos actúan más discretamente y provocan reacciones más a medio y largo plazo, pero inciden más profundamente. Los primeros, en cambio, pueden no dejar huella si se sabe rectificar pronto, y pedir perdón, si es el caso. El ceder no debe verse como una renuncia, sino como un logro.
6. Apuntes sobre la comunicación en el matrimonio
a) “Presunción de inocencia”
Si en general es importante la inclinación a pensar bien de las personas, en las relaciones entre los esposos es fundamental cultivar este hábito: la “presunción de inocencia” a nivel familiar. Decirse, por ejemplo: “aun cuando lo que ha hecho o lo que ha comentado me haya hecho daño, sé que no ha querido herirme”; o “no me extraña que se haya olvidado de lo que le dije, ¡con la cantidad de cosas que tiene que atender!”; o “es comprensible que llegue tarde, ¡seguro que le han entretenido antes de salir!”; etc. Por regla general hay que pensar “el otro cónyuge no hace daño porque quiera dañar”. Esta actitud abierta permite encarar las situaciones negativas de una manera más sosegada y constructiva. El cónyuge molesto por la conducta del otro entiende que éste comete errores más por torpeza o por desconocimiento que por mala voluntad. No ve una intencionalidad negativa en su actuar. Esto facilita hablar sin acritud ni enfrentamiento y superar muchos problemas.
Por el contrario, conviene desechar los pensamientos negativos: “No tiene tiempo para pensar en mí”; “mis cosas no le importan nada”; “sólo pretende imponerse”; etc. Puede hacer mucho daño al trato mutuo responsabilizar al otro cónyuge del malestar que se siente por cualquier motivo. También hay que estar alerta para evitar la ironía disfrazada de buen humor, porque acaba desgastando la confianza.
b) Cuidado con las “expectativas ocultas”
Las expectativas son aquello que un cónyuge espera recibir del otro, a veces de una manera irreflexiva por la influencia de un modelo cultural o de la publicidad… Es importante sacarlas a la luz porque de lo contrario influirán negativamente cuando el cónyuge no actúe como se esperaba de él, rompiendo la expectativa.
Bastantes personas se las quedan dentro por largo tiempo, sin comentarlas con sencillez con el cónyuge para que pueda tratar de realizarlas si son razonables, en caso contrario hay que abandonarlas. Varias razones explican este silencio: a veces se piensa que no hace falta hablarlo (“ya me conoce y sabe lo que quiero, y lo hará como yo pienso”); otras veces es por temor a la discrepancia, situación que se da cuando uno de los dos teme la reacción del otro y se siente inseguro; otras porque se considera que el cariño lo puede todo y que si no se cumplen las expectativas el afecto será suficiente para superar toda dificultad.
c) Conocer las diferencias en la comunicación y en las reacciones emotivas
Hay mucho escrito sobre esto. Aquí se mencionan sólo algunas cuestiones comunes.
— Las preguntas. Con más frecuencia las utilizan las mujeres, como una forma de mantener la conversación y de mostrar su implicación en los temas; por el contrario, los hombres hacen preguntas cuando quieren obtener alguna información. A veces el marido se esfuerza vanamente en intentar resolver los problemas que plantean las preguntas de su esposa, cuando en realidad ella no busca soluciones —con frecuencia ya las sabe—, sino comprensión y algún comentario afectivo o personal.
— La forma de mantener un tema de conversación. Los maridos, una vez dicho lo que tienen que decir, han cumplido con su objetivo y tienden a no entretenerse más; las esposas tienden a establecer conexiones y continúan la conversación hasta llegar adónde querían, encontrándose muchas veces con la desagradable sorpresa de no haber sido escuchadas, pues al marido le parecía que el tema estaba agotado.
— Los detalles de los temas. Para la esposa suele constituir una satisfacción compartir con detalle sus pensamientos y emociones con el marido; en cambio, éste, tendencialmente se encuentra más cómodo hablando de política, economía, deporte, etc. Si se desconocen estas tendencias, puede suceder que el marido se impaciente al escuchar tantos detalles.
— La finalidad de la propia comunicación. Otra inclinación que conviene conocer es que la esposa quiere comentar con el marido sus experiencias simplemente para compartirlas. El marido puede interpretarlo como consultas de problemas a las que tienen que dar alguna solución. Cuanto más recurrente sea el tema y más detalles salgan a relucir, más se preocupan ellos; empiezan a verlo difícil y complicado, por lo que tienden a entristecerse, llegando a pensar que están fracasando al no lograr que su esposa no se preocupe por las cosas. Olvidan que es buena señal que la esposa comente los pormenores de su vida, porque indica confianza: espera interés, verdadero apoyo, y busca serenidad y estabilidad.
Cuando hay faltas de entendimiento entre ambos, las incomprensiones tienden a acentuarse si no se pone remedio. Ellas pueden sobrecargar los aspectos negativos, comentar detalles que les desagradan (a veces aun a pesar de sí mismas, pues, aunque no quieren, no pueden dejar de hacerlo) y sienten el impulso de soltar lo que llevan dentro hasta el final. Los maridos, por el contrario, ante una situación conflictiva es frecuente que se queden callados y se encierren en sí mismos, aunque esto no significa que no vayan a hacer nada. A veces, cuando deciden lo que hay que hacer descuidan dar información a su mujer de este proceso.
Por este camino se corre el riesgo de radicalizar el carácter y crear distancias en el matrimonio.
Es importante entender que generalmente el otro no muestra sus emociones o se comporta de una determinada forma para molestar, sino porque no ha aprendido a hacerlo de otra manera.
— Malentendidos sobre la sinceridad. Dos deformaciones hay que desenmascarar respecto de la sinceridad matrimonial: a) Una falsa pretensión de integridad, que llevada al extremo conduce a la neurosis de tener que contar absolutamente todo, no porque al cónyuge le interese o quiera escucharlo, sino por poner la sinceridad por encima de la misma caridad, olvidando el veritatem facientes in caritate (Ef 4,15). No es posible materialmente “contar todo”: hay que saber encontrar el equilibrio y seleccionar. Hay además un ámbito en parte incomunicable que se refiere a la vida interior de relación con Dios; también están las tentaciones y sugestiones a que cualquiera se ve sometido y que sería indelicado y contraproducente contar fuera de la dirección espiritual; b) La engañosa “sinceridad emotiva”. Algunas personas piensan erróneamente que se es más sincero cuando se dice todo lo que viene a la cabeza en un momento de enfado o de descontrol. Es un error que lleva a muchos problemas. Lo que se dice bajo un fuerte estado emocional no es a veces lo que se piensa (y en este sentido no es sinceridad). En esos momentos se puede buscar hacer daño, más que decir la verdad. Hay que saber esperar, pedir perdón, quitar hierro al asunto.
— El mito de la “espontaneidad”. Se suele pensar que la espontaneidad opera sin esfuerzo. En el matrimonio hay que formar la espontaneidad con esfuerzo: saber traer a casa las cortesías y delicadezas que en muchas ocasiones se tienen fuera, hacer que la cortesía sea espontánea en vez de pensar que la espontaneidad en casa consiste en dar rienda suelta al capricho o a la mala educación. Por ejemplo, hay maridos que no aceptan “entrenarse” en decir piropos a su mujer (“no va conmigo”, “no me sale espontáneamente”), y en cambio no encuentran dificultad en aprender a jugar a golf, a pesar de que es más difícil...
Hay otros que se dicen incapaces de alterar pequeños hábitos que no favorecen la convivencia (ponerse a leer el periódico nada más llegar a casa, sentarse en un sillón determinado, hablar a su esposa en tono tedioso…) y, sin embargo, pasan de un coche automático a uno manual, o del freno de la bici en la derecha al de la scooter en la izquierda sin problema alguno... No es tan difícil cambiar rutinas: levantarse antes, ir a saludar cuando ella (o él) llega a casa, ofrecer lo mejor, asombrarse con sus cosas… Es la educación del amor, un amor de voluntad, de decisión. Una regla simple: ver si uno se siente algo incómodo cuando está sentado leyendo el periódico mientras su esposa trabaja en las cosas de la casa (con frecuencia después de hacerlo fuera de casa); por parte de ella, debería aprender a sentarse de vez en cuando con su marido, aunque haya cosas pendientes de poner en orden.
Las inercias en el amor estandarizan, porque no son nunca producto de una decisión propia, sino tendencias de la comodidad que no han pasado por el tamiz del amor voluntario y que se comparten. Muchas veces son involuntarias y miméticas (si no lo fueran, habría que llamarlas por su nombre: egoísmo). El mero hecho de saber que existen es ya un paso importante hacia su erradicación. Después, hace falta un propósito y algo de entrenamiento, o sea, amor.
d) Aprender a racionalizar los enfados
El enfado tiene una secuencia, una progresión: primero uno percibe que ha sido agraviado de alguna manera; luego, se enoja; después siente el impulso de devolver el agravio; y por último, lo devuelve.
Hay que estar convencidos (no todos lo están) de que los enfados en el matrimonio no son buenos. Otra cosa es que, a veces, sean ocasión de un bien mayor, la reconciliación que viene tras el enfado. Es verdad que la relación matrimonial se refuerza tras el perdón recíproco y parece renacer de sus propias cenizas... Pero en sí mismo no es buen camino para edificar el matrimonio.
Para superar el enfado conviene conocer cómo funciona. La primera reacción es el agravio o la sensación de agravio. Eliminarla del todo es de artistas, pero ejercer un control discreto está al alcance de todos. Sobre todo si se está persuadido de que la mayoría de los agravios que se perciben no son reales, están en la imaginación, son producto de la susceptibilidad. Si se procura descartar uno “cada mes”… (“a partir de mañana no me molestará esa costumbre de mi esposa o de mi marido…”, “de ahora en adelante no me fastidiará que no se dé cuenta de que…”), crecerá en poco tiempo la alegría en familia.
La segunda etapa es enojarse. Si uno ha desterrado la primera y no percibe el agravio, el enojo no asoma. ¿Y si asoma? Cabe dejarlo salir, sin más; o cabe intentar comprender el enfado: ¿por qué estoy enfadado?, ¿cuál es la razón auténtica de mi enfado?, ¿qué circunstancias me presionan? Vale la pena planteárselo de vez en cuando, porque de lo contrario se traslada el problema al otro cónyuge. Quien es sincero consigo mismo, casi siempre descubre que la causa verdadera tiene que ver con un conjunto de elementos internos y que el origen está más en sí mismo (defectos personales, tensión en el trabajo, descontento con la propia actuación…) que en su cónyuge.
Y viene la tercera etapa: el impulso de atacar. Aquí los expertos coinciden: “cuenta hasta diez”. Y luego otra vez, y diez más, porque si llega la última etapa, el ataque, se producirá la herida.
Una tentación que puede asaltar es la de pensar que al controlar los enfados y las tendencias “espontáneas”, se pierde personalidad. Pero es al contrario. La forja del carácter y el desarrollo de la personalidad consisten, en parte principal, en el dominio de uno mismo por amor a Dios y a los demás. Tiene carácter quien se domina y es débil quien se deja dominar por sus tendencias temperamentales, que, paradójicamente, son muchas veces las menos humanas en tanto que están al margen de la inteligencia y de la voluntad.
7. Trabajo y familia. Tiempo para la familia en la sociedad de las prisas
El amor matrimonial necesita tiempo. El trato hace el cariño. Aquí es muy fácil engañarse y buscar sustitutivos materiales que nunca colman la necesidad de compartir, que el amor exige. La calidad del tiempo que se pasa en familia actúa siempre sobre una cantidad que ha de ser suficiente. Uno ha de partir, sin espejismos y falsas ilusiones, del tiempo real de que dispone y, desde esa situación, construir una vida familiar lo más intensa posible.
Los expertos en orientación familiar hablan de una herramienta eficaz: la agenda. La agenda recoge no sólo los compromisos profesionales, las citas a las que nos convocan, sino también aquellos tiempos que fijamos nosotros mismos para sacar adelante nuestra familia y nuestra vida personal. Si el tiempo de la familia está anotado en el mismo lugar que las reuniones “importantes”, seguro que no pasará inadvertido. Si no, quedará sepultado por las mil urgencias de cada día. Si un cliente quiere quedar a las siete y media de ese día, pero está prevista la vuelta a casa para esa hora, se le puede decir que tenemos otra reunión, lo cual es rigurosamente cierto, y quedar a otra hora u otro día. Si hay que concertar una llamada, es preferible pedir que se llame en horario de trabajo (y quizá apagar el teléfono móvil a partir de cierta hora en casa).
Hay que decidir la distribución con el otro cónyuge, pues también tiene voz en capítulo. No es un asunto que afecta sólo a uno mismo. Va bien percibir los extraordinarios —la dedicación extra al trabajo— como un quitarle a la familia lo que le pertenece. A veces no hay más remedio, pero si se hace de mutuo acuerdo y en sintonía se facilitará la serenidad.
Quien pretende santificar la vida ordinaria, ha de buscar la “unidad de vida”: no hacer compartimentos estancos entre trabajo, familia, relaciones, etc. La unidad de vida exige que todo esté informado por el amor a Dios y se oriente a su gloria. Es esencial aprender a hacer de la Santa Misa el “centro y la raíz” de la vida cristiana: orientar todo a la Misa y sacar de ahí la fuerza para elevarlo a la gloria de Dios.
Cuando se hace de la santificación del trabajo profesional el “quicio” o el “gozne” de la vida cristiana, hay que recordar que de nada sirve un gozne sin puerta, lo mismo que no funciona una puerta sin gozne. Hacer del trabajo el “eje” no significa que sea más importante que la familia, sino que ocupa un puesto particular —el de “eje”— en el conjunto de la santificación de la vida ordinaria.
8. Ante las crisis: “la solución pasa por mí”
“Ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra (...) si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo” (U. Borghello).
Es inútil esperar: la solución está en nuestras manos. Si uno mismo quiere, el amor superará la crisis. Quien ve el problema y no reconoce que la solución pasa por un cambio en él mismo, se convierte en parte central del problema.
Cabría aquí hacer una nueva mención al perdón, un perdón rápido, sin dar tiempo a que el orgullo lo acabe sepultando. Hay que explicar a los cónyuges que también en esto cabe entrenamiento: cuesta las primeras veces pero, cuando se aprende, las palabras y los gestos oportunos nacen como por ensalmo, y son un nuevo alimento del amor.
9. Epílogo: del “tú y yo” al “nosotros”
Cuando el amor matrimonial madura, configura un “nosotros” que torna la biografía individual en co–biografía. Este “nosotros” implica la instauración de una obra común, que es esencialmente el bien de los cónyuges y la apertura de la intimidad conyugal a los hijos, es decir, la familia. El matrimonio compromete a integrar la propia biografía en un proyecto común, a fusionar la trayectoria personal en la trayectoria matrimonial. De no ser así, acaba convirtiéndose en una intimidad que se autocomplace, en dos egoísmos que conviven.
Esta comunidad que instaura el matrimonio, este “nosotros”, es mucho más que la mera convivencia; no es sólo un estar “junto a” o “con” el otro cónyuge. No es suficiente esto para definir la comunidad matrimonial. El “nosotros” que funda el compromiso matrimonial se ubica en un terreno más profundo. El cónyuge no da al otro lo que le corresponde, ni más de lo que le corresponde y ni siquiera más de lo que nunca hubiera podido soñar, porque no es cuestión de cantidades, sino de amor conyugal. El “nosotros” matrimonial está formado por todo lo de ambos, porque todo se pone en común y renace como “lo nuestro”.
Sólo así se puede acoger al otro cuando no puede o no quiere dar. El esposo ama a la esposa (y viceversa), no sólo como a sí mismo (eso se lo debe a todas las personas), sino “con el amor de sí mismo a sí mismo” (J. Hervada). Los esposos llegan a ser “una única unidad de vida y de por vida (P.J. Viladrich).
Javier Vidal-Quadras
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