Durante todo el siglo XX, una multitud de inspiraciones de diversa índole transformaron el contenido y la importancia de este tratado sobre el más allá y “las cosas últimas”. Pasó de ser más o menos marginal a insertarse en el centro de la teología
Fuente: omnesmag.com
En el siglo XX, dos tratados teológicos (dejando aparte la exégesis) han pretendido hacerse con toda la teología. Uno es la Teología Fundamental, porque se atribuía la justificación de todas las materias de la teología. El otro, más minoritario, es la Escatología, cuando defiende que todo el mensaje cristiano es y tiene que ser escatológico. Son planteamientos bastante antitéticos. La pretensión de la Teología Fundamental procede de exigencias de la razón, a veces de la razón académica. La de la Escatología, en cambio, tiene una inspiración principalmente teológica. La primera puede pecar de racionalismo. La segunda, en sus extremos, puede apuntar hacia lo utópico. Lo que permite concluir que se necesitan para compensarse.
Realmente la escatología lo abarca todo, porque el mismo Cristo presentó su Evangelio anunciando el Reino por llegar. Y también porque la esencia del cristianismo, al decir de Guardini, es una persona, Jesucristo. Pero Jesucristo en su plenitud, y por tanto resucitado. Vivimos en tensión hacia la Parusía. Y tanto en la Liturgia como en el obrar cristiano: esperamos que el Señor venga ahora y al final.
Algunos teólogos protestantes destacaron que la teología tenía que centrarse en Jesucristo resucitado (Karl Barth), y algunos lo concretaron para la escatología (Althaus, Die lezten Dinge). Jesucristo es la causa, el modelo y el anticipo del ser humano en su plenitud, como muestra san Pablo.
Los manuales católicos habían dividido la escatología en dos partes: individual y final. En la primera trataban el problema de la muerte (con la problemática, quizá, del alma separada), el juicio y los tres estados posibles (cielo, infierno y purgatorio), añadiendo a veces una reflexión sobre la bienaventuranza. En la segunda parte, la escatología final, trataban la segunda venida de Cristo con sus signos, la resurrección de los cuerpos y los nuevos cielos y la nueva tierra. Al ser estos temas más misteriosos, resultaba una especie de apéndice. La escatología estaba centrada en el final de cada persona. Incluso se preguntaba si la resurrección de los cuerpos añadía algo, y se contestaba que una cierta gloria accidental. Esto contrastaba con la idea de que la resurrección de Cristo es el acontecimiento esencial del cristianismo y tiene que ser el centro de la escatología.
En esa misma línea contribuyeron muchos puntos destacados por la Exégesis. Por supuesto, en primer lugar, la centralidad de Cristo. Después, el hecho que la predicación de Cristo fue escatológica desde el principio: anunció un Reino, cuyo fermento en este mundo es la Iglesia. Eso da un tono escatológico a todo el anuncio cristiano y a toda su historia.
Y no es un asunto principalmente individual, sino que se realiza en el Cuerpo de Cristo en la historia, que es la Iglesia. Primero en Jesucristo, que “resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron” (1 Co 15, 20) y en ese movimiento arrastra a su Cuerpo místico y aun a toda la creación, “que espera con anhelo ardiente la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8, 19). La revelación de Dios es, al mismo tiempo, la historia de la Alianza, la historia de la salvación y también la historia del Reino. El Reino (con Cristo en el centro) es el gran tema de la escatología y recorre toda la historia de la salvación.
Era preciso darle la vuelta al tratado: empezar por la resurrección de Cristo, primicia, promesa y causa de la nuestra; hablar de la historia de la salvación o del Reino, y de la realización de la Iglesia; y dar a todo el mensaje cristiano y a toda la teología esa tensión escatológica. Además, está expresado eminentemente en la Liturgia, en cada Eucaristía, donde se renueva la Pascua del Señor hasta que vuelva. Y en el año litúrgico, desde el adviento hasta la última semana del tiempo ordinario, segunda venida de Cristo (Cristo Rey y Juez de la historia).
El contacto de la escatología con la liturgia resultó muy enriquecedor para los dos tratados. En realidad, esas relaciones ahora redescubiertas ya estaban en los Padres de la Iglesia. Era otra manifestación más de un efecto común en la historia de la teología. La escolástica se había centrado en estudiar la realidad de las cosas con la ontología heredada de Aristóteles; el alma separada, la contemplación, la condición de los cuerpos resucitados, también la “res” de los sacramentos o de la Iglesia como realidad social. Esa fue su aportación. Pero no tenía método para tratar la dimensión simbólica. Ese fue su olvido. Al volver a conectar con la teología patrística (y también con la teología oriental, que es patrística por tradición) se renovaron los enfoques.
Otra inspiración vino por otro lado completamente distinto. Ya el gran intelectual ruso cristiano Nicolai Berdiaev (1874-1948) había advertido que el marxismo es una especie de herejía cristiana y que había secularizado su esperanza, prometiendo un cielo en la tierra. Un pensador crítico marxista, Ernst Bloch (1885-1977), se fijó precisamente en esto en su voluminoso ensayo El principio esperanza (1949). E identificó la esperanza como el impulso fundamental del vivir humano, que necesita futuro. O incluso es futuro, porque ha de realizarse como persona y, sobre todo, como sociedad (que es lo permanente). En ese sentido no se trata de ser, sino de llegar a ser. Por eso la esperanza y, en esa misma medida, la utopía como meta son las claves del ser humano.
La idea impresionó a un entonces joven teólogo protestante, Jürgen Moltmann, que recensionó el libro y dialogó con Bloch. La crítica que se podía hacer a Bloch era evidente: la esperanza es efectivamente el gran motor de la psicología humana; pero el Reino en la tierra es imposible: porque no se puede superar ni la muerte ni las limitaciones ni las quiebras humanas. Aparte de que desaparece realmente toda esperanza personal para inmolarse en beneficio de un reino social. Pero por más que se haga es imposible pasar en este mundo de la facticidad a la trascendencia. Aquí se está siempre por hacer, y nunca salimos de ahí, por más que se mejore. Con todas las paradojas que pueden venir, además, sobre lo que significa realmente mejorar.
Pero estaba claro que Bloch tenía bastante razón. La esperanza es motor, el ser humano es esperanzas. La esperanza laica no tiene meta creíble, pero la cristiana, sí. Recogiendo las inspiraciones que hemos mencionado y el reto de Bloch, Moltmann construyó su Teología de la esperanza (1966). Y tuvo muchísimo impacto. Quedó claro que una escatología es, en definitiva, una teología de la esperanza, y al revés. La esperanza dejaba de ser la hermana pequeña de las otras dos virtudes, como había poetizado Péguy (El pórtico del misterio de la segunda virtud).
Moltmann siempre ha sido un hombre de verbo fácil y grandes perspectivas, pero quizá tiene el problema contrario a la escolástica. En aquella, la atención a la realidad llevaba a desconocer lo simbólico. Aquí, a veces, la atención a lo simbólico puede llevar a desprenderse de la realidad. Eso es lo que tiende a la mitología… La resurrección de Cristo es real y no solo una espera en un futuro donde se tiene que revelar.
Entre otras cosas, la “teología de la esperanza” planteó el papel de las utopías como impulso de la historia humana. Precisamente cuando el marxismo se había extendido como ideología planetaria, cuando había logrado diversas simbiosis con el pensamiento cristiano y cuando ya había quedado claro que no era el cielo. Sería una de las inspiraciones de la teología de política de Metz y de la teología de la liberación.
Necesitamos utopías, repetirá después nostálgicamente una cierta izquierda cristiana, intentando de paso justificar un pasado bastante imperfecto (y en muchos casos, criminal). Pero la utopía de Tomas Moro, que fue la primera, no mató a nadie. Y la marxista, a muchos millones. De ahí, la reacción posmoderna: no queremos grandes relatos que son muy peligrosos. La gestión de la utopía necesita discernimiento, pero, sobre todo, aceptar a fondo el gran principio moral de que el fin utópico no justifica los medios; no se puede hacer cualquier cosa en nombre de la utopía.
Con toda esta ebullición de ideas, el entonces teólogo y después Papa enseñaba en Ratisbona, entre otras materias, escatología. Y compuso un pequeño manual (1977) con muchas cosas inteligentes y bien juzgadas. Como señala en el prólogo, el manual tiene dos preocupaciones. Por un lado, acoge el empeño en recentrar la escatología en Cristo, el impulso de la teología de la esperanza, y discierne sobre sus consecuencias políticas e históricas. También matiza la idea de que la muerte sea un momento de plenitud, como había querido presentar Rahner; porque, más bien, la experiencia es la contraria.
Pero contiene una novedad destacable. Aborda el tema del alma separada, difícil de presentar en nuestro contexto científico moderno. Le ayuda la inspiración de la filosofía dialógica de Ebner y de Martin Buber, que la formula con más fuerza persuasiva. Desde un punto de vista cristiano, el ser humano es un ser hecho por Dios para una relación de amor con Él para siempre. Ese es el fundamento teológico para entender la pervivencia de las personas (del alma) más allá de la muerte. No depende de la plausibilidad actual de las antiguas demostraciones del alma o del punto de vista de Platón. El mensaje cristiano tiene sus propias bases en ese “personalismo dialógico”, que también nos permite ahondar en lo que significa ser persona. Este tema, que ya está apuntado en la Introducción al cristianismo, fue una hermosa aportación del manual de Joseph Ratzinger, aunque no sea original suyo. Pero le dio fuerza y difusión.
Realmente, el estado del alma separada entre la muerte y la resurrección es una cuestión compleja. Lo había visto santo Tomás de Aquino, que tiene sobre eso una quaestio disputata. Ha de haber una pervivencia porque, si no, cada resurrección, incluso la de Cristo, sería una recreación. Pero esa alma está privada de los recursos psicológicos de la sensibilidad, y por eso, su tiempo subjetivo no puede ser continuo como el que vivimos nosotros con el cuerpo. También lo vio santo Tomás. Por tanto, cabe pensar en cierta proximidad subjetiva entre el momento de la muerte y el de la resurrección. Algunos autores católicos han identificado los dos momentos (Greshake), pero no es posible, porque hay hechos intermedios, como son el juicio y las relaciones de la comunión de los santos. Pero no se puede pensar con nuestra experiencia, porque el alma está ya delante de Dios que obra sobre ella. No es una pervivencia natural sino una situación escatológica.
Curiosamente, mientras la cuestión del alma separada resulta difícil de presentar ante un público bastante materialista, ha crecido la creencia en la reencarnación o metempsicosis, por ósmosis cultural de las convicciones budistas o hinduistas. Y reclama atención.
En paralelo a estos desarrollos de la Escatología, el siglo XX conoció una abundante reflexión sobre la Teología de la historia, que apenas ha interaccionado con el tratado, pero merece ser tenida en cuenta.
Es conocida la tesis del filósofo judío Karl Löwitz sobre la teología de la historia de san Agustín y sus ensayos sobre historia y salvación, y sobre el sentido de la historia. También Berdiaev, antes citado, tiene un notable ensayo sobre El sentido de la historia. Y el gran historiador francés Henri Irenée Marrou. Por otro lado, tenemos El misterio del tiempo, de Jean Mouroux. Y el Misterio de la historia, de Jean Daniélou. Y la Filosofía de la historia, de Jacques Maritain, que ve crecer a la vez el bien y el mal. Y la Teología de la historia, de Bruno Forte, cuya teología está construida precisamente desde la historia. Y, por otro lado, esa atención al utopismo, que prestan Henri De Lubac, en su ensayo sobre La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore. Y Gilson, en Las metamorfosis de la ciudad de Dios.
Juan Luis Lorda
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