El 8 de diciembre termina el año dedicado a san José, que ha conmemorado su proclamación como patrono de la Iglesia universal en 1870. Para concluirlo, el autor de este artículo expone los principales rasgos de quien es padre y guía de Jesús, y de todos los cristianos.
Dominique Le Tourneau, en omnesmag.com/
A lo largo de los últimos meses, hemos incrementado nuestro conocimiento y nos hemos adentrado en el trato íntimo con el patriarca san José. Y eso, gracias a la decisión del Papa Francisco de decretar un año de san José, que terminará el día 8 de diciembre, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Como expresaba en su Carta apostólica Patris corde, Francisco tomó esa decisión con motivo del sesquicentenario de la proclamación de san José como patrono de la Iglesia universal por el Sumo Pontífice Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, a petición de los padres del Concilio Vaticano I.
Con ello nos ofrecía el Romano Pontífice unos puntos de reflexión y meditación, al subrayar distintos papeles de quien jugó el papel de padre del Redentor. Fue -escribe- padre amado, padre en la ternura, padre en la obediencia, padre en la acogida, padre en la valentía creativa, padre trabajador y, por último, padre en la sombra.
Agradecimiento a un hombre justo
El nombre de José es todo un programa. Significa en hebreo “él aumentará”, “él añadirá” o “él hará crecer”. Y san Josemaría Escrivá comenta: “Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió —si se me permite hablar así— la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad. José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mí cosas grandes Aquel que es todopoderoso” (Es Cristo que pasa, n. 40). Por consiguiente, que nuestro agradecimiento hacia san José debería de ser muy grande.
Recibió una anunciación paralela a la de María. Como leemos en san Mateo, cuando se dio cuenta de que su prometida esperaba un hijo, “como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado” (Mt 1, 18-19). Pero en cuanto hubo tomado esta decisión, “se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”.
Lo que algunos han considerado como dudas de José ha dado lugar, tanto en el arte como en la literatura, al tema de los celos de san José, de origen bizantino. Ya en su Representación del Nacimiento de Nuestro Señor (hacia 1467-1481) Gómez Manrique los mencionaba. Siguen presentes en la Vida, excelencias y muerte del glorioso Patriarca y Esposo de N. Señora S. José (1604) de José de Valdivielso. Y pasa a ser el tema de la obra de Cristóbal de Monroy y Silva, Celos de San José (1646). Podemos pensar, en realidad, que la duda se refiere tan solo a la decisión que tenía que tomar, pero no podía poner en tela de juicio la santidad de su esposa.
Según las tradiciones judías, se los consideraba ya casados. Y el matrimonio de María con José siempre ha sido presentado como un verdadero matrimonio, aun cuando respetó la decisión inicial de María de quedar virgen: daría a luz sin concurso de varón, sino por “obumbración”, ya que el Espíritu Santo la tomó bajo su sombra. Partiendo de los bienes matrimoniales identificados por san Agustín, santo Tomás de Aquino afirma que ese matrimonio es realmente un matrimonio, porque ambos esposos han consentido la unión conyugal, pero “no la unión carnal, excepto con una condición: que Dios lo quisiera”.
San Jerónimo presentaba las razones de conveniencia de que estuvieran casados: “En primer lugar, para que por la genealogía estuviera establecida a procedencia de María; en segundo lugar, para que no fuera lapidada por los judíos en cuanto adúltera; tercero, para que ella tuviera un consuelo en la huida a Egipto”. El relato del martirio de san Ignacio añade un cuarto motivo: para que el parto quedara escondido a los ojos del diablo, que pensaría que el niño había sido engendrado de una esposa, no de una virgen.
El evangelista san Mateo nos trasmite la afirmación angélica según la cual san José era un “hombre justo”, es decir, un santo. Esta santidad eximia ha sido descrita acertadamente por Richard, en sus Elogios históricos de los Santos, publicado en Valencia en 1780: “Ponderad cuanto quisiereis sus prerrogativas; decid que habiendo sido destinado por especial vocación al más noble ministerio que jamás hubo, reunió en su persona lo que estuvo repartido entre los demás Santos; que tuvo las luces de los Profetas, para conocer el secreto de la Encarnación de un Dios; los amorosos cuidados de los Patriarcas, para cifrar y alimentar a un hombre Dios; la castidad de las Vírgenes para vivir con una Virgen Madre de un Dios; la fe de los Apóstoles, para descubrir entre la humildad exterior de un hombre, las ocultas grandezas de un Dios; el celo de los Confesores, y la fortaleza de los Mártires, para defender y salvar con riesgo de su vida la de un Dios. Decid todo esto, Señores; pero yo os responderé con una sola palabra: Joseph vir ejus erat justus”.
Devoción a san José
Una santidad así, excepcional, motiva una total confianza en el poder de intercesión de nuestro santo y, por ello, una devoción especial. Bien lo explica santa Teresa, con unos tintes biográficos: “Tomé por abogado y señor al glorioso San José y encomendéme mucho a él. Vi claro que así de esta necesidad como de otras mayores de honra y pérdida de alma este padre y señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir. No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra -que como tenía el nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar-, así en el cielo hace cuanto le pide. Esto han visto otras algunas personas, a quien yo decía se encomendasen a él, también por experiencia; y aun hay muchas que le son devotas de nuevo, experimentando esta verdad”.
Testimonio de esta devoción son las cofradías de san José presentes tanto en España como en América latina, presentadas por F. Javier Campos y Fernández de Sevilla, OSA, en su obra Cofradías de San José en el Mundo Hispánico, de 2014. Explica el autor que “tradicionalmente habían sido los artesanos de la madera y oficios afines los que había elegido a San José como titular de la nueva cofradía que ponían bajo su patronazgo, pero también se observa que, en otras ocasiones, se le elige por el puesto que ocupa en la corte celestial y porque las advocaciones marianas y del santoral con tradición en la cultura cristiana hispanoamericana ya tenían erigidas cofradías a la misma advocación -posiblemente más de una en ciudades grandes-, o no existían imágenes o lienzos en la iglesia donde querían erigir la hermandad”.
Por su parte, el actual sucesor de Pedro, en el encuentro con las familias en Manila, confiaba de qué modo se vale de su devoción a san José dormido: “Yo quiero mucho a san José, porque es un hombre fuerte y de silencio y en mi escritorio tengo una imagen de san José durmiendo y durmiendo cuida a la Iglesia. Si, puede hacerlo, lo sabemos. Y cuando tengo un problema, una dificultad, yo escribo un papelito y lo pongo debajo de san José, para que lo sueñe. Esto significa para que rece por ese problema. […] José escuchó al ángel del Señor, y respondió a la llamada de Dios a cuidar de Jesús y María. De esta manera, cumplió su papel en el plan de Dios, y llegó a ser una bendición no solo para la sagrada Familia, sino para toda la humanidad. Con María, José sirvió de modelo para el niño Jesús, mientras crecía en sabiduría, edad y gracia”.
Este comentario pontificio, lleno de candor y de fe, nos remite a los sueños de José. Recordemos que, conforme a los relatos evangélicos, san José se beneficia en tres ocasiones de un mensaje angélico durante el sueño. Primero, cuando descubre el embarazo de su mujer, como apuntábamos arriba; luego, después de la salida de los Magos, cuando la furia mortífera de Herodes quiere dar muerte a Jesús; y, finalmente, para decidir del momento de regresar a Palestina. ¿Por qué se le aparece el ángel durante el sueño, y no en la realidad, como hizo con Zacarías, los pastores o la misma Virgen María?, se preguntaba san Juan Crisóstomo. Y contesta: “Porque la fe de este esposo era fuerte y no necesitaba de semejante aparición” (In Matth. homil. 4).
Consideramos con razón a san José como un santo excepcional. Sin embargo, hemos oído a nuestro Señor afirmar que “no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él” (Mt 11, 11). ¿Cómo hay que entenderlo? El reino que Jesucristo ha venido a instaurar es el Nuevo Testamento. San Juan es el más grande del Antiguo, y se queda, por así decir, a la puerta del Nuevo. Por su parte, san José es, junto con la Virgen María, el primero en pertenecer al Reino establecido por su Hijo. De hecho, el Precursor no tuvo el privilegio de compartir su vida con la de Jesús y María. Vio de lejos al Cordero de Dios, que presento a sus discípulos (cfr. Jn 1, 36), mientras fue dado a José no sólo verlo y oírle, sino también abrazarlo, besarlo, vestirlo y custodiarlo.
También cabe subrayar la superioridad de san José con respecto a los apóstoles del Señor. Como argumentaba Bossuet, “entre todas las vocaciones, señalo dos en las Escrituras que parecen directamente opuestas. La primera, la de los apóstoles; la segunda, la de José. Jesús se revela a los apóstoles, Jesús se revela a José, pero en condiciones bien opuestas. Se revela a los apóstoles para proclamarlo por todo el universo; se revela a José, para callarlo y para esconderlo. Los apóstoles son luces para hacer ver a Jesucristo al mundo; José es un velo para cubrirlo y bajo este velo misterioso nos oculta la virginidad de María y la grandeza del Salvador de las almas”.
El silencio de José y la Eucaristía
Esto nos lleva a referirnos brevemente al llamado “silencio de san José”. Como lo escribía acertadamente Paul Claudel, “es silencioso como la tierra a la hora del rocío”. El Papa Pío XI declaró al respecto que los dos grandes personajes que son Juan el Bautista y el apóstol Pablo “representan la persona y la misión de san José, que, sin embargo, pasa en silencio, como desaparecido y desconocido, en la humildad y el silencio, un silencio que no debía iluminarse más que siglos más tarde. Pero allí donde el misterio es más profundo y más espesa la noche que lo cumbre, allí donde el silencio es más profundo, es precisamente donde la misión es más elevada, más rico el cortejo de las virtudes que se requieren y el mérito que, por una afortunada necesidad, ha de responder a tal misión. Esa misión grandiosa, única, de cuidar al Hijo de Dios, el Rey del universo, la misión de proteger la virginidad, la santidad de María, la misión de cooperar, como única vocación, a participar en el gran misterio escondido a los siglos, en la Encarnación divina y en la Salvación del género humano”.
Esta presencia silenciosa es quizá aún más llamativa en el desarrollo del sacrificio eucarístico. De hecho, podemos entrever una presencia del santo patriarca en la Misa. Nos asiste en aquel momento sublime de distintas maneras:
1) María está presente espiritualmente en el altar como corredentora. Ahora bien, José es su esposo, y no podemos separarles. Jesús, el Redentor de la humanidad, es fruto de su matrimonio.
2) Jesús ha llamado con toda razón “padre” a san José, y José ha mandado a Jesús como verdadero padre, ha cuidado de Él, le ha alimentado, y, junto con la Virgen María, ha “preparado” al Sacerdote soberano y víctima divina del Sacrificio de la Pasión que estaba por venir.
3) María y José son inseparables en la devoción de los fieles, como, por cierto, en el plan de la Encarnación redentora.
4) En la Misa, el sacrificio lo ofrece toda la Iglesia y para toda la Iglesia. Ahora bien, santa María ha sido designada como Madre de la Iglesia, y san José es su padre.
5) La Plegaria eucarística I proclama: “Reunidos en comunión con toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; la de su esposo, san José…”.
6) María intercede ante su Hijo para que sea el único Mediador ante el Padre eterno, y José, cabeza de la Sagrada Familia, nos presenta ante la Intercesora.
Además, podemos decir que san José participó con antelación en el Sacrificio de su Hijo en la medida en que, en términos de san Alfonso María de Ligorio, “con cuántas lágrimas, María y José, que conocían perfectamente las divinas Escrituras, habrían hablado, en presencia de Jesús, de su penosa pasión y muerte. Con cuánta ternura habrían conversado de su Predilecto, al cual Isaías se había referido como el hombre de dolores. Él, hermoso como era, sería flagelado y maltratado hasta parecer un leproso lleno de llagas y heridas. Pero su amado hijo lo sufriría todo con paciencia, sin ni siquiera abrir la boca ni lamentarse por tantas penas y, como un cordero, se dejaría llevar a la muerte: y finalmente habría acabado la vida a fuerza de tormentos, colgado de un leño infame entre dos ladrones”.
La Sagrada Familia
Con esto, digamos algo de la Sagrada Familia, a la que los autores llaman la “trinidad de la tierra”. Figura en el tríptico de Mérode, en el que, según Cynthia Hahn, la presencia de José en el panel derecho ha de explicarse como una figura de Dios Padre. San Josemaría insistió en un itinerario espiritual consistente en pasar de la trinidad de la tierra a la Santísima Trinidad: “Pasando por Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrara su modo propio de acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del cielo”.
También presentaba san Josemaría a san José como “maestro de vida interior”. Se dirigía a él con estas palabras: “San José, Padre y Señor nuestro, castísimo, limpísimo, que has merecido llevar a Jesús Niño en tus brazos, y lavarle y abrazarle: enséñanos a tratar a nuestro Dios, a ser limpios, dignos de ser otros Cristos. Y ayúdanos a hacer y a enseñar, como Cristo, los caminos divinos –ocultos y luminosos-, diciendo a los hombres que pueden, en la tierra, tener de continuo una eficacia espiritual extraordinaria” (Forja 553).
Patrón de la buena muerte, y de la vida escondida
Patrono de la Iglesia universal, como decíamos al principio, san José se nos presenta también como patrón de la buena muerte. El P. Patrignani, un gran amante del patriarca, aducía como razones de este patrocinio: “1) José es el padre de nuestro Juez, del que los otros santos non son más que amigos. 2) Su poder es formidable ante los demonios. 3) Su muerte fue la más privilegiada y la más dulce que jamás haya habido”.
San Alfonso María de Ligorio explica que “la muerte de José fue recompensada con la más dulce presencia de la esposa y del Redentor, que se dignaba llamarse hijo suyo. ¿Cómo podía la muerte ser amarga para él, que murió entre los brazos de la vida? ¿Quién podrá explicar jamás o comprender las sublimes dulzuras, las consolaciones, las esperanzas, los actos de resignación, las llamas de caridad, que las palabras de vida eterna de Jesús y María suscitaban entonces en el corazón de José?”.
Añade el mismo autor que “la muerte de nuestro santo fue plácida y serena, sin angustias ni temores, porque su vida fue siempre santa. No puede ser así la muerte de quien durante un tiempo ha ofendido a Dios y merecido el infierno. Sin embargo, grande será entonces el descanso para quien se pone bajo la protección de san José. Él, que en la vida había mandado a Dios, ciertamente sabrá mandar a los demonios, alejándolos e impidiéndolos tentar a sus devotos en el momento de la muerte. Bienaventurada el alma que es asistida por ese válido abogado”.
La muerte de nuestro santo ha sido precedida por los años de lo que se suele llamar la “vida escondida”, años de contemplación de Dios a través de la santificación del trabajo ordinario y de los acontecimientos diarios, años dedicados a dar gloria a Dios ofreciéndole los humildes quehaceres cotidianos. San José, al lado de María y de Jesús, nos ofrece un modelo acabado de la santificación de la vida ordinaria.
Para Bossuet, “José tuvo este honor de estar diariamente con Jesucristo, y con María tuvo la parte más grande de sus gracias; y, sin embargo, José estaba oculto, su vida, sus obras, sus virtudes estaban desconocidas. Quizás aprenderemos de tan hermoso ejemplo que se puede ser grande sin estrépito, que se puede ser bienaventurado sin ruido y que se puede tener la verdadera gloria sin ayuda de la fama, por el solo testimonio de su conciencia”.
Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica que “con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: ‘No se haga mi voluntad…’ (Lc 22, 42). La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf. Rm 5, 19)”.
Se preguntaba san Bernardo ante tal misterio: “Entonces, ¿quién estaba sometido a quién? En efecto, el Dios a quien están sujetos los Ángeles, a quien obedecen los Principados y Potestades, estaba sometido a María; y no solo a María, sino también a José por causa de María. Admirad, por tanto, a ambos, y ved cual es más admirable, si la liberalísima condescendencia del Hijo o la gloriosísima dignidad de la Madre. De los dos lados hay motivos de asombro; por ambas partes, prodigio. Un Dios obedeciendo a una criatura humana, he ahí une humildad nunca vista; una criatura humana mandado a un Dios, he ahí una grandeza sin igual” (Homilía II super Missus est, 7).
Pero alimentada sin interrupción por la oración. “San José esta delante de nosotros como un hombre de fe y de oración. La liturgia le aplica la palabra de Dios en el Salmo 88: ‘El me clamará: Mi padre eres tú, Mi Dios, y la roca de mi salvación’ (Sal 89, 26). Ciertamente, cuántas veces en el curso de las largas jornadas de trabajo habrá elevado José su pensamiento a Dios para invocarle, para ofrercele sus fatigas, para implorarle luces, ayudo, consuelo. Ahora bien, este hombre que parece gritar a Dios con toda su vida: ‘Eres mi padre’, consigue esta gracia del todo particular: el Hijo de Dios en la tierra le trato de Padre. José invoca a Dios con todo el ardo de su alma de creyente: ‘Padre mío’, y Jesús que trabajaba su lado con los instrumentos de carpintero, se dirige a él llamándole: ‘padre’”.
Cerramos este articulo con la oración que el papa Francisco nos ha propuesto al final de su carta Patris corde:
Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal. Amén.
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