El tema de los ministerios de la mujer en el Nuevo Testamento (1), sobre todo en lo que se refiere al diaconado y a la posible ordenación sacerdotal de la mujer, ha sido muy estudiado en los últimos años (2). No pretendo hacer un estudio exegético de los textos bíblicos sobre la mujer, que rebasaría mis posibilidades y el objeto de este artículo, sino recoger los datos más relevantes que atestiguan la colaboración de la mujer en la evangelización y demás tareas eclesiales.
1. Situación de la mujer
Sabemos que la situación de la mujer en Israel en tiempos de Jesús era muy dura (3), y esta situación continuó en las comunidades hebreas aun después de la destrucción de Jerusalén. Jesús reaccionó contra la excesiva marginación de las mujeres e introdujo algunos cambios significativos en su comportamiento personal con ellas, pero nada cambió ni pudo cambiar respecto a su situación jurídica. Permitió que le acompañasen algunas mujeres en sus viajes apostólicos y le ayudaran con sus bienes (Lc 8, 1-2). Es un dato muy llamativo y muy comentado, aunque en realidad sabemos muy poco sobre las circunstancias de su acompañamiento y en qué consistía su participación en el grupo de los que seguían a Jesús, fuera de lo que nos dice el evangelio: ayuda económica y seguimiento. ¿Formaban grupo aparte, tal como aparecen en los relatos de la crucifixión y de la resurrección de Jesús? (4)
En tiempos de Jesús en Palestina, una mujer casada no podía salir de su casa sin permiso de su marido, ni hablar con un hombre en la calle, debía llevar la cabeza cubierta, en la sinagoga y en el templo de Jerusalén tenían un lugar aparte distinto del de los hombres y otras muchas limitaciones que impedían su participación en la vida pública. E. Bautista resume así su triste condición: «La mujer judía de los tiempos de Jesús: sin derechos, en eterna minoría de edad, repudiada por su marido, confinada en la casa y con muy escasas posibilidades de mantener contactos sociales, alejada del templo en determinados días a causa de las leyes de pureza ritual, y relegada en todo momento a un recinto especialmente señalado para ella en el templo y fuera del atrio de la casa de Israel, sin derecho a la enseñanza de la ley, y por tanto incapaz de merecer; la mujer judía, pobre, pecadora y pequeña, se encontraba en una situación que la constituía en un paradigma de marginación» (5).
En el Nuevo Testamento hay dos hechos que parecen contrarios a la posible participación de las mujeres en la misión apostólica o en cargos directivos: la elección de los doce apóstoles y de los «siete varones» para atender al servicio de las viudas de los griegos (Hch 6, 1-6). Efectivamente, en el grupo de los Doce no aparece ninguna mujer, pero esto es evidente dado el significado simbólico de los Doce, que representan los doce hijos de Jacob (o las doce tribus de Israel). El caso de los diáconos me parece más significativo a este propósito, porque fueron elegidos para atender a las necesidades de un grupo femenino y no se ven razones especiales para que no hubiera sido elegida alguna mujer. De hecho los diáconos se dedicaron también al servicio de la palabra y de la evangelización, como consta de Esteban y Felipe, los únicos de los que se nos narran sus actividades.
Este hecho, que pudiera parecer contrario, para mí es muy positivo. Los apóstoles no eligieron a ninguna mujer para estas tareas porque vivían todavía prisioneros de sus ideas judías. Pero más tarde, en la misma iglesia apostólica, se eligieron mujeres para estos servicios (6).
Pienso también que podemos afirmar sin vacilación que ninguna mujer formaba parte de los 72 discípulos enviados por Jesús a predicar por tierras de Palestina durante su vida terrena (Lc 10, 1-20). No es un dato verificable, porque Lucas nada dice sobre el particular, pero nada nos permite suponer que Jesús pudiera confiar esta misión a mujeres dada su situación sociológica. No vale la pena discutirlo y pienso que para defender la participación de la mujer en la evangelización debemos apoyarnos en argumentos más sólidos y evitar estos argumentos tan frágiles y tan poco convincentes.
En cambio, si admitimos que la última cena de Jesús con sus discípulos fue una cena pascual, como suponen los relatos de los Sinópticos, es totalmente seguro que se hallaban presentes las mujeres en dicha cena (7). Este dato debiera revestir mayor importancia para los que piensan que Jesús en la última cena instituyó el sacerdocio cristiano.
2. Actitud de Jesús con las mujeres
Los datos que nos ofrecen los Evangelios revelan que Jesús acogió entre sus discípulos y seguidores a algunas mujeres. Llama también la atención la libertad con que procede en su trato con ellas sin que se sintiese obligado por las leyes de pureza o impureza legal, cuando se trataba de ayudar a una mujer necesitada. Lo mismo hace con los leprosos y otros enfermos o muertos. Jesús viene a proclamar la buena nueva a los pobres y oprimidos, entre los que se encuentran sin duda las mujeres (cf. Lc 4, 18). No tiene reparo en hablar en público e instruir a la Samaritana (Jn 4, 27), se deja tocar el manto por la hemorroísa a pesar de su estado de impureza (Mc 5, 25-34), cura en día de sábado a una mujer encorvada y la llama «hija de Abraham» (Lc 13, 10-16), impide que una mujer adúltera sea apedreada, como exigían sus acusadores, y le dirige palabras de aliento y de confianza (Jn 8, 3-11), se deja besar los pies y ungir con perfume por una mujer pública con gran escándalo del fariseo que lo invitó y de los demás comensales (Lc 7, 36-50), cura a la suegra de Pedro y la coge por la mano (Mc 1, 29-31), se deja ungir la cabeza en Betania, en casa de Simón, con un perfume carísimo y defiende a la mujer que realizó aquella acción (Mc 14, 3-9). No necesitamos acumular datos sobre esta conducta de Jesús que choca con algunas costumbres y leyes rituales y demuestra gran aprecio por la mujer, porque lo que interesa a nuestro objeto es la participación activa de la mujer en la evangelización. Algo de esto podemos vislumbrar en los relatos de la muerte y resurrección de Jesús. Aquí un grupo de mujeres adquiere un relieve especial.
Camino del Calvario salen al encuentro de Jesús algunas mujeres, llorando, mostrándole su amor y su ternura (Lc 23, 26-30). Las palabras que les dirige no son muy consoladoras: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mi; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23, 28). Ya en el Calvario, contempla a distancia aquella escena de dolor y de escarnio el grupo de mujeres que le habían seguido desde Galilea (Mc 15, 40; Mt 27, 55-56; Lc 23, 49). Los tres evangelistas notan que no estaban junto a la cruz, sino que miraban desde lejos. Las que fueron testigos de su pasión y muerte debían ser las primeras en ver al Señor resucitado.
El hecho de que este grupo de mujeres, entre las que se menciona siempre a María Magdalena, fueran las primeras en ver al Señor resucitado y recibieran el mandato de anunciarlo a los discípulos es de suma importancia. Haber sido testigo de la resurrección de Jesús era una condición indispensable para poder ser agregado al número de los Doce, como se observa en la elección de Matías para sustituir a Judas (Hch 1, 22). El mismo Pablo funda su misión en que ha visto al Señor camino de Damasco (cf. Ga 1, 12.16). Tenemos, por consiguiente, un hecho importante y significativo: las mujeres son las primeras en ver a Jesús resucitado y reciben el encargo de anunciarlo a los discípulos (Mt 28, 7; Mc 16, 7; Lc 24, 9; Jn 20, 18).
3. La presencia de la mujer en la primitiva Iglesia
En los Hechos de los apóstoles se narran los comienzos de la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. La importancia de sus relatos estriba en que los acontecimientos del principio son un paradigma de lo que acontece en las diversas etapas de la vida de la Iglesia, por ejemplo, la narración de la venida del Espíritu Santo sobre la primera comunidad reunida en el cenáculo. En esta comunidad están presentes los apóstoles, algunas mujeres, María la madre de Jesús y sus hermanos. Esta mención de María y las mujeres, que pudiera parecer sin importancia, es de suma transcendencia. Lo que aquí se refiere es válido para toda la historia de la Iglesia.
En las reuniones de los primeros cristianos para orar, escuchar las enseñanzas de los apóstoles y partir el pan (cf. Hch 2, 42.46), las mujeres desempeñaron sin duda un papel importante, entre otras razones, porque las reuniones se tenían con frecuencia en casa de alguna mujer de posición acomodada. Al ser liberado Pedro de la cárcel, se dirige a la casa de María, la madre de Marcos, donde se hallan reunidos los fieles en oración (Hch 2, 42.46). En el ambiente griego, Pablo y sus compañeros se hospedan en casa de Lidia, la vendedora de púrpura, después de haberse bautizado ella «y los de su casa», (Hch 16, 15). Nada se nos dice ni de su marido ni de sus hijos, signo evidente de que la protagonista era Lidia. Otras veces se resaltan las obras de caridad de una mujer, como en el caso de Tabita, “rica en buenas obras y limosnas” (Hch 9, 36-39). Se mencionan además las cuatro hijas del diácono Felipe, que eran vírgenes y profetizaban (Hch 21, 8-10). Aquí se trata de un ministerio profético, aunque no se especifica su contenido ni su frecuencia. Priscila y Aquila completan en Efeso la instrucción cristiana de Apolo, «enseñándole con mayor exactitud el camino de Dios» (Hch 18, 26). También aquí el nombrar a Priscila antes que a su marido indica que era ella la principal agente de esta instrucción.
Estos datos del N.T. no son muchos ni excesivamente importantes, pero manifiestan suficientemente que la mujer no estuvo ausente en los comienzos de la evangelización y formación de la Iglesia.
4. La función de la mujer en el «corpus paulinum»
En las cartas de S. Pablo encontramos algunos textos que parecen conceder cierta participación a las mujeres en la asamblea y otros que la rechazan. Se da por supuesto que los textos más negativos, como son los de las cartas pastorales y algunos pasajes de las cartas a los corintios, no son de S. Pablo; por eso es preciso distinguir entre las cartas auténticas, las cartas de un autor posterior, llamadas también deutero-paulinas, y las cartas dudosas. Son auténticas Rm, 1Co y 2Co, Ga, Flp, 1Ts y Flm. Se consideran no paulinas las cartas de la cautividad (Ef y Col), las cartas pastorales (1 y 2 Tm, Tt) y Hbr. Es dudosa, aunque los autores se inclinan cada vez más por la no autenticidad, la 2Ts.
Entre las cartas auténticas puede haber algunas interpolaciones posteriores (v.gr. 1Co 14, 34-37) o fragmentos de otras cartas del mismo Pablo. Este último aspecto no interesa para nuestro propósito. Estos pasajes, que se creen interpolados, prohiben a la mujer hablar en la asamblea o enseñar e inculcan la sujeción al marido. Sean o no de S. Pablo, estos textos forman parte de la Escritura desde el siglo II y son precisamente los que más han influido en la Iglesia para discriminar a la mujer y consideraría en condiciones de inferioridad respecto al varón. Vamos a comenzar por estos textos que crean dificultades. Es conveniente leerlos reposadamente, por eso los vamos a citar íntegramente.
Las mujeres de Corinto (1Co 11, 2-16)
«Os alabo porque en todas las cosas os acordáis de mí y conserváis las tradiciones tal como os las he transmitido. Sin embargo, quiera que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra! El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo (doxa) de Dios; pero la mujer es reflejo del hombre. En efecto, no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre. He aquí por qué debe tener la mujer sobre la cabeza una señal por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el hombre ni el hombre sin la mujer en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre a su vez nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios.
«Juzgad vosotros mismos. ¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿No os enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera, mientras es una gloria para la mujer la cabellera? En efecto, la cabellera ha sido dada a modo de velo».
Este pasaje paulino ofrece no pocas dificultades. Refleja una mentalidad y unos usos muy diferentes de los nuestros. Es indiscutible que aquí la mujer aparece en condiciones de inferioridad ante el varón. Se recurre al argumento bíblico de la creación para demostrar esta inferioridad: «No procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre; no fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre» (I 1, 8-9).
Se refiere también el uso del velo de las mujeres, lo cual muchos interpretan como un signo de sumisión. El texto griego no habla de velo, sino de autoridad. Hoy son muchos los que piensan que la frase nunca tiene un sentido negativo, de sometimiento, sino al contrario, es signo de su dignidad. Habría que traducir: «La mujer debe llevar sobre su cabeza la autoridad [el signo de su poder]». En este caso el velo o el ir con la cabeza cubierta revela el «poder» o la potestad de la mujer de orar en voz alta y de profetizar en las asambleas de culto (8).
La consigna del silencio (1Co 14, 33-36-1Co 37-38)
Otro texto extraño, que se halla en contradicción con el anterior, es la ley del silencio que se impone a las mujeres de Corinto:
«Como en todas las iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas, pues no les está permitido hablar; antes bien muestren sujeción, como también lo dice la Ley. Que si algo desean aprender, pregunten en casa a sus propios maridos, porque es indecoroso a la mujer hablar en la asamblea... Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor. Mas si lo desconoce, que lo desconozca».
Si el texto antes citado del capítulo 1Co 11, 2-16 es de S. Pablo, éste del capítulo 14, 36ss no puede ser auténtico, porque está en contradicción con aquél. En el c. 11 se permite hablar a las mujeres, aunque con la cabeza cubierta; aquí se les prohibe absolutamente. Los vv. 34-37 se consideran una interpolación que se introdujo en el texto paulino hacia finales del siglo I, tiempo en que se escribió la primera carta a Timoteo. La jerarquía eclesiástica ha usado con frecuencia estos textos para limitar la intervención de la mujer. Este pasaje de la primera carta a los corintios fue decisiva para impedir que se concediera a Sta. Teresa de Jesús el título de Doctora. Hubo que esperar hasta el año 1970 para que Pablo VI la proclamase Doctora de la Iglesia.
La mujer no debe enseñar ni imponerse al varón (1Tm 2, 11-15)
Es un texto muy semejante al anterior, aunque añade la idea del pecado de Eva y la esperanza de salvación de la mujer por razón de su maternidad. Son ideas típicamente judías, que poco tienen que ver con la salvación anunciada por Jesucristo:
«La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer, que, seducida, incurrió en la transgresión. Con todo, se salvará por su maternidad..
La impresión que nos dejan estos textos es ciertamente muy negativa. Supone una evolución muy grande en la Iglesia respecto al tiempo y a las cartas de S. Pablo. Han surgido doctrinas nuevas o heréticas y se precisa una organización nueva y fuerte, dirigida por un hombre competente con experiencia de gobierno. Ha habido un proceso de «patriarcalización» de la Iglesia en el que se ha rebajado el papel de la mujer y exaltado el poder del jefe, obispo o presbítero. Mientras que en la primera carta a los Corintios la mujer podía intervenir en la asamblea, en ésta a Timoteo se le impone silencio y sumisión y se invoca el peligro que representa la mujer para el varón. Fue la mujer quien sedujo al primer hombre. Los códigos domésticos, presentes en estas cartas pastorates, lo mismo que en las de la cautividad y primera de S. Pedro, se reflejan en las normas de conducta que se establecen para las mujeres, los hijos y los esclavos (9).
Mujeres Diáconos, colaboradoras y apóstoles
Los textos que nos interesan principalmente son el final de la Carta a los Romanos (Rm 16, 1-16), donde se nombra a 12 mujeres, algunas de las cuales ejercen ministerios; el saludo de la carta a los filipenses (Rm 1, 1), donde se mencionan obispos y diáconos (10), y la primera carta a Timoteo (Rm 3, 11), en la que se señalan las cualidades que debe tener la mujer que está al servicio de la iglesia.
Febe, diácono (Rm 16, 1-2).
Los datos esenciales son: Pablo llama a Febe «diácono y colaboradora» suya. Usa términos que se puede traducir por «protectora», que ha ayudado a muchos y al mismo Pablo. Es preferible traducir aquí «diácono» y no «diaconisa» para no atribuirle un sentido eclesial de tiempos posteriores.
¿Qué sentido tiene aquí la palabra«diákonos»? ¿Significa un servicio cualquiera, o más bien un oficio estable? Aunque no se le pueda dar el mismo significado que le da Lucas en Hechos (Hch 6, 1-6) a los siete diáconos, que eran verdaderos dirigentes de la iglesia helenística, parece que en Rom 16 hay que entenderlo como un cargo oficial. Las razones son obvias:
a) El participio griego que le acompaña indica que se trata de un título estable.
b) Pablo presenta a Febe no sólo como creyente y protectora de muchos y de él mismo, sino también como diácono, añadiendo la conjunción «kai» después del participio «ousa».
c) El genitivo (de la iglesia de Cencreas) es también muy significativo. Habla de una comunidad estable y debe referirse a un ministerio estable. En el verso 2 Pablo se refiere a la labor de asistencia y protección que Febe ha ejercido con él y otros muchos. Si en este versículo se refiere a una actividad general, en el versículo 1, al presentarla como diácono, debe referirse a un servicio oficial.
d) El mismo Pablo en Flp 1, 1 saluda a los cristianos de Filipos con sus obispos y diáconos. Si en este pasaje designa ciertamente a ministros de la iglesia, no se ve razón suficiente para que en Rom 1 no tenga un significado semejante. Por supuesto, no es equiparable a las futuras diaconisas del siglo III-IV ni siquiera a los siete diáconos de que nos habla Hch 6, 1-7. Pero se trata de un ministerio eclesiástico. La iglesia posterior ve una dificultad para atribuirle tal título en el hecho de que Febe sea mujer, pero al principio no existía tal dificultad ni la distinción entre ministerios ordenados y no ordenados. Notemos de pasada que entre los diáconos de Filipos es posible que hubiera algunas mujeres, pues sabemos que Lidia tuvo un papel importante en los comienzos de aquella iglesia y Pablo menciona también a Evodia y Sintique como miembros activos de la comunidad. Podemos concluir, por consiguiente, que hacia el año 55, una cristiana de Cencreas, cerca de Corinto, desempeña el oficio de diácono en su iglesia.
Junia, apóstol:
«Saludad a Andrónico y Junia, mis parientes y compañeros de prisión, ilustres entre los apóstoles» (Rm 16,7).
Una cuestión previa: Junia, ¿es hombre o mujer? En la Edad Media, como no les cabía en la cabeza que una mujer fuera apóstol, solían decir que se trataba de un varón (11). Pero los Padres griegos que mencionan a Junias afirman sin vacilar que se trata de una mujer. Parece seguro que Pablo habla de un matrimonio (Andrónico y Junia) lo mismo que Aquila y Priscila. Pablo dice que ambos son de su raza, es decir, judíos -pues así hay que interpretar el término-, que fueron sus compañeros de cautiverio, que creyeron en Cristo antes que él y que son insignes entre los apóstoles.
La palabra «apóstol» no tiene en Pablo el sentido restringido que tiende a darle Lucas reservándolo a los «Doce». Apóstol es todo enviado por la comunidad oficialmente para anunciar la buena nueva de Cristo resucitado, o también el enviado por el mismo Cristo, como dice Pablo de sí mismo. En el caso de Andrónico y Junia, afirma G. Lohfink que probablemente tuvieron un visión de Cristo resucitado, y por eso se convirtieron en sus apóstoles y apóstoles insignes (12). Es una hipótesis posible, pero no se puede probar como un hecho. Lo cierto es que aquí tenemos a una mujer a quien el mismo Pablo cuenta entre los «apóstoles insignes».
En este recordatorio de saludos, recomendaciones y agradecimientos, que componen el final de la carta a los romanos, se indican actividades, trabajos y ministerios de varias mujeres, a las que menciona con calificativos muy honrosos. Febe, «nuestra hermana, diácono de la Iglesia de Cencreas, protectora mía y de muchos». Fue una mujer activa, valiosa y con cargo oficial. Priscila y su marido han colaborado con Pablo Y «han expuesto su cabeza para salvarlo». Su casa es lugar de reunión, una iglesia doméstica. María ha trabajado mucho por vosotros. Junia y Andrónico, judíos de raza y compañeros de prisión, sobresalen entre los apóstoles y aceptaron la fe en Cristo antes que Pablo. Trifema y Trifosa han trabajado en el Señor. «La amada Pérside ha trabajado mucho en el Señor». Pablo ha experimentado los cuidados y atenciones de la madre de Rufo, de la que dice que es también «mi madre». Siguen los saludos protocolarios a Filólogo y Julia, a Nereo y su hermana y a Olimpas. Son muchas mujeres ocupadas en servicios y trabajos apostólicos. Y todo esto aparece en un fragmento de carta, que pudo perderse como otras. ¡Cuántas noticias nos faltan sobre la actividad de las mujeres de primera hora!
5. ¿Mujeres diáconos en un catálogo de oficios? (1Tm 3, 11)
Pasamos a un ambiente muy distinto de las primeras cartas de Pablo. La Iglesia estaba ya jerarquizada. Se habla de obispos (presbíteros) y diáconos, aunque no aparece todavía el triple grado jerárquico. Las cartas se dirigen a los líderes, a los jefes y no, como antes, a las comunidades. Por aquel tiempo existían ya en las iglesias de Oriente unos catálogos de deberes profesionales en los que se especifican las cualidades que debían tener los ministros de la Iglesia y sus obligaciones correspondientes. En este contexto surgen las cartas pastorales utilizando el nombre de Pablo. El autor de la primera carta a Timoteo le previene sobre las falsas doctrinas, da normas sobre la liturgia y traza un cuadro de las cualidades que deben adornar a los diversas ministros de la Iglesia:
«El obispo debe ser irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente...» (1Tm 3, 1-7).
«Los diáconos igualmente deben ser dignos, sin doblez...» (1Tm 3, 8-10). «Las mujeres asimismo deben ser dignas, no murmuradoras, sobrias, fieles en todo» (1Tm 3, 11).
«Los diáconos sean maridos de una sola mujer, que gobiernen bien a sus hijos y a su propia casa» (1Tm 3, 12).
Llama mucho la atención que, hablando de los diáconos, introduzca un versículo sobre las mujeres, y luego siga hablando de los diáconos. ¿De qué mujeres se trata? ¿De las mujeres en general, de las esposas de los diáconos, o de las mujeres que son diáconos o ejercen algún otro servicio en la iglesia?
Debemos excluir la primera hipótesis, que hable de las mujeres en general, porque nos hallamos ante un catálogo de deberes profesionales. Tampoco se puede referir a las esposas de los diáconos, puesto que nada ha dicho de las esposas de los obispos, aunque es de suponer que se trataba de hombres casados, como lo indica la misma carta (1Tm 3, 2). Sólo queda la posibilidad de que se refiera a mujeres que ejercían funciones diaconales u otras semejantes, porque a continuación sigue hablando de los diáconos. Se trata sin duda alguna de una nueva categoría de «servidoras», que no tienen aún un nombre específico. Ejercen diversos servicios en la comunidad, como los obispos y los diáconos, pero no se especifican. El hecho de que aquí sea más breve y menos preciso indica tal vez que no existía aún una tradición tan arraigada y frecuente sobre las mujeres diáconos.
6. ¿Se debe excluir a la mujer de la ordenación sacerdotal basándose en los textos del Nuevo Testamento?
Este planteamiento es evidentemente anacrónico, como advirtió la Pontificia Comisión Bíblica, pero no por eso deja de ofrecer interés la respuesta que se dé a esta cuestión. Lo que hoy se discute entre los teólogos y exegetas de las diversas iglesias cristianas no es la participación activa de la mujer en la vida de la Iglesia, sino la posibilidad o imposibilidad dogmática de su acceso al sacerdocio teniendo en cuenta todos los datos del Nuevo Testamento y de la tradición de la Iglesia. Dadas las discusiones y las posiciones que sobre este punto han tomado las diversas iglesias cristianas, no podemos menos de abordar este problema, pero limitándonos a los datos del Nuevo Testamento.
Antes de que saliera a luz la declaración Inter insigniores (15 de octubre de 1976, aunque no se hizo pública hasta el 27 de enero de 1977), se había creado en 1974 una subcomisión de la Comisión Teológica Internacional para que estudiara el tema de la ordenación sacerdotal de la mujer y diera su dictamen. Nada se comunicó oficialmente del resultado de este estudio. Parece que hubo discrepancias entre los escrituristas y teólogos sistemáticos y no se pusieron de acuerdo en las conclusiones.
Posteriormente la Santa Sede pidió a la Pontificia Comisión Bíblica su parecer sobre este punto. Tras varios meses de estudio, esta Comisión presentó un informe científico en el que se abordaban diversas cuestiones: planteamiento metodológico, condición social de la mujer en la revelación bíblica, condición eclesial de la mujer, respuesta a la cuestión de la eventual ordenación de mujeres al sacerdocio.
Este informe es bastante amplio y dice todo lo que se puede decir de esta cuestión vista desde la perspectiva del Nuevo Testamento. Se reconoce como hecho histórico que «las primeras comunidades fueron siempre dirigidas por varones, que ejercían el poder apostólico. El carácter masculino del orden jerárquico estructurado por la Iglesia desde su comienzo parece, por consiguiente, confirmado por la Escritura de un modo innegable» (13). Pero a continuación se hacen estas preguntas: «¿Se debe concluir que esta regla tenga que ser válida para siempre en la Iglesia? ¿Cuál es el valor normativo que hay que asignar a la práctica de las comunidades cristianas en los primeros siglos?»
La respuesta de la Comisión Bíblica es muy prudente y matizada, pero difiere de la postura que defendía la Congregación para la Doctrina de la fe; por eso se silenció este informe y no se tuvo suficientemente en cuenta a la hora de redactar Inter insigniores. Creo que fue un desacierto.
El texto de este informe dice que «no parece que el Nuevo Testamento por sí solo nos permita decidir de forma clara y de una vez para siempre el problema del posible acceso de la mujer al presbiterado» (14). A continuación expone las dos posiciones antagónicas sin decidirse por ninguna: a) algunos que piensan que en el NT hay suficientes indicios para excluir tal posibilidad; b) otros, por el contrario, se preguntan si la jerarquía eclesiástica, a quien se ha confiado la economía sacramental, no podría ser capaz de confiar los ministerios de la eucaristía y de la reconciliación a la mujer sin que esto vaya contra la intención original de Cristo (15). Esta posición, muy equilibrada, nos parece que responde mejor a los datos del Nuevo Testamento.
Respecto a los textos «paulinos» 1Co 14, 33-35 y 1Tm 2, 11-15, que se aducen con mayor frecuencia contra la posibilidad de conceder algunos ministerios a la mujer, hay que decir dos cosas:
1) que con toda probabilidad no son textos de S. Pablo;
2) que no se establece una norma general, sino que es, muy posible que se refieran únicamente a ciertas situaciones y abusos concretos. «Es posible que surjan en la Iglesia ciertas situaciones en las que se asigne a la mujer el papel docente que ambos textos le niegan y consideran una función propia de la jerarquía (16).
7. Votación de la Comisión Bíblica
En la reunión anual de la Comisión Bíblica tenida en abril de 1976 se discutió ampliamente durante cuatro días este informe. Asistieron 17 miembros del total de 19 que componen dicha Comisión, sin contar el Presidente y los secretarios. La diferencia de opiniones se manifestó entre los miembros de Roma y los venidos de fuera. Por aquellas fechas pesaba mucho la autoridad de Pablo VI, que había comenzado a manifestar su opinión de que en este asunto de la ordenación de la mujer, por fidelidad a Cristo y a la tradición de la Iglesia, nada se podía cambiar. En su importante discurso a la Comisión de Estudio sobre la Mujer en la Sociedad y en la Iglesia, del 18 de abril de 1975, expresaba con bastante claridad que nada iba a cambiar para las mujeres respecto a los ministerios ordenados, aunque no escatimaban los elogios a su misión evangelizadora: «Si las mujeres no reciben una llamada al apostolado de los Doce, ni consecuentemente a los ministerios ordenados, son ellas, no obstante, convidadas a seguir a Cristo como discípulas y colaboradoras». Fueron las mujeres que habían acompañado a Cristo desde Galilea, las que estuvieron presentes al pie de la cruz y las que de nuevo estuvieron allí presentes en la mañana de la resurrección. «Si el testimonio de los apóstoles funda la Iglesia, el testimonio de las mujeres contribuye en gran manera a nutrir la fe de las comunidades cristianas. Nos no podemos cambiar el comportamiento de nuestro Señor ni su llamada a las mujeres, pero debemos reconocer y promover el papel femenino en la misión evangelizadora y en la vida de la comunidad cristiana» (17).
Esta posición del Papa pesaba no poco en algunos miembros de la Comisión Bíblica, pero se procedió con toda libertad y honradez profesional. Para hallar una salida del punto muerto a que se había llegado, se plantearon tres preguntas concretas a las que debían responder sí o no (positive, negative).
La primera se refería a si en el Nuevo Testamento solo, prescindiendo de la tradición posterior, podían hallarse datos suficientes para solucionar definitivamente el problema del posible acceso de la mujer a la ordenación sacerdotal. La respuesta casi unánime, con una sola abstención, fue negativa.
En la segunda se preguntaba si, por el testimonio del Nuevo Testamento solo, podía concluirse la exclusión definitiva de la mujer de la ordenación sacerdotal. La respuesta fue: doce votos negativos y cinco positivos.
En la tercera se interrogaba de nuevo sobre si, por el testimonio del Nuevo Testamento solo, podía deducirse que una eventual ordenación sacerdotal lesionaba el plan de Jesucristo sobre el ministerio apostólico. Cinco respondieron positivamente y doce negativamente.
Este resultado, que no podía extrañar a quien considere sin prejuicios la cuestión, causó, no obstante, cierta sensación en los ambientes vaticanos, porque les parecía que se derrumbaba un punto doctrinal intocable. También causó algún malestar el hecho de que se divulgaran estos datos sometidos al secreto. Hubo una llamada de atención a los miembros de la Comisión Bíblica por parte de la Santa Sede. Para prevenir falsas esperanzas o falsas interpretaciones, la Santa Sede creyó además conveniente hacer un comunicado de prensa afirmando que el hecho de estudiarse la cuestión no significaba un cambio de legislación, sino más bien el aclararla o explicarla en las circunstancias presentes (18).
Estas pequeñas historias revelan que en toda esta cuestión hay un problema más hondo: es el problema del método exegético, de la hermenéutica o interpretación de la Escritura. Se puede uno atener a la letra de los textos, desvinculándolos de todo contexto histórico, o se pueden leer e interpretar partiendo de lo que han intentado decir para su tiempo y desde lo que dicen y significan para nuestro tiempo. Hay también un modo diferente de entender la inspiración y la formación de la Escritura. Se puede considerar la Escritura como palabra de Dios caída del cielo, abstrayendo de todo contexto histórico y válida para siempre; o bien como palabra de Dios que habla a los hombres con palabras humanas en un idioma, en una época, en un contexto geográfico, religioso y cultural concreto, que condiciona el significado y alcance del mensaje que se desea transmitir. Así se explica que la actitud de Jesús y de los apóstoles en unas circunstancias históricas peculiares sea considerada por la Congregación para la Doctrina de la Fe como norma definitiva e inmutabla, mientras que la Comisión Bíblica y tantos otros exegetas y teólogos no admiten esta conclusión. Yo pienso que es muy acertado el criterio de la Pontificia Comisión Bíblica en su último documento sobre «la interpretación de la Biblia en la Iglesia»: la exégesis histórico-crítica «debería, más bien, procurar precisar la dirección del pensamiento expresado por el texto; dirección que, en lugar de invitar al exegeta a detener el sentido, le sugiere, al contrario, percibir las extensiones más o menos previsibles» (19).
Hay también un concepto diferente de la formación de la Iglesia, de su misión y de su desarrollo. Algunos piensan que todas las estructuras y elementos constitutivos de la Iglesia fueron dados desde el principio de una vez para siempre por Jesús. Esto no responde a la realidad, especialmente en lo que se refiere a los sacramentos y ministerios. Los ministerios no nacieron todos de repente como instituidos por Cristo. La misma jerarquía se fue formando lentamente. En la iglesia judeo-cristiana sólo se habla de presbíteros o ancianos.
Luego se crearon los diáconos para atender a las viudas y necesidades de los cristianos de lengua griega. En las comunidades judeo-helenistas se habla más bien de obispos, que al principio no se distinguen de los presbíteros (20). Lentamente fue surgiendo la triple jerarquía de obispos, presbíteros y diáconos, aunque no en todas las iglesias al mismo tiempo. Desde el principio existieron ministerios muy importantes: apóstoles, profetas, didascalos o maestros y evangelistas. Los ministerios y los sujetos que los ejercen surgen según las necesidades de la Iglesia. En las primeras comunidades surgieron nuevos ministerios bajo la acción del Espíritu Santo, cuando lo exigían las necesidades pastorales. La evolución no ha terminado.
8. Conclusión
Hemos recogido solamente algunos datos concretos del NT sobre la misión de la mujer en la Iglesia. No hemos mencionado a María, la madre de Jesús, porque su función es singular e irrepetible. Pero es un ejemplo de cómo la mujer puede ser elegida por Dios para la misión más sublime. Tampoco hemos citado algunos textos del Ap 12 y Ap 21, porque se refieren a María y a la Iglesia. Pero no podemos menos de mencionar el texto de Ga 3, 27-28, que es fundamental para apreciar la posición de Pablo respecto a la mujer en la nueva comunidad de los bautizados: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer, puesto que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús».
En este texto, aunque Pablo no haya sacado todas las consecuencias que de él se derivan, enuncia un principio de gran alcance teológico y social. Como bautizados, todos somos iguales en Cristo. Ya no cuentan las diferencias de religión, de condición social o de sexo. Pienso, no obstante, que este texto, a pesar de su importancia doctrinal, no resuelve nada respecto a la cuestión del sacerdocio de la mujer. Lo que afirma el apóstol es que por el bautismo y la fe todos tenemos la misma dignidad. En este nivel fundamental no se pueden admitir diferencias. Pero en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, existen diversas miembros y diversas funciones. No todos pueden ser apóstoles, o profetas o maestros. Todos están llamados a «servir por amor» (Ga 3, 26), pero cada cual debe cumplir la misión que le corresponde. Pablo supone que hay diversos miembros y diversas funciones (1Co 12, 14-21). Lo importante no es la función que se cumple, sino que cada miembro sirva con amor a los demás (21).
Pero no debiéramos olvidar que si la apertura que hemos visto en la conducta de Jesús con las mujeres y en las tareas de evangelización que Pablo ha confiado a sus colaboradoras, se hubiera tomado en la historia de la Iglesia como un punto de partida, y no como una barrera infranqueable, y se hubiera ampliado y desarrollado como se han desarrollado las breves indicaciones sobre la potestad de Pedro o sobre los sacramentos, no tendríamos hoy ningún problema sobre la posibilidad de confiar a la mujer ciertos ministerios. La conducta de Jesús abre nuevos horizontes y señala un camino que la Iglesia hubiera debido recorrer.
Domiciano Fernández, en servicioskoinonia.org/
Notas:
1 Cf. nuestro artículo La mujer y los ministerios en la historia de la Iglesia: Proyección 42(1995)111-126.
2. Citamos aquí algunas obras de carácter general que estudian los diversos aspectos: AA.VV, Die Frau im Urchristentum, Quaestiones Disputatae 95, Freiburg, Basel, Wien 1983; M. INOLFI, Il femminismo nella Bibbia, Roma 1981; C. MILITELLO (ed.), Donna e ministero, Roma 1991; E. BAUTISTA, La mujer en la Iglesia primitiva, Estella (Navarra) 1993; E. SCHÜSSLER-FIORENZA, En memoria de ella, Bilbao 1989; Neutestamefltlich-frühchristliche Argumente zum Thema Frau und Amt. Eine kritische feministische Reflexion, TQS 173(1993)173-85. Todo este número de la revista Theol. Quartalschrift está dedicado a la «Frauenordination»; AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia primitiva, Bilbao 1987.
3. Véase la síntesis que ofrece J. Jeremías en su obra Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, cap. VII: Situación social de la mujer, 371-387.
4. J. JEREMIAS, op. cit., 371ss y 387.
5. E. BAUTISTA, La mujer en la Iglesia primitiva, 52.
6. Cfr 1 Tim 3,11 y los textos de Pablo, que luego veremos.
7 Cfr H. HAAG, Den Christen die Freiheit, Freiburg, Basel, Wien 1995, 31. La participación de las mujeres en la cena del Seder es una evidencia irrefutable hasta el día de hoy.
8. La interpretación clásica, que considera el velo como signo de inferioridad y de sumisión al varón, es la que sostiene W. FOERSTER, en: Theol. Wörterbuch zum Neuen Testament 2,570,-571, palabra exousíiía; la segunda la defienden A. JAUBERT, Le voile des femmes (1 Cor 11, 2-16) en New Testament Studies 18 (1971) 428-430 y A. FEUILLET, Le signe de puissance sur la tête de la femme, en Nouv. Rev. Theol. 95 1973) 945-954.
9. Sobre esta cuestión véase R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, cap. V: La evolución de la Iglesia primitiva a la luz de los códigos domésticos, 93-125. Más brevemente, E. BAUTISTA, op. cit., 93-98.
10. Algunos autores piensan que lo más probable es que «obispos y diáconos» designen las mismas personas saludadas por Pablo con ambos títulos. Cf. A. LEMAIRE, Les ministères aux origines de l'Eglise, Paris 1971, 96-103.
11. Asi Egidio Romano (ca. 1245-1315), según referencia de N. LOHFINK, art. cit., 328.
12.Weibliche Diakone im Neuen Testament, en: Die Frau im Urchristentum, 330
13. El Informe no se hizo público, pero apareció en: Origins 6(1976)92-96. Luego ha sido recogido en la obra de L.y A. SWIDLER, Women priest, New York 1977, en el apéndice II, 338-46. Un extracto amplio de su contenido lo ofrece M. ALCALA, La mujer y los ministerios en la Iglesia, Salamanca 1982, 87-91. De esta obra acaba de salir una segunda edición ampliada y renovada con el título Mujer, Iglesia, Sacerdocio, Bilbao 1995. Añade un capítulo sobre la «Ordinnatio sacerdotalis» de Juan Pablo II y un apéndice en el que recoge el documento de la 34 Congregación General de la Compañía de Jesús sobre «la situación de la muier en la Iglesia y en la sociedad civil».
14. Cf. L. y A. SWIDLER, op. cit., 346.
15. Ibid., 346.
16. SWIDLER, ibid., 344
17. Osserv. Rom. 19 abril 1975.
18. Cf. Doc. cath. 73 (1976) 770.
19. La interpretación de la Biblia en la Iglesia, II. Cuestiones de hermenéutica, 74, ed. Arzobispado de Valencia, 1993.
20. Cf. Hch 20, 17 y 28.
21. Cf. A. VANHOYE, El testimonio del Nuevo Testamento sobre la no admisión de las mujeres a la ordenación sacerdotal, en Osserv. Rom. (edición española), 11-12 de marzo de 1993, 11(143).
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